1968
De regreso a México, me dediqué, en primer lugar, a escuchar rock. Me ponía unas bermudas de Budweiser, una playera de poliéster verde chillón (la amarilla no, porque atraía las abejas) y me tomaba una chela mientras escuchaba mis discos.
Pronto me enteré de que el rock había entrado también en las cabezas de otros cuates. Señaladamente, de Rafael Pérez y de un cuate suyo, Jorge Bush (sic), muy entusiasmado con Cream, Creedence Clearwater Revival, Jefferson Airplane, los Rolling Stones y un tipo que tocaba la guitarra de manera alucinante: Jimi Hendrix. Pronto Víctor pasó también del mundo de Los Panchos al del maese Mick Jagger.
Era onda de que alguien compraba un disco, o lo conseguía prestado y todos nos íbamos a escucharlo debajo de una consola, porque nadie tenía un tocadiscos con bafles. Las consolas eran unos muebles bastante grandes, de patas flacas, con un tocadiscos integrado. Allí mismo se guardaban los acetatos. Nosotros poníamos la cabeza debajo del mueble para escuchar la música al máximo. Era muy común hacerlo mientras mirábamos interminablemente la portada.
A partir de entonces, y al menos por los siguientes diez años, el rock sería la principal materia prima del soundtrack de mi vida. Probablemente esta época de 1968 sería rock pesadón, con “Hush”, de Deep Purple y con “Summer Time Blues” (“there ain’t no cure for the summer time blues”), creo que de Blue Cheer.
De esos meses son también El Semanario de Milton, un intento de mini periódico local de chismes de barrio, que hacía a máquina, con copias al carbón y vendía en un peso, y mi gusto por el boliche, que empecé a practicar con cierta asiduidad.
Víctor había aprendido a manejar y a ratos se volaba un Mercury 1958, bastante destartalado, en el que íbamos a ninguna parte, rolando por el gusto de rolar, escuchando rock en La Pantera, Radio Exitos y Radio Capital. Quien sabe por qué pero nos identificamos con una canción de los Stones: “I Can Get No Satisfaction”. No había satisfacción en Jauja, en ese mexiquito provinciano y ultranacionalista en el que nos había tocado vivir.
Pero lo que Víctor en verdad quería era una moto. Ideó, con perfecta lógica de quinceañero, un mecanismo para conseguirla. Juntaríamos estampitas olímpicas, que aparecían en los jabones Camay y Ariel. Con 20 diferentes nos ganaríamos una lavadora. Con la venta de la lavadora, compraríamos la moto.
Era obviamente absurdo ponernos a comprar jabones, así que nos dedicamos a robarlos. Entrábamos al súper con nuestra maquinoff, y retacábamos las bolsas de jabones Camay. A las bolsitas de Ariel las rasgábamos para extraerles la estampita (que en ese caso era metálica). Al segundo día no sabíamos que hacer con tantos jabones en nuestras casas, así que muy pronto nos dedicamos a romper ventanas con ellos o a entrar a algún local, pedir permiso para ir al baño y tapar el excusado con pastillas de jabón.
¿Qué había detrás de estas pequeñas muestras de violencia sin sentido? Rebeldía adolescente primaria. Pero también deseos, muy grandes, de crear caos donde había un orden excesivo. Un orden cuya rígida jerarquía nos tenía en una escala muy baja.
Pronto llenamos varias plantillas con 15 estampitas. La decimosexta (que te valía una licuadora) nunca llegó. Pero seguíamos yendo a los supermercados, seguíamos robando, seguíamos rompiendo vidrios. No había tranquilidad en Jauja.
No había tranquilidad. Eso era seguro. La Prepa 4, donde estudiaba Víctor, acababa de entrar a huelga. Los periódicos hablaban de agitación estudiantil. Aparecían fotos de camiones quemados. De repente la palabra “estudiantes” era pronunciada con odio en la televisión. Recuerdo una nota en la sección femenina del “Novedades”, que aconsejaba a las madres explicar a sus hijos pequeños que, aunque sus hermanos mayores eran estudiantes, esto no quería decir que fueran malos (también recuerdo un artículo principal de la revista “Contenido”, cuyo título, en serio, era: “¿Son las mujeres mexicanas iguales a los hombres?”. Se trataba de un título provocador, porque la respuesta de la moral común era que obviamente no).
Teníamos una idea muy, pero muy remota de qué se trataba el movimiento. Sabíamos que los estudiantes estaban por la destitución del jefe de la policía, por la desaparición de los granaderos y porque quitaran un artículo de la Constitución. Sabíamos que los “tecolotes” les habían puestos varias madrizas a los estudiantes. Percibíamos que los mayores estaban, unánimemente en contra del movimiento y que los jóvenes estaban a favor. Sabíamos de algunas puyas humorísticas de los estudiantes contra el Presidente. Y Víctor quería quemar un camión.
El caso es que Víctor, casi todos los roqueros y yo nos decíamos simpatizantes del movimiento. Carlos y Rafael, no. Carlos, porque su papá era jefe policiaco. Rafael, porque su papá era juez, y alguien había disparado sobre la fachada de su casa (años después, el Licenciado Pérez comentaría que esos disparos eran, evidentemente, obra de provocadores).
Una tarde, era el 27 de agosto, estábamos tomando el sol en la azotea de Rafael cuando los gritos que provenían de Melchor Ocampo nos llamaron la atención. Eran camiones repletos de estudiantes que se dirigían al Museo de Antropología. Habría manifestación y se percibía que sería enorme.
Discutimos un rato sobre si ir o no. Rafa no quiso. Víctor y yo fuimos a la esquina de Goethe y Melchor Ocampo. Él le hizo la parada al primer camión que pasaba por ahí al grito de “¡Únete Pueblo!”. Yo me quedé solo, en la esquina, como petrificado, decidiendo si iba a la marcha o no. No sé cuántos minutos fueron, el caso es que emprendí el camino a Chapultepec.
Allí me encontré con Víctor y nos fuimos a Reforma a esperar que pasara el contingente de Prepa 4 para unirnos a él. Aquello era una romería impresionante, guiada por grandes figuras que simbolizaban la unión de los estudiantes del Poli, de la UNAM, de Chapingo y el pueblo. Muchos chavos y por todos lados. Todos sonriendo. Todos cantando consignas que nos parecieron muy divertidas, porque le cambiaban el sentido a las canciones, a los comerciales y a los sempiternos promocionales del gobierno: “Mejores pulquerías harán de nuestros hijos mejores granaderos” (Mejores guarderías harán de nuestros hijos mejores estudiantes); “Es Corona del Rosal un desgraciado” (Es Corona de barril embotellada); “¿Dónde estás? ¿Dónde estás Trompudo?” (¿Dónde estás? ¿Dónde estás Yolanda?). También muchas críticas para la “prensa vendida”.
Para nuestra sorpresa empezamos a saludar gente conocida. Al coreback de los Pointers, a los novios de las hermanas de Rafa, al Moco Maclovio, que también jugaba americano. Llegaron los de Prepa 4 y nos incorporamos. Nos dieron a cada uno una pancarta. La mía tenía la imagen de un tipo que yo no conocía: Demetrio Vallejo, ferrocarrilero, sindicalista, preso político. Exigí que me la cambiaran por una de Emiliano Zapata. Emprendimos la marcha con alegría.
Recuerdo que a la altura del cine Diana, la chava que iba junto a mí me ofreció agua en una botella de Pato Pascual, que frente a la embajada de Estados Unidos gritamos “Ho-Ho-Ho-Chi-Minh, Johnson, Johnson, chin-chin-chin” (yo creía que jochimín eran nada más tres sílabas que rimaban con chin-chin-chin). También vi una banderota del Ché Guevara que me preocupó por unos cinco segundos (“¿Conque comunistas, eh?”). Lo más divertido era gritar las porras de la Prepa 4: “Carambola, taco y pool, carambola, taco y pool, arriba, arriba, Tacubaya High School” y mirar los rostros de la gente que se agolpaba a vernos. Muchísimos, como de tres en fondo.
Pasando la Glorieta de Colón alguien empezó a gritar “¡Zo-ca-lo! ¡Zó-ca-lo!”, cuando la marcha estaba programada para desembocar solamente en el Hemiciclo a Juárez. De hecho, nos avisaron, ya la avanzada había llegado a la plancha de la Plaza de la Constitución. “Somos como setecientos mil”, afirmó un chavo.
Víctor y yo intercambiamos miradas. Lo del zócalo sonaba peligroso. Antes de llegar al Caballito decidimos salirnos. Pasamos a través de la valla del servicio de orden que tenían los estudiantes de medicina (o por lo menos, jóvenes de bata) y emprendimos, a pie, el regreso a casa.
Para nuestra sorpresa, a la altura de Plaza Necaxa nos encontramos con una gran cantidad de soldados, montados en tanques y en vehículos artillados. Se veían tranquilos. Pasamos frente a ellos con disimulo, temerosos de que leyeran en nuestra cara que acabábamos de salir de la manifestación.
En casa, encontramos a mi papá algo preocupado. Le dijimos que habíamos ido “a ver” la manifestación. El nos dijo que no, que quien había ido a ver era él, y nos vio marchando. Pensé, entonces, que me iba a poner una tranquiza. Para mi sorpresa, su reacción fue casi la contraria. Nos dijo que estaba bien lo que habíamos hecho, porque México necesitaba tener una democracia, pero nos advirtió que tuviéramos cuidado.
Tuve la impresión de que a Víctor no le hubiera ido igual, aunque sus papás eran de pensamiento “laico y progresista”, en primerísimo lugar eran orgullosamente priístas. (Años después me enteré de que el hermano mayor de Víctor, oficial del Ejército, pero también estudiante de antropología, fue descubierto en un complot “pro-estudiantil” con sus compañeros de armas y sometido a corte marcial; los papás intercedieron con sus amigos priístas y lograron permutar una larga condena con una expulsión deshonrosa de las fuerzas armadas y el exilio en Alemania).
Esa noche los estudiantes fueron desalojados del zócalo por el Ejército. Cuatro días después, el presidente Díaz Ordaz (“¡chango hocicón, sal al balcón!”) pronunció su famoso discurso en el que dijo que el gobierno había sido complaciente “hasta extremos criticables”.
En esos días, un chavo que pasaba junto al estanquillo de periódicos nos dio a Víctor y a mí unos volantes, que llamaban a la Manifestación del Silencio, y que repartimos por la colonia, subrepticiamente. Vimos un policía auxiliar en una esquina del barrio y corrimos despavoridos.
Tal vez la combinación del discurso amenazador de Díaz Ordaz y nuestra incipiente participación en el movimiento, movieron a mis papás y a los de Víctor a hacernos una oferta muy inteligente, que no podíamos rechazar. Nos dieron lana para irnos a Acapulco. Ahí estuvimos un par de días asoleándonos e imaginándonos que nos ligábamos a las chavas guapas que veíamos en la playa. Luego llegaron nuestras familias, y también los Juárez, unos inquilinos de mi mamá con una hija interesante. Al regreso, nada más pensábamos en el equipo de boliche que habíamos inscrito en el campeonato del DF (“Los Pulgas”) y en las próximas olimpiadas (fuimos a ver un entrenamiento del equipo varonil mexicano de gimnasia).
Los Pulgas quedamos en 15° lugar, entre 16 equipos, y la última fecha del torneo fue el 1° de octubre. La noche siguiente fue terrible, marcada por el sonido, primero, de helicópteros que volaban sobra la zona, y después, de ambulancias, una tras otra, que iban por Thiers rumbo a la Cruz Roja, en Avenida Ejército Nacional. Rumores sombríos y escalofriantes acompañaban el ruido: algo muy grave había pasado en Tlatelolco. Al día siguiente nos enteramos: habían masacrado a los estudiantes.
Los diarios y la televisión dijeron que había sido un intercambio de fuego. En las conciencias de la gente quedaba claro que no fue así, que nos mentían. En mi mente había mucha confusión, y un encabrone difuso. El Ejército había acordonado la Unidad Tlatelolco, donde se vivía en un auténtico estado de sitio.
El 5 de octubre, un domingo, estábamos jugando tochito en la calle, cuando vimos que, en la esquina de Darwin, empezaban a pasar tanquetas y otros vehículos ligeros, en camino de Tlatelolco al Campo Militar Número Uno. El juego se suspendió. Fuimos a ver el inusitado desfile, sintiéndonos impotentes. Víctor fue el primero que les mentó la madre a los militares. Varios le seguimos. “¡Asesinos!”, “¡Hijos de puta!”, les gritamos. Víctor, incluso, aventó una colilla de cigarro contra uno de ellos. Afortunadamente, chocó contra la ventanilla del jeep.
Algo muy profundo en el país había cambiado. Lo suficiente como para que unos adolescentes privilegiados, unos mocosos que estaban entre los grandes beneficiarios del “milagro mexicano”, le mentaran la madre, indignados, a los miembros del Ejército. Para que toda una generación no fuera la misma nunca más.
Esa generación sería fundamental en la lucha por la democracia en México. Pero estábamos muy chavitos. El domingo por la noche les gritamos “¡asesinos!” a los militares. El lunes por la mañana estábamos, desde muy temprano, haciendo cola para comprar boletos olímpicos.
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