Una de las constantes de la vida en Módena fue, siempre, el festival de L’Unità, que se organizaba con el pretexto de apoyar el periódico del Partido, pero que en realidad servía como engrudo social. Había festivales de comité de base, de municipio, de federación (provincia) y el Festival Nacional. Los más bonitos eran los de base. En un lote, se juntaban las familias de los miembros y hacían una suerte de kermés con platos típicos. Ponían un stand con fotos de sus actividades y, a veces, invitaban a algún cantante local o agregaban un par de juegos de mecánicos. Pura cultura popular, empezando por la culinaria –que, además, solía ser barata. Los de municipio y provincia eran más elaborados y –si se trataba de una federación poderosa, como la de Módena-, invitaban a partidos hermanos y a naciones socialistas, además de traer artistas de más nivel. En los primeros años, me tocó ver a los Quilapayún, los Inti Illimani (“la musica andina, che noia mortale”, cantaría después Lucio Dalla) y a parte del Ballet Kirov. También escuchar anécdotas como la de cuando se les ocurrió invitar a Corea del Norte, que mandó un stand con las obras completas de Kim Il Sung (que la federación modenesa tuvo que comprar en masa, porque no se vendió una sola) y cuyos visitantes creían estar frente a un teatro cuando les enseñaron la fábrica de estampitas Panini.
El Festival Nacional era un eventotote. Y en 1977 la sede fue Módena, ciudad roja por excelencia. Entre los invitados musicales estaba Santana, y los mexicanos estábamos animadísimos de verlo, pero los ultras le hicieron la vida imposible al gran músico de Autlán en los conciertos previos, llegando al extremo –en uno de ellos- de aventar estopas ardiendo al escenario (estaban pasando a la ofensiva: a Bruno Trentin, un dirigente sindical de la izquierda del partido, le lanzaron tuercas y rondanas). Llegué a escuchar a algún ultra justificar la agresión diciendo que la rola “Europa”, del maese Santana, era “decadente”.
Fuimos varios días al Festival, y escuchamos sobre todo música cubana. En el stand cubano Patrizia de Candia y yo nos tomamos un par de daiquirís muy bien hechos. En el español, otro día, nos tomamos dos buenas sangrías. En ambas ocasiones, alegritos, nos tomamos de la mano y nos quedamos mirando el uno al otro, con una sonrisa plácida. No sé si nuestros ojos estaban avivados por el trago o por el descubrimiento de la otra mirada, pero los recuerdo como momentos felices.
Patrizia se decía de izquierda, pero la verdad era anticomunista. Confesó que había votado por el Partido Socialista porque la hoz y el martillo en el emblema del PCI le habían parecido “demasiado soviéticos” y ella relacionaba
Ella no asistió al discurso de Enrico Berlinguer, que fue megamasivo. Allí, el líder del PCI atacó duramente a la ultra, los llamó untores (una parábola desafortunada, porque los untores, reales o supuestos, habían sido perseguidos por
Mi amigo Claudio no se fiaba mucho de ella. Decía que una de las razones por las que estaba conmigo era mi condición “exótica”, de mexicano. O sea, por snob. Era buen pretexto para mis vacilaciones e incertidumbres.Yo la quería para mí solito y tenía inseguridad. Mil veces habíamos dicho “ti voglio bene” o “mi piaci da morire”, pero nunca nos atrevimos al “te amo”, ni siquiera en inglés, que hubiera sido un poco menos comprometedor.
Una parte de mis temores estaban ligados a su independencia y a que no le molestara ser pretendida por otros. Otra, a su imprevisibilidad. Otra más, a que sentía que su separación afectiva de su anterior novio –un pduppino boloñés, cercano a Guattari, poco apto, según ella, en las lides amatorias y con quien vivió un tiempo en una especie de comuna protopunk que la verdad no le gustó- no había sido completada del todo.
Esto me llevaba a dos cosas. Una, directa, eran una serie de apuntes en mi cuaderno, donde trataba de explicarme la relación y mis propios sentimientos, porque sentía que caía en su vértigo: “Oh oh, parece que me va a tener que tocar usar mi fuerza de voluntad para más de una cosa. I may not be in love, but I’m open to persuassion. La racionalidad me pide cerrarme… dos horas después: crisis resuelta con media botella de vino”.
La otra, fue un ensayo sobre partidos y movimientos (el núcleo de mi teoría del inevitable oportunismo del partido político moderno), que tomaba el centro del debate entre el PCI y la ultra, y en el que me ponía claramente del lado del Partido, y su lealtad a las instituciones: “El Estado democrático es mucho más que un "directorio político de la clase dominante" y reclama para sí el papel de balanza, rompiendo cualquier intento de homogeneizar los intereses de una clase”, escribí, “de la interacción entre Partido Comunista y Estado burgués salieron ambos cambiados y se llevaron -muerto- entre las patas al leninismo como teoría-praxis del movimiento obrero italiano.En ese sentido, el PCI se convierte, naturalmente, en sostén activo de las instituciones democráticas”.
Pero el objetivo iba más lejos, obviamente: “Parecen bastante perdidos los promotores del "Manifiesto Guattari", firmado por una parte de los integrantes de
El putazo era para el pensamiento rizomático y esquizoide de Deleuze y Guattari y, por asimilación, contra el fantasma del pduppino boloñés, contra el anticomunismo de Patrizia, contra sus afirmaciones de clase acomodada, contra el peligro de que lo dicho por el compañero Claudio hubiera sido cierto, contra la parte de mí que estaba perdidamente enamorada y que soñaba con la repetición eterna de los momentos del daiquiri y de la sangría.
Uno de esos días, De Candia salió a visitar a su familia, que todavía vacacionaba en su chalet en la isla de Elba.
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