miércoles, noviembre 08, 2017

La Revolución Rusa y las hormigas alucinadas

Hay quien considera que el siglo XX en realidad comenzó hace cien años, con el triunfo de la Revolución Rusa, la instauración del régimen bolchevique y la fundación de la Unión Soviética.

En un acto de extrema audacia política, un grupo minoritario –pero que controlaba el consejo gobernante en la capital Petrogrado–, aprovechó el caos político y el malestar social para efectuar una suerte de golpe de Estado casi incruento y hacerse del poder en solitario. Lo hizo en medio de movilizaciones sociales contra el gobierno provisional que había sustituido al zarismo, pero eso no significa que esas movilizaciones tuvieran como objetivo el gobierno de una pequeña facción revolucionaria.

La característica central de esa revolución fue que de inmediato se proclamó socialista. No pretendía, como otros movimientos políticos inspirados en el marxismo, una serie de reformas más o menos profundas al capitalismo existente, con el fin de que este culminara y evolucionara hacia el socialismo. Se trataba de una serie de acciones duras y contundentes, destinadas a fomentar el colectivismo y la propiedad estatal. A saltar etapas, como se decía.

La combinación de las circunstancias en las que se desarrolló la toma del poder bolchevique –una economía desastrada, diversos grupos golpistas, resistencia de la vieja oligarquía– y la naturaleza misma del partido, que veía a agentes de la contrarrevolución por todos lados, resultó en un régimen supresor de libertades, que llegó a convertirse en una dictadura terrible.

Lo más relevante fue que, a pesar de ello, y a pesar de que nunca solucionó sus problemas económicos –la historia de la Unión Soviética es la de constante escasez de bienes de consumo para la población–, esa revolución fue capaz de encender las esperanzas de millones, en todo el mundo, durante largas décadas. También las encendieron, en distinto grado, revoluciones similares que se dieron en otras partes del mundo, a lo largo del siglo XX, con resultados parecidos.  

Debería ser una paradoja, pero no lo es. Sucede que a menudo las ideas son más fuertes que la realidad, y que la ilusión de una utopía es más grande que cualquier argumento. La ilusión de un mundo sin patrones ni terratenientes, de una tierra de igualdad entre las personas.

En Rusia no gobernaba la clase obrera, sino un grupo que se había asumido como su representante histórico. Este grupo había interpretado a su manera los textos de Marx, y hecho de esa interpretación una especie de lecho de Procusto: quien no coincidiera con ella, era sacrificado. También se encargó, sistemáticamente, de falsificar la historia, empezando por la propia.

Tampoco era tierra de igualdad. No lo era en términos económicos, pero mucho menos en términos de poder. El poder, nominalmente, era popular, pero en realidad estaba en manos del Partido. En el partido, en realidad estaba en manos del Comité Central. En el Comité Central, en realidad estaba en manos del Politburó. Y, en el caso extremo, el poder del Politburó llegó a estar en manos de un solo hombre. Infernales círculos concéntricos.

Mucha gente, fiel a la idea de luchar por el comunismo, sabía en el fondo de sus corazones que lo que sucedía en la Unión Soviética no tenía nada qué ver con la sociedad igualitaria, sin clases sociales, a la que aspiraban. Tenía sólo el barniz, y eso a veces. Lo extraño es que, a pesar de esa íntima convicción, seguían considerando que aquello era un sistema superior al capitalista, que valía la pena luchar, y dar la vida, por instaurarlo, protegerlo, reproducirlo.

Cuenta el escritor Alberto Ruy Sánchez, en su reciente Los sueños de la serpiente, que hay unas hormigas, infectadas por inhalar las esporas de un hongo que se aloja en su cerebro, que se ponen a trepar árboles hasta que, en algún momento, son devoradas por el hongo, y de la cabeza de la hormiga nace una flor, que a su vez arrojará miles de esporas.

Dice Ruy que los biólogos y neurólogos creen que la hormiga infectada tiene alucinaciones, que imagina un hormiguero que no está bajo tierra, sino en la copa de los árboles y que, en la duda del ascenso mortal, las feromonas del cuerpo maloliente de las hormigas que llegaron antes que ellas las excitan y las guían hacia su muerte final.

Me parece una metáfora magnífica. Así, como el hongo, jugó la ideología para bloquear la realidad, para imaginar el inexistente hormiguero de la felicidad comunista, para aceptar todo tipo de vejaciones e injusticias con tal de ayudar a mover la rueda de la Historia en su camino maravilloso hacia el principio de la verdadera Historia, que es el Comunismo, así con mayúsculas. Es la imagen del enviado al Gulag que lleva, entre sus pobres pertenencias, el retrato de Stalin, porque aquello había sido un error, está seguro.

La URSS, lo sabemos por otra parte, fue fundamental para la derrota del nazi-fascismo (una alucinación colectiva mucho peor) en la II Guerra Mundial. Su mera existencia fue instrumental para que, en tiempos de la guerra fría, las clases trabajadoras mejoraran sus condiciones de vida. Sirvió como contrapeso básico contra un mundo unipolar, con Estados Unidos teniendo la sartén única por el mango. Eso ayudó a descolonizar el mundo, y al inicio de procesos democráticos en varias naciones. Pero, apenas se dejó entrar algo de luz y de verdad, con la perestroika (la reforma económica) y, sobre todo, la glasnost (la transparencia), el sistema soviético se derrumbó.

Sin la URSS, es imposible imaginar el mundo del siglo XX, sus disputas y sus pasiones. Por lo mismo, es imposible imaginar el actual.

Vale la pena, repasando estos cien años, preguntarse hasta qué punto se puede reproducir algo parecido –porque la Revolución Rusa es irrepetible– en cualquier parte del mundo, a pesar de las evidencias.


Baste pensar que hay muchos que están hartos del hormiguero bajo tierra, en el que las esperanzas se reparten por migajas. Y que hay otro tipo de esporas, dispuestas a conquistar mentes y corazones y ofrecer el cielo en la tierra a cambio de la ceguera, la obediencia absoluta –cuando no la adoración– y la renuncia a tener una opinión propia. 

        

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