Para el siguiente semestre seguí con la costumbre de adelantar materias, que convertía la creación de un horario escolar en un rompecabezas. Me inscribí en siete. De entrada, me fui a la segura en CEA III, con Elba Bañuelos. Adelanté Estadística I, con el viejito Mercado. Los demás fueron memorables.
Contabilidad Social, que resultó ser una materia muy útil, la tomé con Oscar Levín, aunque la mayoría de las clases las dio su adjunta y esposa, la simpática Nuri Balcells. Me hice cuate de los Levín, que vivían a dos cuadras de la casa. Eran cinéfilos caústicos: después de ver Solaris, la versión original de Tarkovsky, Nuri comentó: “Tanta lana para demostrar la existencia de Dios; mejor se la hubieran gastado en tanques para los compañeros palestinos”, y Oscar –a quien tampoco le había gustado la película, que a mí me encantó- acotó: “Bueno, pero valió la pena ver chichi rusa por primera vez”.
En Historia de las Doctrinas Económicas I, me metí con Edmundo Flores, quien habría de tener importancia en una parte posterior de mi vida. Más que doctrinas económicas, la clase de Don Mumundo era de cultura económica general, con un toque de sentido común y dos de sarcasmos. Ahí aprendí, por ejemplo, que la diferencia entre un paísdesarrollado y uno subdesarrollado no está en su nivel de ingresos o su grado de industrialización, sino que, cuando llueve, en el país desarrollado sacan los paraguas y en el subdesarrollado se ponen un periódico en la cabeza y se echan a correr, y que cuando se rompe un vidrio, en el país desarrollado ponen un hule, llaman al vidriero y lo repone, mientras que en el país subdesarrollado ponen el hule y la ventana se queda así por años. También aprendí que, en
Matemáticas III fue, finalmente, con El Pino, en las tardes. A menudo el Maese Mob (apodo definitivo de Rafael Rangel) nos llevaba a mí y a Cox en su Datsun 72, que adoraba. Todavía lo manejaba treinta años después. Martínez Della Rocca era mejor que mis dos anteriores maestros de mate, además de ser bastante cotorro. Y cuando los problemas se ponían difíciles, Mapes y yo íbamos a Ciencias donde, bajo la escultura protectora de Prometeo, Jorge Lomnitz nos sacaba de dudas, farfullando las fórmulas y su razonamiento mientras escribía con un lápiz mocho. Una vez al hiperactivo Pino se le pusieron al brinco porque no enseñaba “matemáticas marxistas” y él respondió, mientras fumaba y mascaba chicle al mismo tiempo: “Maestrito, las matemáticas son marxistas. Más por más da más, menos por más da menos, pero menos por menos da más: la transformación de lo cuantitativo en cualitativo… ¡dialéctica, maestro!”.
Julio Moguel nos dio Teoría Económica II. Era parte del movimiento para mover el plan de estudios hacia el marxismo. La intención de Julio era demostrarnos por qué la teoría neoclásica no servía. Su problema principal, que no dominaba a plenitud la famosa “teoría burguesa” que debía destruir. Al final del curso lo único que nos quedó claro fue el siguiente sofisma: “La teoría burguesa es subjetiva, porque se basa en la psicología de los agentes económicos, mientras que la teoría marxista es objetiva; por lo tanto, científica”. El tema de la psicología de los agentes económicos da para más, ahora que los científicos, -sí, ellos, paradójicamente- miden los impulsos en el cerebro de “pobres” y “ricos” cuando aparece ante ellos el estímulo de una moneda (si comprueban sus tesis, darán al traste con el Óptimo de Pareto, y con ello a la versión Walras/Böhm-Bawerk de la teoría neoclásica). La cereza en el pastel es que Moguel le puso B a Jonathan Davis, “por burgués”.
Pero la materia que nos daba más gusto era Teoría Económica y Social del Marxismo, con Jorge Martínez Contreras, el maestro tan promocionado por Foncerrada. A diferencia de su semestre de debut, ahora Martínez tenía aula llena. Chavos de varios semestres y de diferentes facultades. Ahí estaba el grupo de
Martínez tenía una visión vitalista y no ortodoxa del marxismo. Y lo combinaba con todo. Uno de sus temas preferidos era la etología, que resumimos en una frase: “somos changos, pero no somos lobos”. Una parte de nuestro comportamiento –decía Martínez- es estrictamente animal. Vean cómo cada uno lucha por ser el Alfa, vean cómo los muchachos abrazan a la novia, vean cómo, al elegir a la pareja, los humanos hacen una selección de los genes que quieren duplicar. Pero fíjense también que, lo que hace distinto al hombre es que domina sus instintos: si fuéramos lobos y un hombre encontrara a su mujer con otro hombre, y éste –al verse descubierto- ofreciera su cuello, el marido no podría hacer absolutamente nada. Pero somos hombres y, dependiendo de la cultura, reaccionamos de manera diferente. El hombre tal vez se dé la vuelta y se vaya, indignado; o tal vez saque la pistola y de todos modos mate al trasgresor. El materialismo histórico, para funcionar, tenía también que ser cultural. Por eso en Rusia no funcionaba.
El segundo tema favorito era la antropología. Diseccionamos la película “Pequeño Gran Hombre” y particularmente la imagen del indio tocando al soldado con un palito, en plena batalla, para “humillarlo”: cómo las diferencias culturales entre pieles rojas y vaqueros fueron determinantes en la conquista del hombre blanco.
Su tercer tema era la libertad: para él, la clave del marxismo no era, como sucedía allende el socialismo “realmente existente”, quitarle al individuo toda su responsabilidad sobre su devenir; era lo contrario: hacer del hombre amo de su destino. Foncerrada y yo dedicamos nuestro trabajo final al tema “estética y marxismo”.
También se suponía que en esa materia haríamos un trabajo de campo (“parte del proceso de pasar de marxianos a marxistas”), pero la historia se fue por otro lado.
Por el origen social, mayoritariamente clasemediero, del grupo de Martínez Contreras, y por el evidente revisionismo de sus lecciones, al grupo nuclear de esa materia (los de
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