lunes, abril 14, 2025

La decadencia del Imperio Americano


He escrito que “el gobierno de EU está en la tarea suicida de destruir el orden económico mundial de la segunda posguerra, que fue lo que lo convirtió en potencia hegemónica. Mientras hace eso, China decide aliarse comercialmente con enemigos políticos, como Japón y Corea del Sur, en pos de continuar su discreta búsqueda por ocupar el lugar que ha tenido Estados Unidos por casi un siglo”. Al día siguiente, Donald Trump anunciaba la “liberación americana” con una serie de aranceles a casi todas las naciones del mundo, con lo que confirmaba el propósito suicida de la hegemonía estadunidense.

Revisemos. Tras la II Guerra Mundial, los acuerdos de Bretton Woods establecieron un nuevo sistema financiero y monetario internacional, cuya intención era crear un sistema estable que favoreciera el comercio mundial y terminara con el proteccionismo que caracterizó el periodo de entreguerras y que contribuyó a la Gran Depresión económica mundial de 1929-33. Parte de la lógica de ese sistema era que Estados Unidos podía tener constantemente un déficit de cuenta corriente, que el resto del mundo financiaba –a través de la acumulación de reservas en dólares-, mientras que las demás naciones se veían obligadas a cuidar el equilibrio en su balanza de pagos. En otras palabras, que los estadunidenses podían vivir por encima de sus medios, porque las demás naciones financiaban su déficit comprando bonos del Tesoro.

En el orden de la inmediata posguerra, las naciones industrializadas (pero afectadas por la guerra) tenían que construir economías jaladas por las exportaciones, EU podía basarse en su demanda interna -con crecientes importaciones e inversiones en el extranjero, además-, y las naciones “en vías de desarrollo” optaban por la sustitución de importaciones: exportar materias primas y poner aranceles o cuotas a productos industriales importados para sustituirlos con bienes producidos por la industria nacional. En la medida en que esas naciones lograron industrializarse -como es el caso de México- fueron también abriendo sus economías.

Ese sistema permitió que el capitalismo mundial viviera décadas de prosperidad más o menos compartida: altas tasas de crecimiento económico estable, combinadas con una mejoría en la distribución del ingreso (si la vemos históricamente). 

El resultado de pleno empleo generó presiones salariales, que tuvieron dos reacciones. Una fue la disminución de las inversiones, que servía para crear el desempleo necesario para hacer manejable el mercado laboral. Pero esto se tradujo, sucesivamente, en freno al crecimiento económico y en inflación. La otra fue estrictamente política: la derecha encontró una puerta, a través del monetarismo, el Consenso de Washington y el aplastamiento de los sindicatos, para que la economía volviera a crecer, esta vez bajo condiciones sociales excluyentes y en otro ambiente financiero. Es lo que han dado en llamar “neoliberalismo”.

La falta de regulaciones al capital financiero llevó a la crisis del 2008, que se ha traducido en pequeños intentos de reforma, menores tasas de crecimiento, mayor desazón política y social y cambios en los sectores que jalan a las distintas economías.

Aun cuando la politización del mercado es solamente implícita, en realidad los comportamientos económicos derivan de las reglas fijadas por la potencia hegemónica. En este caso, Estados Unidos.

Ahora Estados Unidos quiere cambiar las reglas, con la malhadada idea de que el déficit comercial -que es precisamente lo que permite a sus ciudadanos vivir por encima de sus medios- es un cáncer que afecta su productividad y empleo, y que los países que tienen superávit se aprovechan de los EU. Ahora resulta que los estadunidenses son las víctimas de las reglas que ellos mismos impusieron, que dieron resultados positivos y que les han permitido, por tres generaciones enteras, gastar más de lo que generan.

Hay cosas curiosas en el asunto. Una es que, en el fondo, la idea de Trump es que Estados Unidos sustituya importaciones, como si fuera país en vías de desarrollo de la segunda posguerra. El mensaje es: si quieres vender productos industriales a EU, tienes que abrir fábricas en EU. Eso implica pensar que esa nación requiere reindustrializarse, cuando sus ventajas comparativas están en otro lado: el de la tecnología digital. Otra, que la intención sea política: tratar de complacer a la base electoral con la oferta de que habrá muchos empleos disponibles para gente con sólo estudios de High School. La tercera, es que hace eso aliado, precisamente, con los multimillonarios de las nuevas tecnologías, que son quienes menos necesitan esa reindustrialización (pero que tienen otras prebendas a cambio).

Lo grave es que, si, en la extraña búsqueda de una reindustrialización, la potencia hegemónica cambia sus reglas, atacando a sus aliados (y de paso, perdonando a Rusia), difícilmente va a poder imponer las nuevas reglas. Cuando las alianzas no están basadas en acuerdos, sino en chantajes, y desaparece la confianza, están destinadas a no prosperar. 

La política arancelaria de Trump y su aislacionismo tienen como efecto inmediato una disrupción en las cadenas de valor y de producción de todas las economías del mundo. Terminan con una serie de certidumbres que dieron el piso mínimo para que las inversiones fluyeran y las economías funcionaran. Afectan el funcionamiento de la economía global.  

Nadie gana con estos aranceles. Y mal hacen los políticos que creen que haber esquivado un golpe equivale a haber ganado: eso se llama perder menos, pero es perder de todos modos. De poco sirve intentar tapar el sol con un dedo.

En el corto plazo, Estados Unidos perdió el papel de socio confiable. Es particularmente difícil para las naciones, como México, que tienen gran interdependencia con EU, agarrarse a ella como clavo ardiente, porque, por el momento, no les queda de otra. Difícil también, porque, en el mediano plazo, EU va a salir debilitado de este lance y será necesario -insisto- deslizarse, diversificar el comercio, buscar lazos más estrechos con socios más fidedignos. 

Trump olvida que, cuando EU pudo poner condiciones al resto de naciones, acababa de ganar una guerra mundial y su PIB era el 50% del PIB mundial. Ahora es del 16%, a paridad de poder de compra. No podrá imponerlas esta vez, y menos comportándose como chivo en cristalería. Es el síntoma de la decadencia del Imperio Americano. 

Es posible que, ante las primeras reacciones de los mercados y las protestas de algunos empresarios, el presidente de Estados Unidos trate de moderar su estrategia. Pero es improbable que lo haga en serio. No es su estilo. Lo más que podemos esperar son nuevas posposiciones sobre la puesta en vigor de los aranceles, y eso sólo servirá para abonar a la incertidumbre, y extender la idea de que no se puede contar con un socio que cambia de pareceres sobre la marcha.  


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