jueves, abril 11, 2019

El estadio purificador y el hombre bueno

A continuación dos textos de coyuntura sobre Andrés Manuel López Obrador.

El estadio y la purificación


En estos días, con motivo de las rechiflas y abucheos que recibían gobernadores de oposición durante las giras del presidente López Obrador, se recordó que, durante la marcha por el desafuero de 2005, AMLO invitó como orador a Porfirio Muñoz Ledo, quien fue recibido con chiflidos y abucheos. Ante el reclamo del trato, López Obrador habría respondido: “la plaza purifica”.

En esa imagen, la plaza se hace equivalente al Pueblo. Y la purificación consiste en hacer pasar al político por el purgatorio del rechazo popular, para que se le bajen los humos y tenga la humildad necesaria.

En realidad, la plaza siempre tiende al comportamiento simple y exaltado. Es parte de la psicología de las masas. Y, salvo en el caso de los mítines políticos, donde lo central es la identificación con el líder, normalmente la actitud es la de contrariar al poder establecido.

Basta ir al Zócalo un 15 de septiembre para atestiguarlo. No importa quién sea el Presidente y tampoco importa que se trate de un acto cívico. Apenas aparece en el balcón, se lleva tremenda rechifla. ¿Por qué? Porque está ahí arriba, en la sede del Poder. La maravilla de esa ceremonia, es que apenas empieza el Grito, la masa cambia, se une para identificarse, ahora, en la nacionalidad y el orgullo de ser mexicanos. Son dos momentos de catarsis.

Y basta asistir a un encuentro deportivo, donde el motivo de reunión es otro, para constatar que no hay político o mandatario que supere la prueba del estadio. Le pasó a Díaz Ordaz en las inauguraciones olímpica y mundialista de 1968 y 1970; le pasó a De la Madrid en el Mundial del 86, a Calderón en la inauguración del estadio de Torreón. Y a políticos de menor rango, les ha ido todavía peor: fue el caso de los entonces secretarios Santiago Creel, en 2002, al dar el banderazo de la carrera de IndyCar y Agustín Carstens, al lanzar la primera bola del Clásico Mundial de Beisbol en 2009. Cuauhtémoc Cárdenas, siendo jefe de gobierno, se tuvo que tragar un rato largo de abucheos cuando fue a la plaza de toros.

El asunto es muy sencillo. A la gente no le gusta –y menos a la masa– que los políticos se monten en un evento que no es primordialmente político. No importa si es parte del protocolo.

A Andrés Manuel López Obrador le pasó lo mismo que a sus antecesores en la inauguración del Estadio Alfredo Harp Helú. De hecho no es noticia que en un estadio se abuchee a un político. Lo que resultó noticioso fue la reacción y la molestia que siguieron.

López Obrador ha encabezado cientos de mítines políticos, chicos, grandes y gigantes, y en todos ellos, por su naturaleza, ha visto a las masas fusionarse con él. Es de imaginarse que suponía que esta vez, a pesar de tratarse de un evento de otra naturaleza, sucedería lo mismo.

AMLO no fue el único que lo pensó así. Rumbo al nuevo estadio de los Diablos, había vendedores ambulantes que ofrecían, sin éxito, banderas de apoyo a la lucha contra el huachicol; otros intentaban vender pejeluches (los muñequitos con la caricatura amable de López Obrador); otros más, gorras de “Me Canso Ganso”, que supongo son el equivalente mexicano a las de “Make America Great Again”, que portan los simpatizantes trumpistas.

En otras palabras, había quien imaginaba que la inauguración de ese inmueble sería como otro mitin político, y que López Obrador sería la estrella del partido.

El cálculo era errado. Aunque el Presidente recibió algunos aplausos y hubo muchos que guardaron silencio, López Obrador fue abucheado, silbado e insultado por la mayoría de los asistentes. La masa lo bajó del cielo y lo colocó a la altura de los humanos. La de prácticamente todos los políticos del mundo.

El problema es que, en la magia de su popularidad, AMLO creía estar por encima de todos ellos, por encima de la historia.

Así, tuvimos el gesto inédito de un Presidente que condenara al público llamándolo, “porra del equipo fifí”, recordara que “la mayoría está a favor del cambio” y advirtiera que “los seguiré controlando, lanzándoles pejemoñas, rectas de 95 millas”.

Sí, un Presidente que vio al estadio como el adversario y no se lo calló.

Cierto, el público era mayoritariamente clasemediero. Y esas no son las bases de López Obrador, quien de seguro sigue teniendo aprobación mayoritaria en las encuestas. Pero es exactamente el mismo tipo de público que chifló y abucheó a sus predecesores priistas y panistas en circunstancias similares. Aquellos tuvieron la prudencia de asumir el golpe al ego; Andrés Manuel, no.

No sólo eso. En el breve discurso dejó claro que ve a una parte de los ciudadanos, a los que no concuerdan con su gobierno, no como parte de la nación, sino como miembros de un equipo contrario. De hecho dio a entender que los aficionados ni siquiera están “a favor del rey de los deportes”. Es un mal síntoma.

Y otro mal síntoma es la reacción en redes de algunos de los seguidores más enfebrecidos de AMLO. Unos negando lo evidente; otros, imaginando complots y acarreos… en fin.

Uno pensaría que, como la plaza, el estadio purifica. Pero no. Hay quien se considera tan puro que no requiere de esos sanos baños de realidad.


El hombre bueno que reparte y sus torpes opositores


Hay un problema con la oposición al lopezobradorismo. No atina a entender cuáles son las fallas de fondo del gobierno, le tira a lo que se mueva y, en el camino, deja ver una idea de país que es precisamente contra lo que votaron 30 millones de mexicanos.

Va un ejemplo reciente. Distintos grupos de jóvenes beneficiados por los apoyos a los estudiantes de educación media superior presumieron en redes sociales el dinerito que habían cobrado (convenientemente en Banco Azteca), luego de haber recibido la orden de pago en un sobrecito (convenientemente en color rojo-Morena). Por ese atrevimiento, recibieron una andanada de críticas y ataques, y una tonelada de memes.

¿En qué consistían esos ataques? En decir que no eran merecedores de ese dinero, que se estaban llevando injustamente los impuestos de los mexicanos que sí trabajan, que son unos güevones y mediocres. Que las van a gastar en estupideces, y se van a embarazar si son del Conalep. Que la gente de bien se paga sus estudios dándole duro al trabajo, porque el dinero se trabaja y se suda, sin aceptar ningún regalo del gobierno.

Resulta por lo menos curioso, porque hace décadas que los distintos niveles de gobierno en México han otorgado becas –no siempre ligadas al desempeño académico- a estudiantes, algunos de los cuales no las requieren para cubrir sus necesidades elementales (es decir, su dilema no está entre la beca y la deserción). También, porque llevamos al menos un cuarto de siglo con programas de apoyo directo a la población vulnerable, en la que la única exigencia, en materia escolar, es que los niños se mantengan en la escuela. Y porque, sin ir más lejos, uno de los candidatos contra los que compitió López Obrador, el frentista Ricardo Anaya, propuso en campaña algo más radical: el ingreso básico universal, garantizado a cada mexicano.

Pareciera, para una parte de esos críticos, que lo ideal es que no haya transferencias masivas, y que cada quien se rasque con sus uñas, si lo permite el mercado. Que el pobre se esfuerce el doble o el triple para intentar salir, aunque no salga, porque en el fondo es un flojo. Para otros, debería fijarse un mecanismo que determine en qué se pueden gastar el dinero los becarios, porque hay gastos morales –como los libros- e inmorales –como una cervecita- y las buenas conciencias deben decir cuál es cuál, porque los pobres, ya se sabe, van a derrochar… y por eso no salen.

Por eso no extraña que hayan sido los jovencitos, más que quienes controlan el programa, el objeto de las burlas y las críticas. El mensaje es que, si son pobres, deben aprender que ese es su lugar y si les dan dinero, deben saber son unos mantenidos. En esa lógica, el mérito y los beneficios deben ser sólo para los estudiantes de excelencia… y también para aquellos cuyos padres les pueden pagar la carrera en una escuela privada. 

Evidentemente, los apoyos económicos que distribuye el gobierno no tienen qué ver con merecimientos académicos. Una parte de la intención es igualadora: distribuir el mismo dinero a familias con diferentes ingresos tiene un efecto positivo mayor en quienes menos tienen. Ahí la pregunta relevante es si se trata de un mecanismo idóneo para democratizar los ingresos.

Esto nos debería llevar a discutir acerca del efecto real de las transferencias directas en la distribución del ingreso, dada cuenta de que se han llevado recursos de otros rubros del gasto público. Y debería terminar en un debate acerca de la mayor o menor urgencia de una reforma fiscal en el corto plazo (porque en el mediano, es seguro que tendrá que venir, por mera necesidad).

La otra parte de la intención es política, y esta es la que debe ser motivo de la crítica.

Hay un claro intento de simbiosis entre los distintos apoyos que da el gobierno federal y la imagen del presidente López Obrador. La idea detrás, que está hasta en el color de los sobres, es que es el bueno de Andrés Manuel quien está otorgando los recursos. Y hay que ser agradecidos con quien ayuda.

En ese sentido, hay una suerte de juego perverso, en el que los propagandistas del régimen se acomunan con sus críticos más derechistas. ¿Qué dice este juego? Que en realidad no mereces la beca o el apoyo, el gobierno que te los otorga es magnánimo, porque está encabezado por una persona de buen corazón. Funcionó en su momento con los adultos mayores ¿por qué no habría de funcionar ahora?

Así que hay dos razones para poner en tela de juicio las becas masivas. Una es preguntarse si en realidad van a tener el efecto redistributivo que presumen. Otra, su uso político-clientelar.

Lo que no se vale es darse golpes de pecho acerca del destino de los impuestos (finalmente sí es gasto social, y eso es mejor a que se cuelen los millones en sobreprecios de obras fantasma de infraestructura), de los beneficios del sudor de la frente para ganarse el pan y, sobre todo, acerca del mérito, cuando nunca se ha tratado de eso y cuando es muy fácil llenarse la boca con esa palabra desde posiciones de privilegio.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No hay defensa posible sobre el programa de becas a alumnos de media superior, por lo menos desde que se implmentó el programa solidaridad el dinero se les daba a los padres de familia y no a los hijos, además en teoría era dado solo a los que más lo necesitaban.

Este programa no es ningún "igualdor" ni mucho menos es compra de votos y de la forma más irresponsable posible, y sí debería haber algún candado para que el dinero no se lo gasten en alcohol, drogas o apuestas, debería funcionar como los vales de despensa.