miércoles, julio 06, 2011

Condescendencia ¿o machismo?


Cuando mi hijo Rayo tenía 6 años y jugaba en Pumitas, en su equipo Conejos jugaba una niña, Lupita. Eran años en los que no había ligas femeninas de futbol infantil y unas pocas niñas atrevidas competían con sus coetáneos varones. 

A partir de la temporada 1988, Conejos –más tarde convertido en Panteras, al llegar a la categoría 8-9- se convirtió en uno de los equipos más temibles. Sólo uno o dos podían hacerle frente sin terminar goleados. Lupita era pieza importante en la recuperación de medio campo. En promedio había una niña por equipo y las había de todo tipo: malas, regulares, buenas (como Lupita) y un par de cracs. Cuando se armó una selección de Pumitas para ir a Guadalajara y enfrentarnos a Chivas y Atlas, la portera original era una niña.  

Habrá sido en 1991, cuando ya eran Zenzontles y estaban en la categoría 10-11, que Lupita sufrió una baja de juego considerable y que pocos nos explicábamos. A media temporada salió el peine: el monitor del equipo le exigía menos, no la reprendía ni la corregía y le aplaudía cualquier pasecito bien dado. La trataba diferente, de manera condescendiente, porque era niña. Antes de finalizar el año, Lupita defeccionó de Pumitas y probablemente del futbol.

Este recuerdo me vino a la mente después de escuchar la narración de los locutores de Televisa en el partido México – Nueva Zelanda, dentro del Mundial Femenil de Futbol que se desarrolla en Alemania. Un partido parejo, en el que las mexicanas manejaban mejor el balón pero cedían terreno a las oceánicas, era narrado como de gran dominio mexicano. Si la mexicana erraba elementalmente un pase, decían “la neozelandesa se cruza”; si mandaba el centro a ningún lado, “le salió un poquito largo” y un largo etcétera.

El Tri femenil iba ganando 2-0 y, aunque dependía de otro resultado para calificar a cuartos de final, estaba haciendo historia al conseguir su primera victoria en Mundiales. En el último cuarto de hora, las neozelandesas cada vez tenían más control del balón, aunque eran muy imprecisas al acercarse al área mexicana, las nuestras rara vez alcanzaban a salir y rebasar media cancha, mientras los locutores ensalzaban a las jugadoras nacionales y pedían al público televidente (el que se había interesado en el campeonato femenil)  que “dejaran a sus hijas jugar futbol”, como si estuviéramos en los años 80. La misma petición hicieron a escuelas y universidades, como si México fuera Afganistán.  

Lo que tenía que pasar, pasó. La escuadra que estaba insistiendo anotó el gol del descuento al agonizar el tiempo regular. Nuestros locutores televisos ni se inmutaron, siguieron regando flores con su micrófono y cantando la victoria histórica, a pesar de que el equipo mexicano, a ojos vista, se había terminado de desdibujar. En los minutos de reposición, en un descuido imperdonable de la defensa, las rivales consiguieron el empate, que les supo a victoria y que resultó muy amargo para las mexicanas y para los aficionados… pero no para los locutores, que siguieron hablando del esfuerzo de nuestras chicas, de las condiciones difíciles en las que trabajan, de lo maravillosas que son. ¿Les metieron dos goles en tres minutos? No importa, son niñas. La misma tónica condescendiente y paternalista se repitió en los noticieros deportivos y en las secciones de deportes de la información general de la tele.

En lo personal, creo que las mexicanas dieron un gran partido ante Inglaterra, se cayeron mentalmente ante Japón y lo volvieron a hacer ante una escuadra inferior, la de Nueva Zelanda. A ratos se desconcentraban y, sin una disciplina táctica constante y obsesiva, es difícil triunfar.
 
Pero también es difícil hacerlo en un ambiente periodístico que las trata como aquel monitor trataba a Lupita. Toda sobreprotección es dañina. En este caso esconde un machismo inveterado que no se atreve a decir su nombre. Las jugadoras merecen una felicitación, pero también las críticas que las ayudarán a competir mejor la próxima vez. No les regalan las críticas. Total, son niñas.

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