jueves, julio 06, 2023

Retrato del periodista adolescente: Raúl Trejo Delarbre


Acaba de publicarse el libro Raúl Trejo Delarbre: 70 años, una celebración. En él aparece la primera versión de un texto mío. Aquí publico la segunda versión, corregida y aumentada (que sí envié muy a tiempo a los coordinadores). Como mi texto fue sobre sólo una etapa de la vida de Raúl, publiqué en Crónica un breve homenaje, a guisa de complemento, donde hago referencia al libro. 


Retrato del periodista adolescente
 

Cuando estaba yo en primero de prepa, en la clase de literatura el maestro -un jesuita místico, y notable poeta, Mauricio Brehm- se puso a hablar de un fenómeno nuevo: la “literatura de la onda”, y en particular de un joven que escribía textos muy interesantes, llamado José Agustín. Preguntó si alguno de nosotros los había leído. Alzamos la mano tres estudiantes: uno era yo, otro era Luciano Peralta y el tercero, un chavo muy serio, muy formal, que respondía al nombre de Raúl Trejo.

El profesor nos recomendó que intercambiáramos los libros que habíamos leído -cada uno lo había hecho con uno diferente- y es la fecha que Peralta no me regresa la precoz Autobiografía de José Agustín. A pesar de ello, salí ganando, porque ese intercambio sirvió como pretexto para el inicio de una amistad con Raúl Trejo que dura ininterrumpida ya más de medio siglo.

Durante los recreos, Raúl y yo nos íbamos a una tortería cercana a platicar sobre mil temas. Él quería ser periodista y se interesaba por todos los asuntos: prueba de su vocación, es que también se interesaba por los asuntos que no le interesaban realmente. De lo que más hablábamos era de literatura, que él devoraba como buen latinoamericano: de manera desordenada. A los pocos días, se nos juntó otro cuate del grupo, una suerte de loner con ideas mafufas e iconoclastas. Se llamaba Raúl González Rodarte.
Un día, caminábamos por la calle de la escuela y yo veía cómo el ancho Trejo, poco expresivo, se movía como ajeno al mundo y a su propio cuerpo; veía cómo el escurrido González Rodarte se movía como con nervios de colibrí, enfundado en un pantalón ajustadísimo, y me parecía, él mismo, un colibrí detrás del escape de un camión. Fue cuando me dije: “Mis cuates son extraterrestres”. Así que de plano le pregunté a Trejo: “Oye, Raúl ¿De veras no eres marciano?”.

Y es que el adolescente Raúl era, de verdad, un tipo raro, que se salía de las normas. Era alguien que caminaba más rápido de lo que corría; un estudiante aparentemente modelo que, sin embargo, discutía con los profesores armado de una lógica filosa que los acababa desarmando; un tipo que, en su avidez por conocer de todo, estaba siempre al día; un cuate que no lo aparentaba, pero era totalmente de vanguardia; un amigo de mirada profunda, no sólo físicamente; un personaje circunspecto que en realidad es una persona muy cálida; una conciencia crítica que desde entonces ya no estaba en ciernes.

Un día Raúl me invitó a su casa. Vivía en Ciudad Satélite cuando todavía era periferia: eran los tiempos en que nos bajábamos del camión y recorríamos la ruta a su casa cruzando lotes baldíos. El cuarto de Raúl tenía dos características que lo hacían diferente: un radio de onda corta y un mimeógrafo de alcohol.

Mediante el radio de onda corta, Raúl escuchaba todo tipo de noticieros. Era un lector voraz d periódicos desde muy temprana edad y un apasionado de la información. Me platicó que su primer periodiquito lo hizo cuando estaba en primer año de primaria: copiaba notas del periódico y se lo vendía a sus papás.

Al mimeógrafo lo usamos para un proyecto de periódico ilegal y contracultural. El nombre, Subterráneo, correspondía al propósito. No se puede decir lo mismo del contenido, que era bastante adolescente y ligerito.

El gesto personal era importante, y por lo que el periodiquito valió la pena. La sensación cuasirevolucionaria de caminar por las calles del centro para comprar los stenciles. El miedito al distribuirlo por la Zona Rosa, los alrededores de Prepa 4 y en C.U. Creo que lo único realmente epatante de Subterráneo eran los poemas “asqueróticos” de González Rodarte. Lo dejamos de publicar luego de tres números (en el último no teníamos con qué llenar media plana y se me ocurrió un dibujo de Pico, la mascota del Mundial del 70, así de subterráneo era).

Otro proyecto que hicimos los dos Raúles y yo fue una obra de teatro, que presentamos en un “retiro espiritual” en el ex seminario de San Cayetano. Tenía un nombre muy chistoso, pero adecuado: “Extraño Coloquio”. Se trataba de una reunión de cuatro chavos muy diferentes, cuatro arquetipos que discutían de todo y de nada: las drogas, el sexo, la desigualdad social y el papel de la iglesia. Dos de los nombres provenían de una novela de Sáinz: Menelao (Raúl Trejo) hacía de chavo fresa (en el sentido antiguo de la palabra), conservador, antimariguana y borracho; Balmori (Kycho Chávez) hacía de hippie. Mi personaje se llamaba Adán y era un marxista. Raúl González Rodarte se hizo su personaje a la medida: se llamaba Marcio y era epicúreo. Adán se burlaba de él: “¿No te maquillaste hoy?”. En la escena final, luego de que Menelao se había ido asqueado porque se iba a fumar mariguana y de que Balmori hablara acerca de sus contradicciones (Adán no tenía, era el bueno de la obra), el proscenio se apagaba, alumbrando sólo a Marcio/González Rodarte, quien decía: “Yo soy el semen perdido en
las entrañas” y hacía la señal de paz y amor.

De los cinco actos de que constaba la obra, yo escribí el más malito, y cada uno de los Raúles escribió dos. Los actos de Trejo eran los que trataban con más detalle la coyuntura política y las preocupaciones sociales del momento: los más informados. Él hizo que los personajes discutieran sobre la guerra de Vietnam, el celibato de los sacerdotes o la relación entre sexos. La presentación fue un éxito: le dimos 20 minutos de conciencia social a los chicos del Patria en el “retiro” (léase cascaritas futboleras y pláticas de los curas) de San Cayetano. Luego unos profes nos pidieron que la representáramos en casa de uno de ellos, frente a los que no fueron al “retiro”.

Para tercero de prepa, nos embarcamos a hacer el periódico Palabra, órgano no oficial de los estudiantes del Instituto Patria. El año anterior, Palabra había estado de capa caída, porque todo lo hacía un solo alumno con vocación de periodista, Alfredo Domínguez Muro. Lo heredó una troika, formada por Raúl Trejo, Pablo Medina Mora y yo. Nuestro primer número fue una hojita de mimeógrafo, con un tiraje de 50 ejemplares. Llegamos a tirar números de doce páginas, con hojas de colores; mil 200
ejemplares, distribuidos en 13 escuelas. Fue muy divertido y formativo. 

Pablo, Raúl y yo hicimos un buen equipo, en el que uno servía de equilibrio a los otros. Medina Mora era el clásico tipo popular, con amigos de todo tipo en todos los salones y en varias escuelas. Su principal tarea era la distribución. Los ejemplares se “encuadernaban” (palabra de Trejo, en realidad se engrapaban) en su casa. Pablo, además, hacía que el periodiquito fuera aceptado por todos, evitando pretensiones excesivas, ya que recordaba la necesidad de publicar algunas notas ñoñas.

Trejo era el único que sabía medir los textos y su influencia y su criterio eran determinantes para definir las prioridades, en la reunión de los martes después de clases, en la cual conveníamos el dummy de Palabra, que realizaba el propio Raúl. Era el más rígido adversario de los textos malos, que Pablo solía defender por razones “comerciales”. Yo me ponía del lado de Pablo, sobre todo si el texto lo firmaba alguna mujer. A mí me tocaba armar el periódico. Lo hacía en casa, tecleando, sin cinta, con mi máquina de escribir Olympia, sobre las hojas de stencil. Ahí yo hacía correcciones de ortografía, enmiendas de redacción, trabajo de edición (las mediciones de Trejo, sobre textos casi siempre escritos a mano, eran impresionantemente buenas, pero no perfectas) y rellenado de espacios vacíos, cuando los había.

En uno de los textos que escribió para Palabra, una crítica a una obra de teatro, Raúl Trejo escribió: “El concepto tradicional de los medios de comunicación tiene que acabar. Deben expresar necesidades reales, existentes. El teatro, como lo conocemos, se vuelve obsoleto. El teatro no necesita acción, necesita verdad” Pedía a los lectores que fueran a ver la obra. “Prepárate a encontrarte con la realidad. Y en cierta forma, hay que ser valientes para aceptarla”. Su reseña tuvo tal éxito que en la prepa se organizó una ida colectiva para verla.

En aquel año, el periódico estudiantil se convirtió en una alternativa política a las organizaciones tradicionales de los preparatorianos, porque habíamos organizado distintos eventos. El cuarto poder. Entre lo que organizamos estuvo un concurso de ensayo. Raúl lo ganó a toda ley (de hecho, era el único texto digno de ser considerado como un ensayo). El título de aquel pequeño ensayo era “La Galaxia McLuhan”. El preparatoriano analizaba los textos del famoso teórico de la comunicación, la relación entre la información y la tecnología, los procesos de globalización (“la aldea global”), la diferencia entre “medios fríos” y “medios calientes”. Todos estos temas de impacto social, y los que se acumularon con ulteriores desarrollos tecnológicos, han sido materia fundamental de trabajo a lo largo de la vida y la fructífera obra de Trejo Delarbre.

En esa época, a Raúl Velasco, conductor del programa Siempre en Domingo, se le ocurrió hacer un concurso mensual de ensayo entre jóvenes menores de 18 años. Tema libre. Como premio, dos dotaciones de libros: una para el ganador; otra, para la institución que él quisiera. A Raúl se le ocurrió concursar con otro ensayo sobre medios de comunicación, así es esto de la vocación. Porsupuesto, resultó triunfador. Me invitó a ir con él a recoger el premio. Tomamos el Metro y recalamos en una oficina en Río de la Loza, donde nos esperaba, afable, Míster Televisión. Igualito que en la pantalla: camisa colorida de solapas anchas, lentes cuadrados de pasta, sonrisa perfecta. Nos recibió. Felicitó a Raúl. Se echó un rollo acerca de la importancia de que la juventud contribuyera al progreso del país. Y luego nos soltó una noticia. Se dirigió a Raúl:

Lo siento, pero, a diferencia de otros concursantes, tú no vas a poder recoger el diploma en el programa.

“Ustedes entienden”, dijo, a guisa de explicación, al ver nuestra cara de extrañeza. Era el viernes 18 de junio de 1971. Ocho días después de la matanza del Jueves de Corpus.

Raúl, con la calma y la cabalidad que le caracterizan, respondió, en voz suave pero firme: 

- Entonces usted tiene miedo de que yo diga algo.

Velasco soltó una risa-mueca: ¿Miedo? ¡No, cómo crees! Son las circunstancias. Comprende. No es momento para presentar a los jóvenes.

Raúl lanzó a su vez una sonrisa, que quise ver como irónica. “Somos peligrosos, entonces”, dijo. Le ofreció la mano a Velasco, que ahora sí sonrió con anchura y procedió a entregarnos los libros del premio. Unos 40, de saldos viejísimos, sacados de alguna bodega polvosa.

Saliendo de la prepa, Raúl se embarcó en otro proyecto protoperiodístico con su cómplice de siempre y con otro cuate nuestro, Hermann Bellinghausen. Un “periódico”, impreso en mimeógrafo, con pretensiones múltiples. Análisis de la guerrilla en México, de las costumbres de la clase media, de la situación internacional (un larguísimo ensayo titulado “El sionismo y los árabes”), crítica de cine, poesía, una suerte de columna crítica y varias cosillas de humor. Como pretendíamos haber superado nuestra etapa más lírica, el periodiquito se llamó Análisis.

Lo vendíamos –a un precio absurdo: 40 centavos, y nos costaba 30 el ejemplar- en escuelas y universidades privadas, en la UNAM, en la Zona Rosa y Coyoacán. Años después, en su libro La Prensa Marginal, Raúl describiría ese esfuerzo adolescente como un acto de catarsis. En efecto, así era. Pero catarsis individual o no, un policía me correteó en la Zona Rosa: intuyó que estaba distribuyendo material peligroso. Tiramos tres números de 300 ejemplares (de los cuales hemos de haber vendido menos de cien, en promedio).

Raúl, claro está, tenía razón en aquello de la catarsis, en el sentido de que, a través de ese y otros proyectos, sacábamos la inconformidad que traíamos dentro. Y hay que decir que Raúl siempre fue un gran inconforme. Un rebelde que escaneaba la realidad, la veía defectuosa e injusta, la describía con precisión y la criticaba. Así desde entonces.

¿Qué tan periodista era ese periodista adolescente? Una ocasión quisimos formar un grupo político-cultural con unos cuates de varios orígenes, y aquello acabó en una reunión en la que todos escuchábamos rock, varios fumábamos, otros fajaban, Pablo se le pasó clavado en un foco azul que tenía yo en la esquina de mi cuarto… y Raúl nos entrevistaba, preguntando acerca de las sensaciones de la pachequez.

¿Y por qué era tan periodista? Porque siempre se preguntaba el por qué de las cosas. Ante una realidad como la de aquel entonces (estoy hablando de los últimos años de Díaz Ordaz y los primeros de Echeverría), en donde la represión política era el pan de cada día y buena parte de la sociedad, aferrada a su conservadurismo, rechazaba a los jóvenes y sus apuestas culturales, entre ellos nacían naturalmente muchas preguntas, muchos “¿Por qué?”. Esas preguntas animaban siempre las inquietudes vitales de Raúl.

Ya cuando estábamos en la UNAM, se nos ocurrió otro proyecto editorial marginal: un periódico de crítica cultural y reseña de espectáculos, una versión proletaria (por no decir tercermundista) de la revista Cue. Para entonces ya éramos bien cinéfilos y Raúl llegó a aventarse más de diez películas por semana.

Los cómplices fueron los mismos. Raúl, quien para entonces ya había desarrollado una larga greña, había instalado con un par de cuates de Políticas una agencia informativa sobre los asuntos y las grillas de la UNAM, que se llamaba Inforuni, -y que ya tenía oficinas, en el edificio de Insurgentes 300- y Hermann, siempre dispuesto a soltar la pluma. A ellos se agregó un cuate mío de Economía, muy cinéfilo, José Luís García Agraz, quien dejaría economía por el cine y años después fuera el primero en darle chamba a Alfonso Cuarón.

La intención era hacer algo más serio que nuestros esfuerzos anteriores, con 300 pesotes de inversión. Esta vez venderíamos el producto al doble de su costo, e iríamos mejorando la impresión, número por número. El mimeógrafo de Inforuni era mejor y mucho más rápido que el personal de Raúl Trejo, pero soltaba demasiada tinta, lo que dio como resultado un número grande de hojas perdidas. Imprimimos varios cientos de ejemplares –no recuerdo cuántos-, pero muchos de ellos tenían hojas casi ilegibles.
El número uno de Lapsus tenía –entre otras cosas- una reseña de Trejo sobre “El Padrino”, yo escribí sobre “Simpatía por el Diablo”, la película de Godard y los Stones, y sobre “Ginecomaquia”, una obra de teatro de Hugo Hiriart; una crónica de Hermann de dos conciertos de Mercedes Sosa: en el Auditorio Che Guevara y en Bellas Artes (donde “se equivocó de choza”, según Bellinghausen) y la primera parte de un ensayo de García Agraz sobre el nuevo cine latinoamericano. Nuestro principal centro de venta fue la Casa del Lago, en Chapultepec. Nos fue más o menos bien, pero resultó demasiada chinga: casi una semana de trabajo y un día entero de distribución para salir a mano, si acaso. Nuestra vocación de promotores alternativos de la cultura no daba para tanto. El número uno de Lapsus fue el único.

Raúl dejaba la adolescencia. Dejaba también la casa paterna. Pero seguiría embarcado en una buena cantidad de proyectos periodísticos y en el análisis profundo del papel social de los medios de comunicación y su evolución tecnológica y de contenidos. A lo largo de su vida, Raúl caminaría más rápido de lo que ha corrido, con paso firme y dirección atinada. Este retrato da cuenta de una vocación y de un carácter crítico. Me hubiera gustado que diera cuenta también, o de mejor forma, de la persona siempre amable, siempre puntual, siempre solidaria que era el joven Raúl Trejo, de cómo esos valores de su persona han sido inmarcesibles.


Raúl Trejo, aniversario y justo homenaje

Tengo el privilegio de ser amigo de Raúl Trejo Delarbre desde hace más de medio siglo. Desde entonces, cuando era adolescente, dos cosas lo caracterizaban: una vocación muy definida por la comunicación y el periodismo, y una profunda convicción moral, de compromiso con la justicia y con la verdad.

A lo largo de las décadas, Trejo ha cumplido al menos tres tareas de gran relevancia para el país. Como luchador por la democracia, iniciando desde la izquierda sindical y pasando por la partidista. Como académico, docente reconocido por sus alumnos, e investigador, autor de una enorme cantidad de textos y libros que hoy son referencia necesaria para entender la evolución de los medios de comunicación en México y el mundo. Como periodista en distintos medios, ya sea como colaborador de opinión que como jefe de redacción o director de suplementos y revistas. En todas ellas lo ha hecho sin ceder un ápice en sus convicciones, pero siempre apoyándose en argumentos difícilmente rebatibles.

Hago sólo una selección de memoria de algunos de los libros que pueblan el “estante Raúl Trejo de mi biblioteca”. La Prensa Marginal, el primero, que habla sobre la prensa de la izquierda política, sindical y social en los tiempos en los que la libertad de expresión estaba sumamente acotada; la serie sobre poderes fácticos que empezó con los libros sobre Televisa, El Quinto Poder, Las Redes de Televisa, así como Mediocracia sin Mediaciones. Fue pionero en español en el análisis del impacto de internet sobre medios y nuevas formas de comunicación, con La Nueva Alfombra Mágica y Viviendo en el Aleph, en un tema sobre el cual ha seguido elaborando. Tiene varios sobre ética y medios, sobre la relación entre el poder político y la prensa, sobre historia del movimiento obrero, sobre asuntos de coyuntura política… y en todos domina lo que es el título de otro de sus libros: un Alegato por la Deliberación Pública, un bien necesario que se está perdiendo, como se pierde también el periodismo tradicional, situación que Trejo disecciona en su reciente Adiós a los Medios. Finalmente, hay varios libros y textos importantes suyos sobre el populismo: el más reciente, Posverdad, Populismo, Pandemia. De veras, toda una biblioteca.

Y en la prensa cotidiana destaco algunos hechos. Raúl empezó a escribir columnas de opinión en diarios nacionales cuando tenía poco más de 20 años (fue en El Sol de México, cuando lo dirigía Benjamín Wong), fue convocante y fundador de La Jornada, donde escribió cotidianamente varios años, dirigió -entre otros- el suplemento Política, durante los años más fructíferos de El Nacional, fundó y dirigió en su primera época la revista etcétera, fue columnista de Crónica en su fundación y -salvo un interregno- ésta ha sido su casa editorial por mucho tiempo. Sus artículos destacan por la claridad, por un cierto afán didáctico, pero, sobre todo, porque siempre están sustentados en datos. Trejo no vuela, ni tira dardos al aire.

Es para mí motivo de orgullo que escriba aquí. Todavía más lo es, que sea mi amigo.

Este lunes fue cumpleaños de Raúl, un número redondo. Para homenajearlo, amigos y colegas hemos colaborado para un libro colectivo, que lo describe desde muchos ángulos. Raúl Trejo Delarbre, 70 años, una celebración. De seguro nos quedamos cortos.

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