Uno de los momentos centrales de los llamados “años de plomo” en Italia fue el movimiento estudiantil de 1977. Oficialmente, se desató por la propuesta de reforma enviada al parlamento por Malfatti, ministro de Instrucción Pública. Según ésta, los planes de estudio se hacían más rígidos, se creaban carreras intermedias, se dividía a los profesores en titulares y asociados y se dificultaba –nominalmente- la presentación contínua de exámenes. Más allá del pretexto, el movimiento derivaba de dos fenómenos: el crecimiento del desempleo juvenil y el malestar de la ultra ante las posiciones del Partido Comunista Italiano, que –en pos del Compromiso Histórico- se había abstenido en la formación de gobierno (es decir, que ya no era abiertamente de oposición).
Al mismo tiempo, la efervescencia contracultural había creado nuevas tribus políticas: una suerte de movimiento proto-punk, que llevó el nombre de Indios Metropolitanos, y cuya principal actividad fue la “autorreducción”: llegaban en masa a un local –que podía ser el comedor universitario, un bar o una pizzería- consumían y pagaban sólo una parte de la cuenta y otros grupos, llamados “autónomos”, que se decían comunistas revolucionarios y simpatizaban vergonzantemente con grupos armados como las Brigadas Rojas.
Por supuesto, las condiciones objetivas eran las que más contaban. Una parte importante de los graduados universitarios no encontraba trabajo –o, al menos, no en su área de conocimiento- y muchas de las pocas plazas se asignaban en función de contactos y conectes. Por eso se hablaba del “estacionamiento universitario”: la universidad como espacio que difuminaba las tensiones sociales, al mantener “ocupados” a los jóvenes que de otra forma formarían parte del ejército de desempleados –al que, de cualquier manera, estaban destinados a engrosar-. Resulta por lo menos curioso que este útil concepto haya coexistido en el tiempo con el de la “universidad-fábrica”, igualmente promotor de movilizaciones ultrosas, que se desarrolló en México, donde los estudiantes sí encontraban empleo.
El movimiento italiano criticaba que los niveles de calificación fueran funcionales, exclusivamente, “a las exigencias del mercado de trabajo capitalista”. Denunciaba que se buscaba acabar con las profesiones liberales para convertir, por ejemplo, a los ingenieros en “trabajadores del territorio” y a los médicos en “operadores de la salud” (en el fondo yacía el temor a convertirse en proletarios, hecho evidente por el rechazo a las carreras intermedias). Si nos damos cuenta, había un poco de nostalgia por los viejos tiempos en los que el título sí contaba.
En esas condiciones, que el PCI hubiera decidido aceptar la “política de sacrificios” acordada por el gobierno tras la crisis fiscal del Estado, era visto por varios como una traición a las demandas históricas del bloque progresista. Un momento clave del movimiento fue cuando los ultras expulsaron violentamente a Luciano Lama, líder comunista de la más poderosa confederación sindical, cuando fue a echarse un discurso en
Comparativamente,
En Bolonia fue donde la tensión fue mayor. Hay varias razones detrás de ello. La primera, que era una universidad muy politizada, con gran presencia de la extrema izquierda. La segunda, que –a diferencia de otras- todas las facultades se encontraban en el casco del centro histórico. La tercera, que Bolonia era una ciudad emblemática para el PCI: su gran bastión histórico y el ejemplo más notable del estilo de gobierno del Partido: si se quería atacar al PCI, Bolonia era un objetivo ostensible.
A partir de las “autorreducciones” de principios de año, la ultra se apoderó de gran cantidad de espacios de la universidad boloñesa, en un movimiento que se caracterizó rápidamente por su lógica insurreccionalista y por su autoritarismo agresivo (un poco al estilo de lo que fue el CGH en la huelga de
El 11 de marzo, un grupo de ultras atacó a los miembros de Comunión y Liberación que celebraban una reunión en un auditorio de
Beppe Falavigna, Eduardo, Jorge y yo fuimos a Bolonia un par de días después, para ver qué onda. Efectivamente, los “autónomos” reinaban en Via Petroni, Vía Zamboni Via San Vitale y alrededores. En el centro abundaban los comercios cerrados, las vitrinas rotas, los graffiti llamando a la insurrección.
Nos movimos de la zona universitaria hacia
La policía llegó hasta Via Rizzoli, haciéndonos retroceder a participantes y mirones. En esa calle, que es más ancha, lanzó algunas bombas lacrimógenas, que nos hicieron alejarnos aún más.
En eso estábamos, cuando distingo que viene marchando un grupo antimotines en dirección hacia nosotros. “¡Es como el 10 de junio!”, le digo a mis compañeros mexicanos en voz alta. Suponía que vendría una operación sandwich en la que podríamos quedar atrapados. Buscamos una esquina propicia para poder huir, y al mismo tiempo ser testigos de lo que sucedería. Para nuestra sorpresa, los uniformados marchan despacio, ocupando solamente el arroyo y permitiendo a la gente dispersarse, con cierta tranquilidad, por las aceras, los portales y las calles aledañas. Cuando llegan frente a una plazuela, doblan hacia las estrechas calles medievales de la zona universitaria, donde los más audaces de la ultra se siguen enfrentando al contingente policiaco. Quedamos detrás del grupo antimotines, y desde esa posición vemos cómo terminan de hacer la pinza de una manera quirúrgica, reprimiendo sólo a los activistas más belicosos.
Nos retiramos del lugar. A unos cien metros del cruce de calles, recojo un pedazo de bomba lacrimógena. Me tizna la cara de negro.
Años después, se dirá que aquella ocasión, familias pacíficas fueron golpeadas en una represión indiscriminada.
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