viernes, noviembre 08, 2019

Los teúles y el landaburismo


Hoy, 8 de noviembre de 2019, se cumplen 500 años de la llegada de Hernán Cortés a la Gran Tenochtitlan.
En ese momento de historia, ninguno sabía lo que vendría después, aunque ciertas cosas eran imposibles de evitar.
A continuación, una ucronía:

Los teúles y el landaburismo

Estábamos limpiando un departamento que habíamos rentado a un tipo estrafalario, un investigador inglés que dejó una gruesa capa de polvo en la alfombra, una cantidad homérica de cochambre en la cocina y, extrañamente, varios legajos de papeles debajo del escritorio, que adornó con quemaduras de cigarro en las esquinas.

Al abrir los papeles, encontré uno que tenía un escudo extraño, propio de una universidad. Decía Universidad Nacional de México, pero no era el de la UNAM. Era, al parecer, un ensayo-examen, y el nombre del inquilino inglés era el del profesor.

Este es el texto:


Universidad Nacional de México
Facultad de Historia y Literatura

Ensayo sobre “El laberinto de los espejos”, de José Irineo Paz 
por Antonio Xolalpa
7º semestre
Profesor: John R. Gentel

En este libro, José Irineo Paz borda sobre el doblez como característica principal del mexicano, y señala que la tradición de la traición –que, a fin de cuentas es la traición a nosotros mismos- es algo que nos ha impedido vernos correctamente ante el espejo y ha baldado el desarrollo de nuestro país

A mi entender, Paz deja en un lugar secundario al padre Iñaki Landáburu, a pesar de que le concede ser el autor original del juego de espejos en el que nos perdimos los mexicanos, a partir del famoso hecho de la superposición de imágenes en el Templo Mayor y de proponerlo como el iniciador del sincretismo que distingue la cultura popular y, en palabras de Paz, “es la nota central de la armonía mexicana”.

 Landáburu es eso, y más. Intentaré explicar por qué.

Recordemos el papel de Landáburu en la historia nacional. Él era un fraile de origen vasco que acompañó a Cortés en su expedición, y que fue cobrando influencia creciente, a partir de su rapidez para aprender la lengua indígena y para conocer su cosmogonía.

Es sabido que Landáburu consideraba algo que fue retomado por los jesuitas décadas después: que Dios se había presentado en todas partes del mundo y ante todas las culturas. A diferencia de los teúles de a pie, que consideraban como demonios a todas las divinidades náhuatle, Landáburu distinguió entre aquellas “positivas”, que traían el único mensaje divino (mensaje único, pero con distintas formas y lenguajes) y las “negativas”, que no podían ser, esas sí, sino producto de las maquinaciones del diablo. Los náhuatle no eran meros idólatras, eran humanos confundidos por Lucifer, que los instaba a no distinguir el bien –que, como a todos los demás humanos, se les había revelado- del mal. En ese sentido, la visión de Landáburu, al mismo tiempo que otorgaba plenamente el carácter de humanos a los náhuatle, los colocaba en una etapa previa de desarrollo: no habían probado la fruta del bien y del mal, pero eso había sido aprovechado por el diablo para tratar de conquistar su paraíso terrenal. Eran para él como el “buen salvaje” que después desarrollara Rousseau, a pesar de su cosmogonía compleja y sangrienta.

También sabemos que Landáburu tenía en común con Hernán Cortés su enorme pragmatismo político, aunque tuvieran objetivos distintos. Si uno quería convertirse en emperador de las tierras nuevas, el otro entendía la llegada de los teúles como una misión civilizatoria encomendada por la Divina Providencia. Mientras el fraile se adelanta a Loyola y entiende en su tarea “todo modo, todo modo para buscar y hallar la voluntad divina”, el guerrero la replica como “todo modo, todo modo para buscar y hallar el poder temporal”. Cuando ambos comprenden que sus objetivos –y sobre todo su filosofía del método- no están distanciados, se forja la primera de las muchas alianzas inestables que han construido la historia política y cultural de nuestro país.

Todos sabemos que un momento decisivo de la invasión de los teúles es cuando a Cortés –que tiene prisionero a Motecuhzoma, pero se sabe incapaz de derrotar militarmente a los aztecas- es avisado de que ha llegado a las costas orientales una expedición punitiva proveniente de Cuba, encabezada por Pánfilo de Narváez. Cuando se dispone a dejar Tenochtitlan y enfrentarse a los enviados de Velázquez, le llega información más completa: quienes arribaron a Veracruz son apenas una veintena de náufragos, pues los navíos de Narváez se hundieron ante una tormenta. Los supervivientes relatan que se preparan más despachos en su contra y se dicen dispuestos a unirse a las fuerzas teúles. La Divina Providencia ha actuado, para prevenir a Cortés en su plan de dominio y a Landáburu, en su misión. Entonces Cortés sabe que tiene el tiempo contado y hace tres cosas: envía a su fiel Pedro de Alvarado a Veracruz, para fortificar las resistencias ante la inminencia de otras invasiones ordenadas por Velázquez; escribe su segunda y última Carta de Relación en la que, si bien entre adulaciones, exige al rey que lo nombre Adelantado de la Nueva España; y, la más riesgosa, prepara –junto con Landáburu, o guiado por el propio fraile- su golpe maestro: la superposición de imágenes en la ceremonia conocida popularmente como “la decapitación de Huitzilopochtil”. Se jugaba toda la invasión en una carta: un albur de vida o muerte. Para él y para la nación que formaría.  

Se conocen al menos tres versiones distintas acerca de la irrepetible ceremonia que tramaron los teúles para forzar a los aztecas a una alianza. Todas, sin embargo, coinciden en sus aspectos fundamentales: la presencia de todo el contingente español en la Plaza Mayor, ostensiblemente armado, así como de un nutrido grupo de tlaxcaltecas; la arenga en náhuatl de Landáburu (o la traducción de Malintzi a la arenga), en la que proclamaba que los teúles eran enviados de Quetzalcoátl, el único Dios, que había derrotado en los cielos a las demás deidades; luego (hay diferencias sobre en qué orden) la portación al templo de la imagen de Quetzalcóatl, junto con una cruz, la decapitación de los principales sacerdotes de Tláloc, Tezcatlipoca y Huizilopochtli y la destrucción de las imágenes de los dioses caídos, entre los gritos de “Christus vincit!, Christus regnat! Christus imperat!” de parte de los soldados téules, que blandían sus espadas relucientes y los de “¡Quet-zal-coátl!”, que pronunciaban los tlaxcaltecas y, al parecer, un número creciente de mexicas; acto seguido, la postración del huey tlatoani y del teúl mayor ante la cruz, y finalmente, la repartición de amarantos –por primera vez pegados con miel y pintados con cochinilla- entre la población. No sabemos quiénes de los asistentes quedaron más impresionados con lo sucedido.

Se dan, a partir de ahí, dos procesos paralelos. Uno es el político, que conlleva la generación de alianzas, que son inestables tanto entre los integrantes como por las disidencias dentro de los mismos. Los teúles tuvieron que vérselas con soldados inconformes con su parte y conquistadores ávidos de poder (ejecuciones de Cristóbal de Olid y de Villasana); los aztecas, con la rebelión de Cuitláhuac, ahogada en sangre, y la debilidad de Motecuhzoma (cuya oportuna muerte, y sustitución por Coanacoch facilitó la consolidación de la alianza) y los tlaxcaltecas, con la insuficiente venganza sobre sus anteriores opresores (ejecución de Xicoténcatl, el Joven).  Esta inestabilidad es todavía mayor cuando se integra, de manera casi forzosa un cuarto miembro, el más problemático: los purépechas. Cortés establece el sistema polisinodial, o de concejos concéntricos, que forman una confederación aparente, en la que Cortés funciona como primus inter paris, pero que en realidad es un imperio dirigido por el teúl mayor.

El otro proceso es cultural y religioso, y lo encabeza un hiperactivo Landáburu. El vasco se da cuenta de que no puede imponer el monoteísmo con facilidad y salva a algunas deidades de la purga, convirtiéndolas en santos, a partir de semejanzas elementales. Su gran obra es la creación de María-Tonantzin, que genera, desde el comienzo, una enorme veneración popular.

Sobre estos aspectos de la historia, José Irineo Paz subraya, en lo político, los aspectos negativos y, en lo cultural-religioso, los positivos. Y una de sus tesis centrales es que la identidad mexicana se da a partir de esa contradicción.

En lo primero, hace hincapié en la inestabilidad de las alianzas, en los constantes escarceos y amenazas de ruptura, que cobrarían la primera de sus muchas facturas en la guerra entre teúles y conquistadores. Deja en segundo plano, cubierta apenas por una frase entre signos de admiración, la extraordinaria habilidad estratégica requerida para que un grupo minoritario y extranjero se convirtiera, al mismo tiempo en el aglutinante y en el dominador de tres naciones que habían vivido por décadas entre el odio y las matanzas. 

Su horrorizada admiración por la ceremonia deicida de sustitución de imágenes, a la que compara con las bombas atómicas en Osaka y Kyoto (“sacrificios humanos para que no vuelva a haber sacrificios humanos”) no da cuenta de que eso precisamente es uno de los logros de ese periodo. Haber demostrado que culturas diferentes podían unirse con (relativamente) poca sangre.

Es posible que la comparación se deba a la cercanía que hay entre las explosiones nucleares (1945) y la publicación de El Laberinto de los Espejos (1951). Otros autores contemporáneos a Paz caen, ellos sí, en errores gravísimos, como López Xocotoxtle, quien, en México, Imperio de la Imagen (1954) compara la ceremonia de sustitución de imágenes con los actos propagandísticos de Goebbels en Alemania, sin percatarse de que una tenía como objetivo unir a los diversos y los otros, separar a los nazis de la humanidad.

Paz señala, con razón, que el sincretismo es un elemento axial en la identidad nacional, que todo intento por acabar con el espíritu de la nación pasa por atacar el sincretismo (el ejemplo de la breve prohibición novohispana del amaranto da muestra de ello), y también afirma que, por lo mismo, la visión que tenemos de nosotros mismos está finamente deformada (es maravilloso el inicio del libro, con el autor que pasea por la galería de espejos distorsionantes en Chapultepec), pero sostiene que –a pesar de ello, o precisamente por ello- es lo que nos une: que nuestra tarea es intentar escudriñar el espejo, para que nos demuestre y nos revele que somos duales. Que somos ave y serpiente. El problema es que esa dualidad nos es enseñada, aunque sea de dientes para afuera, desde la escuela elemental. Y que hay otra dualidad que nos corroe: la desconfianza, el temor al conquistador, que también puede estar entre nosotros, ser nuestro vecino, nuestro amigo, nuestro hermano, nosotros mismos.

Sabemos que tras el silencio del rey de España, y la proclamación unilateral de Cortés como tlatoani, teúles y anahuacas resistieron diversos embates de los españoles. Sabemos de la heroica muerte de Alvarado en el puerto que hoy lleva su nombre,  De la invasión de los Montejo a Mayapán, que sólo fructificó cuando la viruela diezmó a la población local. De la traición purépecha, al aliarse con Nuño de Guzmán, y de la traición del conquistador a su aliado indígena. De la resistencia a muerte de Cortés en su cali de Cuauhnáuac –adonde había trasladado la capital del imperio, dicen unos que porque se sentía más seguro; otros, que para salvaguardar la belleza de Tenochtitlan, porque sabía que sería derrotado por los españoles-. De la huida de Landáburu hacia el sur, su captura, tortura y muerte (y de las leyendas que surgieron posteriormente, desde la negación del hecho y la profecía que retornaría, ahora, por las aguas de Occidente, hasta el falso hallazgo de sus restos, en Ixcateopan, por la antropóloga Xóchitl Guzmán). Sin embargo, el hilo conductor de la guerra entre teúles y conquistadores fueron los constantes cambios de bando de los capitanes españoles, pero también de los caciques indígenas, según a donde soplara el viento de esa guerra.

Una guerra cruenta y prolongada, en la que habría que preguntarse si fueron las traiciones y divisiones o fue la llegada mortífera de la viruela, lo que decidió, al final el vencedor.

José Irineo Paz se inclina por lo primero. No toma en cuenta dos factores fundamentales: que la conquista a sangre y fuego de las capitales anahuacas no evitó que se mantuvieran bolsones de resistencia, de forma que los españoles nunca tuvieron control total del territorio, y que Martín Cortés, el Primer Mestizo, pudo agrupar a su alrededor a contingentes de las cuatro fuerzas que formaron la alianza original, expulsar temporalmente a los conquistadores de Tenochtitlan y de Cuauhnáuac y restablecer el sistema polisinodial.

El resquebrajamiento de las alianzas se da por dos vías: la militar, con la insistencia de las fuerzas españolas, que atacaban desde el frente chichimeca y el maya, y la económica, por la mortandad causada por la epidemia de viruela de 1568, que despobló los campos, disminuyó a los ejércitos y redujo enormemente la provisión de suministros. Este elemento económico es dejado de lado por varios historiadores –notablemente Violeta Reyes Perea (1988:124), quien argumenta que, en las escaramuzas de la década de 1560, era esencial la posición que tomaran los caciques de una nación purépecha ya dividida, porque eran quienes mejor aprendieron a forjar los metales de guerra, y su rival Cuauhtleco Vaqui, (1986:56), que a su vez ubica como estratégica la posición de los tlaxcaltecas, por su acceso al volcán para la fabricación de pólvora- y sostiene que el hambre, la falta de brazos y la inviabilidad del sistema económico explican en buena medida por qué, a final de cuentas, todos los integrantes de la alianza terminaron por rendirse, cambiar de bando o sucumbir.

También es necesario recordar que hubo varias deserciones del lado de los españoles, que se pasaron al bando de los teúles. Ha de haber sido extraño para ellos combatir contra ejércitos mixtos, que –junto con banderas indígenas- llevaban cruces, imágenes de vírgenes e invocaban al apóstol Santiago. 

El caso es que la región del Anáhuac no pudo ser pacificada hasta fines del siglo XVI y aún así, en el virreinato de la Nueva España se sucedieron conjuras. Recordemos que la de 1642 terminó con el apresamiento y el traslado en grilletes a España del gran escritor Juan de Asbaje, gloria de las lenguas castellana y náhuatl (la historia es abordada por el propio Paz en su monumental: “Juan de Asbaje y las Trampas de la Política”, que no es tema de este trabajo).

La pregunta a hacerse es si las conjuras y la inestabilidad no eran algo connatural a una convivencia política muy complicada entre la elite peninsular y la criollo-mestiza, que a menudo coqueteaba con el landaburismo. Si las traiciones constantes de uno y otro bando no obedecían a un instinto de supervivencia en la lucha entre un virreinato particularmente cruel y una oposición cultural fuerte, resistente y que en ocasiones encontraba que al virrey en turno le entraba la tentación cortesiana de cortar lazos con la Madre Patria… hasta que era defenestrado.

También queda claro que la división se mantiene en el siglo XIX. A pesar de que el grueso de las revueltas durante el virreinato es organizado por los nostálgicos de la Cuádruple Alianza y los landaburistas, quienes son capaces de iniciar y consumar la independencia son los criollos más españolados que no casualmente se asentaban en el antiguo Tzinzunzan. Sólo una solución de compromiso lleva como primer Presidente a don Miguel Hidalgo –sacerdote y michoacano, sí, pero ilustrado, educado por jesuitas y landaburista en términos culturales-  y, sabemos bien, el compromiso dura poco, con la Asonada de Valladolid, el entronizamiento de Iturbide y la posterior Guerra Breve.

¿Qué sigue? Una sucesión de disputas que aprovechan los Estados Unidos para arrebatarle, primero Texas y luego Nuevo México y Arizona a los mexicanos. José Irineo Paz resuelve el asunto con una lograda –en términos poéticos- imagen de mexicanos peleando contra el espejo en el que no se quieren reconocer, mientras el enemigo, que sí se conoce a sí mismo y tiene objetivos claros, les arrebata partes de su ser. A esa imagen se le puede oponer la de la exitosa resistencia californiana a los invasores yanquis –y tal vez no sobre recordar que, a pesar de la escasa presencia indígena, California ha sido siempre bastión cultural del landaburismo jesuítico-.

En resumen, considero que la visión de Paz, a pesar de varios párrafos muy logrados, peca de pesimista. Si bien, una parte de la nación mexicana se ha debatido históricamente en confrontaciones fratricidas –a veces mediadas por la política, a veces por la guerra-, otra parte importante de la nación ha logrado niveles notables de integración social. Hay una tensión cultural constante, aunque a ratos soterrada, entre el noroeste, desde San Francisco hasta Cajeme y el resto del país, señaladamente la cultura de la zona occidental y del sur. En la primera, sostengo, predomina la visión landaburista, heredera de la alianza entre los teúles y las culturas aliadas; en la segunda, el juego de espejos y traiciones, de herencia purépecha y conquistadora.

No se confunda, quisiera señalar, este comentario escrito de un simple estudiante, como una arenga política a favor del candidato Daniel Colosio, del Partido Popular, por el mero hecho de que es sonorense. Paz escribió hace más de medio siglo, en tiempos del partido único, pero el hecho de que hoy haya tres partidos nacionales, pero cada uno con clarísimas influencias regionales, muestra los efectos de esta dicotomía cultural, a la que el autor no le quiso dar el peso correcto. Mientras las disputas internas predominan en los partidos hegemónicos en el Sur-occidente y Golfo-sureste, cuyos políticos, sean Liberal-Demócratas o Municipalistas, practican el transformismo, las propuestas unificadoras de los populares son ejemplo del landaburismo puesto en práctica política moderna.

México, Anáhuac, 8 de noviembre de 2018


Confieso que no supe qué país me iba a encontrar al salir del departamento.


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