Lessico Famigliare es el título de un libro sabrosísimo de la italiana Natalia Ginzburg. En él, a través de las peculiaridades idiomáticas de la familia de la escritora, nos vamos adentrando a una cultura –la judía italiana de principios del siglo XX-, un modo de ser y una manera de amar el lenguaje, de entenderlo como una luz en medio de la oscuridad.
Mi infancia y adolescencia tuvieron su propio léxico familiar, determinado por la cubanidad de mis padres. Dice Severo Sarduy, en un ensayo sobre Lezama Lima, que una parte fundamental del lenguaje cubano es su barroquismo, “la gongorización de lo trivial”. Yo mamé esa gongorización, y la combiné con el lenguaje mexicano, igualmente juguetón, pero menos pretencioso y formalista.
Por su parte, recuerda Cabrera Infante que en Cuba, a diferencia de otros países de América Latina, “la sinhueso” es la lengua. Y en mi casa paterna la sinhueso se movía en todo momento. Aunque afuera nos consideraran muy platicadores, y adentro habláramos muchísimo, mi papá y yo éramos los callados de la casa. Mi hermano tiene dificultades serias para parar de hablar y mi mamá sufría unos segundos de silencio como si fueran una tortura, por lo que nunca cerraba el pico. A la hora de la comida unos a otros nos quitábamos la palabra, hasta que quedaban sólo Edgar y mi mamá, atropellándose el uno al otro. El duelo siempre lo terminaba de ganar mi mamá, con un improverbio: “Cuando los niños hablan, las gallinas mean”.
El léxico familiar tenía algunas palabras diferenciadas, por el distinto origen nacional. Mi papá decía chinelas y espejuelos, yo decía pantuflas y lentes. Mi mamá me ordenaba: “ponte las medias”; yo, obediente, me ponía los calcetines (a los que jamás llamé con el nombre de una prenda femenina). Yo llegaba insolado de entrenar y mi mamá decía: “¡Ay, hijo, tienes tabardillo y te va a dar una aferesía!”. Para ellos, los gringos eran americanos; el panbol, patada gallega; los cuernos, tarros y las banquetas, aceras.
De pequeño, recuerdo el lenguaje de mi mamá como muy cubano, muy diferente, salpicado de “chico” y de “no seas bobo”. Como mi papá vivió relativamente poco tiempo en Cuba, tenía un acento más ligero y usaba más mexicanismos, lo que no evitaba que fuera alucinantemente formal en el lenguaje escrito y que tuviera frases como “me dedico a la nefelomancia” para decir que estaba distraído y mirando el vacío (mi mamá, para lo mismo, decía “contemplo los celajes”). El desayuno favorito del viejo era “un pa’ de huevo’ frito’ con tocino, frijoles refritos y chiles chipotles” (mi mamá decía chipocles), que solía revolver y meter en medio bolillo, para hacer una deliciosa “canalita”. Para él, el diminutivo de “la mano” era “la manito” y no había manoplas en el beisbol, sino manillas.
Cuando iba con mi papá caminando por la calle y nos topábamos con un pedazo de caca de perro (prefiero suponer que de perro), él me decía: "cuidado, porque ahí hay vidrio inglés". Es un concepto que ha trascendido generaciones. Una vez le pregunté que por qué "vidrio inglés". El me dio una respuesta para la que no tengo hermeneútica: "por la Pérfida Albión".
Con los muchos años, el acento y el idioma de mi mamá se fueron limando, al punto que en los ochentas un taxista español la tomó por mexicana. Una mexicana muy especial, que tras cuatro décadas en el país, aún decía “Dacsun”, “Pecsi”, "Egicto" y “Colonia Guautemo”. Yo me di cuenta de que Mamá ya era mexicana cuando la vi carcajeándose con una vieja película de Tin Tán. “Es divertidísimo”, dijo, Cuando yo era niño, Tin Tán no le gustaba: “Es un pesao”. Era cubana y no le entendía.
Pero más allá de eso, el léxico familiar tenía una filosofía, dictada por las frases de mi madre y sus famosos “improverbios”. Los improverbios a veces era totales, como aquel que decía “no por mucho más madruga se amanece más tempruno”. Otros, tenían un agregado, como cuando “la cosa está que arde y la Virgen se llama Juana”. Otros eran simplemente distintos, por lo que un agripado no podía bañarse, porque “vale más tierra en cuerpo que cuerpo en tierra”. Así, aprendimos que la churre no mata, que alguien que no sabe inglés dice “yu ju tu mi” y que si se fuma mucho sin abrir las puertas se arma la “jumacera bendita”.
Si mi mamá quería afirmar algo con énfasis, empezaba la frase diciendo: “ésta que está aquí” (pronúnciese como una sola palabra: etaquetaquí). De esa forma: “etaquetaquí tiene otra opinión”, “etaquetaquí no va”, “etaquetaquí no se va a callar porque tú lo digas”.
Si alguien estaba vestido de una forma poco elegante, recibía una frase lapidaria: “pareces la estampa de la herejía”, que fue mi definición familiar en mi época hippiosa. Si, de casualidad, me veían de saco y corbata, mi papá diría: “Te ves muy elegantioso”. Alguien listo era “un bicho”, por aquello de que era “sabichoso”. Pero nada era picoso, sino “chiloso”. Si alguien vivía lejos no era en Casa de la Chingada, sino en Casa de Yuca. Ese lugar no estaba allá donde el diablo perdió el jorongo, sino en las quimbámbulas del silencio, que me parece un nombre muy poético para un lugar tan lejano. Al morir, nadie colgaba los tenis, sino que se ñampeaba. O sea que ñámpiti gorrión.
Para tirar lo malo, era necesario un movimiento rápido en el que se lanza el brazo derecho, se chasquean los dedos índice y cordial (sosteniendo el primero con el pulgar) y se exclama con rapidez: "¡Solavaya!". Mucho más útil que tocar madera.
Una mujer podía ser sata (coqueta, lanzada), porque un poco de satería es indispensable, pero si se acostaba con cualquiera, entonces tenía “furor uterino”. Y un hombre que se acostaba con muchas mujeres era “un puto”, que es todo lo contrario a “un maricón”. Así, mi mamá podía afirmar, con toda la calma del mundo, que el señor R., quien la noche anterior nos había visitado con su esposa, a la que le ponía “los tarros”, era “muy puto”.
La diferencia lexical en las groserías más de una vez fue problema en la mesa. No es fácil cuando puto y pito son admitidos, pero maricón y pinga son “malajpalabra” motivo de enfado. De ahí surgió, naturalmente, otra aportación al léxico familiar. Un día Edgar dijo una “mala palabra” y mi mamá le preguntó en tono de reclamo: “¡¡¿Qué dijiste?!!” y él, que tenía cinco años, respondió: “Manzanas”. A partir de ahí, cada vez que alguien decía algo impropio, palabrota o no, se le pedía repetirlo y contestaba: “Manzanas”.
Hay quienes se asustan porque los personajes populares de Lezama Lima hablan de "Hécuba, la perra" y sueltan pedazos de cultura clásica que es sólo barniz. Es parte de la cubanidad. Mi mamá decía: "Comiste como Heliogábalo", de quien yo sabía vagamente que había sido un emperador romano. La historia antigua no era el fuerte de Edgar, y menos cuando niño. Un día se tragó un pollo entero y al final exclamó: "Comí como un gabaleón". Sobra decir que el mítico gabaleón sustituyó de inmediato al histórico Heliogábalo en el léxico familiar.
Durante años, mi mamá me conminó a hacer la tarea con esta frase/poema didáctico: “Estudia, niño, estudia, y no serás, cuando crecido, ni el juguete vulgar de las pasiones ni el esclavo servil de los tiranos”. Extraordinaria filosofía, pero lo que importaba realmente era el placer de sentir a la sinhueso declamándolo.
Por ese mismo gusto, otra frase/poema didáctico, cargado de sarcasmo, aparecía a cada momento (digamos que no me quería comer un pescado retacado de ajo): “María Delicadeza no puede salir al jardín porque el olor del jazmín le da dolor de cabeza”.
Un tercer poema didáctico, de Samaniego, alterado por mi mamá, generó una frase familiar que tuvo éxito durante algunos años. Dice el poema: "En una larga jornada un camello muy cargado exclamó ya fatigado: "¡Oh, qué carga tan pesada!" una hormiga que montaba sobre él, al instante se apea, y dice arrogante: "Del peso te libro yo". Y el camello respondió: "Gracias, señor Elefante". Pues bien, en la casa, si alguien se acomedía para un favor chafa, del tipo: "voy a recoger mis calzones tirados", la respuesta era: "Gracias, señor Elefante".
El histórico racismo cubano tampoco faltaba. “Si tu ves negro comiendo en mesa blanco: o negro tiene algo que blanco quiere, o negro paga”. Los hijos de los negros no eran niños, sino “nengritos” (“¡Vieras qué bonito era el nengrito, chico!”) y los negros más feos eran los “de nación” (pronúnciese con un dejo gangoso en la segunda sílaba); es decir, los de piel más oscura.
Alguien muy estúpido, o malévolamente estúpido, era un “comemierda”, y la definición de servicio militar era “un, dos, tres, cuatro, comiendo mierda y rompiendo zapato'”.
La numeración era importante para saber qué había de nuevo:
-“¿Qué tú cuentas?”
-“¿Qué qué yo cuento? Pues yo cuento del 1 al 2 y del 3 al 4”.No recuerdo que alguna vez hayamos llegado al cinco.
En fin, que todo esto sirva de entretenimiento barato, algo siempre apreciado por la frase más repetida de la filosofía familiar: “Que te diviertas mucho y gastes poco”.
1 comentario:
Qué hermosa manera de provocar la carcajada y pasar de inmediato al conmovedor llanto. Gracias por hacerme recordar el propio léxico familiar, en muchas cosas parecido.
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