Cuando estábamos en tercer semestre casi todos teníamos unas ganas locas de salirnos de casa. Una especie de himno era la canción “Jugar a la Vida”, de Enrique Ballesté, que decía: “En mi casa las paredes se respetan como a un dios/ en mi casa hay una iglesia que se llama comedor”. Vivir con tus padres era vivir con anclas o grilletes: ser dependiente y, de paso, mantenido. El anhelo era salir, tener un depa chiquito, un estudio, tal vez compartidos. Con dos mil pesos al mes la hacías. El chiste era buscar una chamba que te permitiera seguir estudiando (con el defecto de que en esos tiempos, el concepto chamba descontaba cualquier tipo de trabajo manual: nada de andar mesereando o preparando baguettes).
El hermano de la ex novia de Julián tenía un trabajo padrísimo. Era modelo en San Carlos. Se desnudaba, se ponía en la pose que indicaba el maestro, se quedaba inmóvil y los estudiantes lo dibujaban: ganaba 35 pesos la hora. Me dije: “esa es una buena chamba, te pones a meditar por un par de horas y te llevas 70 baros”. No tomaba en cuenta que este cuate era todo tranquiiilo, leeento, que masticaba 25 veces cada bocaaado.
Y, en vez de hacer lo lógico, que era apersonarme en San Carlos o La Esmeralda, me puse a ver los avisos de ocasión. Así fue que llegué a un estudio de la zona rosa. El cuate me recibió muy amable, me explicó que no era pintor, sino fotógrafo, y que pagaba 40 pesos la hora. Me enseñó algunas de las fotos. Me parecieron medio raras: recuerdo una de un chavo joven, lampiño, desnudo, junto a un maguey muy puntiagudo. Me hizo unas cuantas preguntas, le dije mi edad, que estudiaba, que practicaba atletismo. Me pidió que me desnudara. “Los calzones también”, dijo cuando vio que no me había quitado mis Rinbros. Tenía particular interés en como me veía de espaldas. Yo sé que tengo buena nalga y me veo bien, pero algo no le ha de haber convencido, porque después me dijo que me llamaba y nunca lo hizo. Al salir me hice la siguiente pregunta: “¿Cómo venderá esas fotografías tan raras?”.
Otros anuncios que respondí son los que buscaban maestro de inglés o de literatura para escuela secundaria o preparatoria. Tampoco pagaban mal, para mis pretensiones. En dos escuelas las directoras me hicieron sendas entrevistas, de las que creí haber salido muy bien. Dijeron que me llamaban y no lo hicieron. La única escuela que me ofreció una plaza de profesor de literatura fue la Preparatoria Popular Liverpool (la única y original Prepa Pop, hace rato desaparecida): “qué buena onda”, me dije, pero la buena onda se convirtió en mala cuando aprendí que no pagaban ni quinto.
También concurse para una plaza de ayudante de un investigador gringo que llegaba al Colegio de México, John Coatsworth. Quedé de finalista, ayudado en gran parte por el inglés, pero otro cuate, Pepe Casar, me ganó por un pelito.
Quien finalmente me consiguió chamba fue Oscar Levín, quien trabajaba en la Conasupo, además de dar clases en la UNAM. Un amigo de él estaba haciendo una investigación y necesitaba un ayudante que fuera a las bibliotecas a hacer algunas lecturas en inglés y elaborar las correspondientes fichas bibliográficas en español. Pagaba a cinco pesos la ficha de artículo breve; diez, la de artículo largo y 50, la de libro. Acepté, pensando en que al menos serviría para hacerme un guardadito.
Pasé muchas horas en la biblioteca de Antropología, en la Biblioteca México, en la Biblioteca Central de la UNAM y en la del Colegio de México, leyendo los más extraños artículos de antropología, sobre las costumbres de diversas tribus de Norteamérica, norte de México y alguna que otra de continentes lejanos. Casi todas versaban sobre los efectos económicos de las relaciones familiares –que en algunos casos tenían una complejidad que bordaba con lo portentoso- o sobre los complicados mecanismos de endeudamiento y desendeudamiento social –a través de los regalos, por ejemplo, no importa cuan inútiles.
Mientras leía y resumía, me preguntaba cuál era la relevancia de esos estudios para la distribución de subsistencias populares en México. Al principio me imaginé que Conasupo quería estudiar los efectos de su labor entre las comunidades indígenas del país. Cuando me di cuenta de que había leído demasiada literatura antropológica sobre los Arawak, los Chippewa y los Kikapú, entendí que le estaba ayudando al cuate de Levín con alguna tesis de maestría.
He de confesar que el “guardadito” fue en verdad para viajes. Del dicho al hecho, hay mucho trecho.
1 comentario:
¿"Baros"?,doctor.La forma usual es "varos".
Ah,por cierto, algún día te contaré la historia del violín de Ballesté
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