1967
El 9 de enero de 1967 era cumpleaños de mi papá, quien estaba todavía en el hospital. Yo tenía gripe. Al otro día la ciudad de México amaneció nevada: una ligera capa cubría toda la calle. Teresita me trajo una limonada caliente, sin azúcar. La probé y me disgustó. Era el pretexto que necesitaba para pelearme con ella.
Menos de una semana después, Carlos Contreras me dijo que yo le gustaba a Patricia Salá, una niña de mi edad que solía quedarse los fines de semana en casa de su prima Rosi, vecina de Milton. También me dijo que Patricia estaba en esos momentos en el patio de la casa de “El Cuñado”, en la calle Copérnico. A mí Patricia no me gustaba especialmente, pero la perspectiva de tener novia sí me atraía. Fui a la casa de “El Cuñado” y allí estaba ella, en el patio, esperándome. Me le acerqué y le dije: “Me gustas. ¿Quieres ser mi novia?”. Ella respondió, demostrando que era asidua de las telenovelas: “Este es el momento que he esperado toda mi vida”, se colgó de mis hombros y me dio un beso increíble, pasando su lengua dentro de la mía e invitándome a hacerlo yo también. Fue un beso largo, superagradable. Era padrísimo eso de tener novia. Me dio su anillo, que me quedaba a la mitad del meñique. Yo no le di, porque no tenía.
A partir de ahí, pasaba yo los fines de semana en casa de Rosi, besuqueándome con Patricia. José Luis también consiguió novia: Campanita, la hermana menor de Patricia. No sé de qué hablábamos. Creo que de nada. Pero nos besábamos y nos besábamos y nos besábamos. También las manos comenzaron su exploración. Patricia tomó la mía, que la apretaba por encima de la blusa y la posó debajo. Había llegado yo a segunda base. Era una sensación delicada y deliciosa. José Luis y Campanita nos imitaban. Esto quiere decir que él llegó también a segunda, pero la base de Campanita, quien sólo tenía diez años, no tenía colchoneta.
Como al mes y medio de noviazgo, los ruidos de la cascarita de futbol que se oían afuera de la casa de Rosi me empezaron a parecer más interesantes que los besos, los pequeños senos o las piernas de Patricia.
Un domingo, llegué temprano a casa de Carlos y me encontré a su hermana Concha y a Patricia maquillándole los ojos, de azul subido, a Ignacio Esteva, un flaquito al que habíamos conocido por los Pointers. Quisieron también maquillarme pero, quizá porque la idea me parecía demasiado atractiva, me negué. Mientras terminaban de pintar de mujer a Esteva, yo me bajé a jugar futbol en la calle. Esa tarde, en medio de los besos, Patricia me dijo que ya no quería ser mi novia. Le dije que estaba bien, le devolví el anillo y salí a integrarme a la cáscara. A las dos horas se hizo novia de Esteva. Como a los dos meses también tronó con él y desapareció para siempre.
Sólo supe de ella unos doce años después. La estaban entrevistando en la radio. Ella y Campanita eran las estrellas del ballet erótico de Olga Breeskin.
Habían pasado unas dos semanas de mi rompimiento con Patricia Salá cuando me llegó otro chisme. Esta vez de parte de la sirvienta. Yo le gustaba a Patricia Preisser, la vecina de al lado, de 11 años. Entre las sirvientas arreglaron una cita en la azotea. Era onda nomás de brincar para estar en la de su casa. Igual que con la primera Patricia, le pregunté al chilazo si quería ser mi novia. Igual me dijo que sí y me dio un anillo, sin obtener nada a cambio.
Con Patricia Preisser practiqué algo de lo aprendido con Patricia Salá, en una relación hecha a través de visitas furtivas a la azotea. Tampoco platicábamos de nada y el noviazgo duró hasta la aburrición mutua. Es decir, como un mes.
En la escuela, en tanto, yo destacaba en oratoria y declamación. Llegaba siempre a las finales de los torneos. La poesía siempre me gustó y me aprendí muchas de memoria, incluso partes de una versión del Mío Cid en español antiguo. En tercero de secundaria tuvimos ya, en vez de gramática, clases de literatura. El profesor era un español narigón, Juan Junoy. No tenía mucha sensibilidad, pero nos intentó enseñar la rima asonante y consonante, a contar las sílabas, a hacer versos con ripio, a armar una octava, una redondilla, un soneto o un romance (o corrido). Fui de los pocos que aprendió, y que pudo hacerle un corrido al director de la escuela por el día de su santo. No lo canté (evité, de esa forma, muchos abucheos), pero lo recité con acento norteño. Rimando Moliere con doquier, Ortuño con anduvo y hay con jajay, obtuve muchas risas del auditorio atestado y una calurosa felicitación del director.
El mismo padre Ortuño aconsejó a mis padres que no me inscribieran, el año siguiente, a la preparatoria. La diferencia de edad con mis compañeros era muy evidente. Lo sería más en la prepa, les advirtió.
Fue así que decidieron mandarme de interno un año a los Estados Unidos, para que mejorara mi inglés –elemental, entonces- y para que “me hiciera hombrecito”.
Pidieron varios folletos a la embajada y se decidieron por una escuela de San Luis, Missouri, que tenía una característica que le encantó a mi papá: los muchachos iban de saco y corbata a clases.
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