Un grupo tricontinental
En las últimas semanas de nuestra primera estancia en Perugia (porque volveríamos), se formó un grupo amplio de cuates que solíamos rolar juntos. Consistía en los mexicanos que iríamos a Módena, Janette, Helga van Dongen, varios ingleses –simbólicamente encabezados por Ben Watson- que irían a Cambridge (o, más precisamente, que no irían a Oxford), una neozelandesa y algunas australianas. Entre ellas, una de rostro muy interesante –mitad inglés, mitad aborigen- que se hacía llamar Rosa Luxemburgo. En fin, un grupo tricontinental, en el que abundaban las antípodas geográficas.
Me he preguntado durante años cuál era el ingrediente que nos aglutinaba. ¿Por qué los mexicanos no nos llevamos más con otros latinoamericanos o con europeos del sur? ¿Por qué los ingleses y las aussies no jalaban con los gringos (Janette era una gringa totalmente atípica en aquel entonces) o con europeos del norte? Creo que la respuesta tiene dos aristas. Una –particularmente notable con los ingleses- es que compartíamos una profunda influencia cultural de los Estados Unidos y éramos, al mismo tiempo, fuertemente críticos de ella (curiosamente, Helga, quien empezaba a andar con Carreto, entraba a ese juego criticando a los alemanes: “Achtung! Alles ist Verboten!”). La otra era nuestra tendencia intelectual a encontrar política en la cultura cotidiana, mientras que los gringos le hacían fuchi a la política y la mayoría de los europeos y latinoamericanos la circunscribían al Estado, los partidos y las clases sociales. Adicionalmente, teníamos en común con los oceánicos nuestra pertenencia a un “nuevo mundo” (y la consiguiente fascinación con cosas que los europeos consideran parte normal de su entorno).
Estas similitudes pasaban por encima de diferencias que a veces llegaban al tópico. Paseando por Corso Vanucci me encuentro a un africano fumando y le pido un cigarro (gorrearlos es una inveterada tradición mía); Ben Watson me pregunta si lo conozco y queda muy sorprendido de que haya yo abordado en la calle a un tipo que no me habían presentado.
La fiesta del libio
Hacia el fin de cursos, hubo una buena fiesta en la pensión que compartíamos –al menos nominalmente- Eduardo Mapes y yo. El vecino de cuarto era un libio occidentalizado, que bebía alcohol, tenía novia gringa y quería celebrar su cumpleaños. Armamos el reven uniendo los dos cuartos y utilizando el hall. Fuimos el grupo tricontinental, el cumpleañero, su novia y unos compatriotas suyos, todos machines. Platicamos, bailamos, bebimos, y al final cada oveja andaba con una pareja distinta de la que traía al llegar.
Recuerdo una imagen. Estamos todos cambiados, besándonos (viendo también que nuestra pareja besa a otro) y en eso volteo hacia la recámara del libio. De ahí asoman cuatro cabezas asustadas: son los coterráneos del festejado, que miran de lejitos la decadencia occidental. En sus rostros se percibe una irrepetible combinación de asombro, sorpresa y una pizca de envidia.
Como de costumbre, Ben acabó en el suelo, seminoqueado por el vino. Para ser exactos, quedó acostado en las escaleras que daban al piso superior de la pensión. Unas chicas italianas que vivían en ese piso salieron al baño y se encontraron con que desde abajo, las miraba beatamente un inglés greñudo, que les hizo la señal de la V.
De poco sirvió el escándalo que armaron, al cabo que a los pocos días ya nos íbamos.
Llegaba el verano europeo. Tiempo de vacaciones. Mapes y Castañares irían a Londres, para mejorar su inglés. Los Mártires, de regreso a Roma. Consuelo, a visitar a su hermana en París. Carlos Mársico y Lynn, de camping a Rumanía y Bulgaria. Carreto, Janette y yo, a Yugoslavia. Helga y Ben se quedarían a hacer el curso medio en Perugia, y este resulta ser un dato relevante.
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