Ahora que está de moda eso de la inteligencia emocional, he de decir que mis padres no tenían mucha. O, en cualquier caso, les ganaba la ambición. Resulta que la escuela de Saint Louis, llamada Augustinian Academy, era un High School. En términos etarios, una prepa. Tratándose, además, de un internado, era un lugar al que recalaban muchos chicos problema. Para colmo, mi mamá les mostró a los curas mis calificaciones de la secundaria. Como resultado, en la escuela me pusieron como junior; es decir, en el equivalente, por edades, de segundo de prepa. Fue como caer de la sartén al fuego.
La obsesión elegante de mi papá había llegado a tal grado que no me pusieron en la maleta ningún pantalón que no fuera de vestir, ninguna playera, ninguna sudadera. Los tuve que comprar, de entrada, para poder jugar las cascaritas de tacleado que se organizaban después de clases, en las que me llevaba tremendas madrizas con tal de no ser llamado pussy. Tuve también que defenderme de acusaciones calumniosas, como la de que había sido yo quien ahorcó, con un nudo muy bien hecho, a la ardilla de mi compañero de cuarto.
El lugar era bastante pinche. Puros hombres; muchos con problemas emocionales; la mayoría, bastante violentos, y dispuestos a joder a los más pequeños (y yo era el más pequeño). Horarios rígidos. Curas rígidos también, para los cuales, por ejemplo, leer literatura no era estudiar (yo llevaba dos cursos: literatura americana y literatura inglesa, que me obligaban a leer más de un libro a la semana). Profesores con permiso para golpear a los estudiantes. Incluso con un bat de cricket. Comida gacha. Ambiente general hostil, en el que tenías que moverte como un animal en la selva. El lugar perfecto para que “me hiciera hombrecito”.
Poco a poco me fui acoplando al lugar, tejiendo alianzas, alimentando estrategias de supervivencia y haciendo descubrimientos de distinta índole.
Uno de los primeros grandes descubrimientos fue de pura suerte. Me llegó una propaganda del club de Columbia Records. Por un dólar me daban diez discos y luego tenía que comprar uno al mes “a sólo $5.99”, durante un año. Me pareció buenísima, e hice mi lista. Los discos que llegaron no eran exactamente los que yo pedí. Sí estaban el de Nancy Sinatra (This Boots Are Made For Walkin’), el de los Turtles, el de Association, el de Herb Alpert y los Tijuana Brass. Pero había otros, de unos desconocidos, que yo no había pedido: The Doors, Vanilla Fudge, Creedence Clearwater Revival, Cream. Los puse en mi tocadisquitos y entendí que estos cuates estaban más allá, en otro lugar de la realidad. En un lugar al que a mi cabeza y a mi corazón les gustaría llegar. Nunca recibí la correspondencia que me obligara a comprar otro disco, pero creo que, haciendo sumas, Columbia Records hizo un buen negocio.
Una parte de mis alianzas de superviviencia –por ejemplo con Dan Mulroy, un senior- se basaba en quienes compartíamos estos gustos musicales recientemente adquiridos por mí. La otra era más obvia, y consistía en juntarme con los otros mexicanos –en total éramos cinco- y presumir con ellos nuestras navajas suizas. De entre ellos, uno sería mi amigo, Jorge Salomón Azar, quien muchos años después fue gobernador de su natal Campeche.
Otro descubrimiento fue el billar eléctrico, que así se llamaban en aquel entonces las maquinitas de pinball. Íbamos a un lugar llamado The Do-Nut Shop, que estaba a dos cuadras de la escuela, y nuestra actividad principal era jugar maquinitas. Flying Chariots, Casanova, Ice Revue, The Heat Wave, eran los nombres de algunos de estos pequeños monstruos, a los que te costaba un güevo sacarles un partido extra. Perderse en los meandros de la bolita de metal, los bumpers y las luces servía, entre otras cosas, para olvidar a los curas, a los maestros con su bat de cricket y a los bullies, Era maravilloso jugar con esas máquinas, que no hacían tilt tan fácilmente: te parabas frente a ellas con las piernas muy abiertas, lanzabas la pelotita y empezabas a cogerte a la máquina; movías la pelvis, la cadera, bailabas con ella, le dabas sus arremetidas, la acariciabas, de alguna manera, a través de las palancas de bateo. Obtener un juego extra era como si la máquina te brindara su orgasmo. Llegué incluso a hacer un poema en inglés acerca de las máquinas (donde rimaba OK con pinball day). Sí, “Tommy” avant la lettre, pero a varios años luz de la inspiración de los Who.
A la Do-Nut Shop recalaban algunas chavas del barrio en el que estaba la escuela. South St. Louis era un barrio obrero, habitado principalmente por descendientes de italianos y alemanes. Eran chavas sin mayor atractivo, tristes y prematuramente aburridas de la vida. Por lo mismo, bastante dispuestas a experimentar. Como yo era muy chico, me quedaba como el chinito, “nomás milando”.
Eran los años en los que la guerra de Vietnam estaba en pleno. “Hay escasez de hombres”, decían las chavas, tal vez para justificar que anduvieran con adolescentitos. Al mismo tiempo, se percibía un ambiente de tensión social, jalada por diversas cuerdas. Las de jóvenes contra viejos y negros contra blancos eran las más visibles. The times, they were a-changing. Los rucos apoyaban la guerra (scalation); los chavos, no (descalation). Los blancos eran abiertamente racistas; los negros estaban patentemente encabronados. De hecho, en la vida cotidiana nadie se salvaba de su etiqueta racial, siempre derogatoria: nigger, spick, whap, pollack, kraut, hymie o wasp. Algo estaba crispado, se percibía… a hard rain is gonna fall.
Tuve dos peleas durante mi estancia en Augustinian. En las dos salí airoso, entre otras cosas porque jamás me metí con los más cabrones. Un viernes salí con Jorge Azar a jugar boliche. Al momento de pagar me di cuenta de que tenía sólo dos dólares en mi cartera. Alguien me había birlado los otros cinco de mi semana. Sólo podía ser Hutchins, mi nuevo compañero de cuarto, un freshman. Esa noche Hutchins no apareció en la escuela. Andaba enculado tras una chava y, al parecer, había estado por horas esperándola en su ventana. Como a él sólo le mandaban $2.50 a la semana, se había servido por su cuenta. Cuando regresó, el sábado por la noche, sin decir agua va, me lo agarré a madrazos. El factor sorpresa fue decisivo, porque lo arrinconé hasta que pidió tregua. Nos separaron de cuarto. A los pocos días lo cacharon robando en otra recámara y fue expulsado. La otra pelea fue brevísima y estuvo de risa loca. Era sábado por la mañana y estábamos viendo en la televisión a colores "American Bandstand", un programa que presentaba nuevos grupos de rock y soul. En un corte comercial, un gordo tejano al que le decían Tex, se levantó y cambió de canal, para ver una película de romanos. Ante nuestras protestas, dijo que no quería ver pinches niggers bailando. Me paré y fui hacia él, con el pecho por delante, muy a lo automovilista chilango, exigiéndole que retirara lo dicho. Tex reculó un par de pasos, yo le di un empujón y se cayó, estrepitosamente, sobre el codo, que se fracturó en tres pedazos. Fui generosamente felicitado, porque Tex era muy impopular.
Otra experiencia con el racismo fue el fin de semana que pasé en casa de Harry Leuer, un compañero que, si hubiera nacido antes, habría sido la inspiración para cuando Porky Pig la hace de granjero. Harry vivía en New Madrid, un pueblito al sur de Missouri. Desde la estación de camiones, se vio que sería un fin de semana diferente. Estábamos comiendo un hot-dog, esperando el bus, cuando a nuestra mesa llegó un negro chorreando sangre, tomó una botella de catsup, la estrelló contra otra mesa y salió a la calle armado con la botella rota. Lo seguimos y vimos, detrás de la puerta de vidrio, cómo se enfrentó a otro muchacho negro, más chiquito, pero más hábil, porque lo desarmó y le clavó la botella rota en el vientre.
Los papás de Harry fueron amables conmigo, pero estaban obsesionados con el rollo racial. La mamá me dijo que su sirvienta era inteligente, pero eso era una excepción entre los niggers (su marido y sus hijos eran estúpidos, dijo, lo que probaba la regla). El papá nos llevó al tiradero de basura, cerca del río Mississippi, a disparar al aire. Vio que un negro se acercaba a pepenar y, nada más por puntada, le disparó cerca. El hombre salió corriendo como alma que lleva el diablo y a Míster Leuer todo aquello le pareció muy gracioso. Yo estaba sacadísimo de onda y creo que Harry estaba apenado. Sus papás eran fervientes seguidores de George Wallace, el hiperracista gobernador de Alabama que se lanzaría poco después como candidato independiente a la presidencia de EU. De seguro han de haber interrogado al hijo para cerciorarse de que el spick que había invitado era blanco.
A otra casa a la que fui varias veces fue a la de los Alzola: el cuñado de mi tía Haydeé, su esposa y sus hijos, que vivían en Brentwood, Missouri. Refugiados cubanos. Una familia triste, con un padre triste, una madre tristísima, que no había aprendido una palabra de inglés en seis años, un hijo triste y tonto y otro hijo alegre, guapo, noviero y capitán del equipo de futbol americano de su escuela. Con ellos pasé thanksgiving y un par de fines de semana en los que el hijo alegre, Carlos, me llevaba de juego colegial a juego colegial de americano. El hijo mayor, José, iría poco después a Vietnam y al regresar se encontraría con que su esposa pedía el divorcio: se había casado con él en espera de la pensión de viuda militar. A Carlos decidieron enviarlo a España a estudiar medicina y esquivar la leva, pero ese mismo año murió en un accidente automovilístico. La mamá se volvió loca.
Los problemas que tuve con mis compañeros me hicieron solicitar un cambio de cuarto. Me fui al del rincón, en el último piso, que estaba junto al del profesor de español, el regiomontano Jesús Salinas, alias Jay Evertt, que era mi cuate. Recuerdo que usé su teléfono para la única cita que tuve en St. Louis, con Barbra, una chavita a la que me ligué en un baile. La llevé a bailar a un dance de la escuela (bailamos pegaditos hasta las rápidas) y luego le invité una hamburguesa. Me quedé sin quinto.
Ya he comentado que me hacían leer bastante literatura, para cimentar mi inglés. Creo que fue lo mejor de toda mi estancia. No pude con todos los libros, pero hubo unos cuantos que me fascinaron, todos ellos de contenido social y político. “Macbeth” de Shakespeare, “Los Viajes de Gulliver”, de Jonathan Swift (y otros grandes ensayos de él mismo), “Spoon River Anthology”, de Edgar Lee Masters, “Sister Carrie”, de Theodore Dreiser y “La Jungla” de Upton Sinclair.
Pero fue Jay Evertt quien me hizo leer algo que me estremeció hasta la médula: “El Llano en Llamas”, de Juan Rulfo. Conocí la descripción del triste pueblo de Luvina, donde no se consigue siquiera una cerveza tibia, con sabor a meados de burro; seguí la historia de Anacleto Morones, sus beatas y Lucas Lucatero, siempre tan invencionista; quedé intrigado por qué el hijo no le decía nada al padre, cuando los perros ladraban y el pueblo estaba tan cerca; y sobre todo, me atrapó la sorpresa de encontrar a Macario, el niño perturbado, lamiendo con deleite los senos de Felipa. Alguien no había olvidado a los marginados, los había rescatado tan de cerca que parecía que me estaban hablando al oído, con un lenguaje sobrio, rico, golpeado. O, como Macario, que lo hacían con sus pensamientos todos revueltos.
Las lecturas también servían para huir de un lugar que dejaba recuerdos imborrables. Recuerdo que hubo una serie de expulsados, por haber rentado una leonera, y que uno de ellos, Hammer, persiguió con un ablandador de carnes, con otro hammer, al padre Murphy. Recuerdo una discusión muy fea con el padre Leo, cuando le dije que ya no creía en la iglesia católica. A otro cuate, Kennedy, que partió a hachazos la puerta de su cuarto, cuando lo corrieron. A un tal Porta, alegrándose de que hayan “matado al nigger”, el día en que asesinaron a Luther King. A varios de los seniors viendo con preocupación el sorteo del día de nacimiento, que determinaba el orden del draft para ir a Vietnam (y a Tony Calcaterra quemando su draft card). Recuerdo a Douglas Helein, “La Loca”, tratando de seducirme. Una larga caminata con Azar, con hambre y bajo la lluvia, junto al río Mississippi. Días de euforia adolescente y días de llanto infantil. Recuerdo el olor de la madera vieja de esa escuela en Meramec St., que no duró muchos años más.
Para fin de año, hice el examen PSAT, que es de ingreso a las universidades gringas. Lo pasé, con resultados muy buenos en matemáticas e inglés; regulares en ciencias sociales y muy malos en biología. Decidieron que me iba a graduar con los seniors. Algo bastante absurdo, si me preguntan ahora. Yo accedí, como buen corderito.
Para más inri, mi mamá fue a San Luis para la ocasión, y me trajo una invitada sorpresa. Yo ya sabía que no sería quien yo soñaba, Patricia Corres, la vecina de enfrente, sino Patricia Preisser, la vecina de al lado. Ella me acompañaría al prom, el baile de fin de cursos. Renté un smoking blanco y en realidad la pasamos muy bien en aquella ocasión. Me sentí respetado por los grandes. Al día siguiente, me pusieron, como a los otros, una toga y un birrete de material sintético, cruzamos la calle y celebramos en la iglesia una graduación que, al menos en mi caso, era poco seria.
De San Luis fuimos a San Antonio, Texas, a ver la feria mundial. También estuvimos muy a gusto. No podía ser de otra manera: conocí la Linterna Mágica y llegué a tercera base con Patricia Preisser.
1 comentario:
Interesante, divertido, pero sobre todo, muy conmovedor. Conocerte así es delicioso y gratificante que nos dejes conocer también la historia.
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