Tal vez porque la casa de los Saddy era muy abierta, hacíamos frente a los adultos cosas que los adolescentes no solían hacer ante los adultos. Por eso al señor Saddy le preocupaba que Janette iniciara demasiado temprano su vida sexual, y no estaba muy desencaminado. Ella quería, y yo también.
En una ocasión los papás de Janette fueron al Cine de Arte (unas salas pinches y caras que tenía Gustavo Alatriste en la Zona Rosa) a ver “Teorema”. Tina estaba arriba leyendo. Los chavos estaban arriba jugando. Janette y yo nos metimos al comedor, empezamos a fajar y pronto estuvimos desnudos. En eso, escuchamos el auto que regresa y que se abre la puerta de la entrada. Se habían agotado los boletos para el film de Pasolini. Nos vestimos en un santiamén, tiempo récord, suficiente para que no nos atraparan en cueros, pero no para que se dieran cuenta que estábamos dándonos un faje tamaño caguama. A partir de entonces, Mister Saddy fue más cuidadoso.
Hubo, poco después, una época en la que nos quedamos erizos (Rafa y Memo ya no conseguían mota, porque Jorge Bush andaba “enmendando su camino”) y Tina me sugirió que yo comprara la maría. Presumí que podría fácilmente, con mi cuate Raúl González Rodarte y ella me dio 50 pesos para pagar un huato.
Le dije a González Rolante y él respondió que cómo no, que fuéramos. Así que un día fui con Raúl al Parque Hundido, que era donde sus cuates pachecos de la Colonia Nápoles la rolaban, y que entonces no tenía reproducciones de obras prehispánicas ni senderos asfaltados, ni juegos infantiles, ni ambulantes, pero sí un chingo de árboles.
Ahí nos encontramos a varios amigos de González Rodarte en pleno viaje psicodélico. No sé si con hongos o con ácido lisérgico, pero la neta se veían muy mal. Para colmo, también estaban erizos de lo mero principal (pensé: “esta hambruna de mota es para que se pasen a drogas fuertes”; hoy estoy convencido de que tenía razón).
Tras el fracaso del Parque Hundido caminábamos por Insurgentes, cuando Raúl se topó con otros cuates suyos, de más edad, que se veían bastante pachequines y a quienes les preguntó si tenían mora para vender. Le contestaron que sí y nos fuimos a un cuarto de azotea en la calle de Chicago. Me ofrecieron un cigarro y respondí: “No gracias. No fumo... tabaco”.
En el cuartito sacaron un huato más bien chico y nos preguntaron si queríamos ese u otro más grande, que tenían en una bolsa de papel de estraza. Me olí una trampa y respondí que ese huatito estaba bien. Se carcajearon, y abrieron el contenido de la bolsa: una mota bien secona, con hartos cocos y ramitas. “Se hubieran retacado de guarhumo”, ridiculizaron.
Salimos con el huato y González Rodarte me recomendó que me lo metiera entre los calzones y los güevos. Le obedecí, y aunque en el oscuro camión de regreso a la Anzures, sentía como la bolita de mota me apretaba físicamente los testículos, en verdad los tenía subidos hasta la garganta.
Llegué a casa de los Saddy y entregué, victorioso, mi tesoro a Tina y a Janette.
La motita combinaba bien con el rock extraordinario que escuchábamos todo el tiempo las Saddy, Víctor, Rafael y yo, además de otros cuates de ellas, del Colegio Americano. Con ellas conocí a The Who (¡Puta, qué fabuloso es Tommy!), H.P.Lovecraft, Moody Blues, Ten Years After, MC5. Y también otro tipo de música, más ligada al folk, con letras muy poéticas que me hacían vibrar, cuyos autores son muy importantes en mi formación sensible. Anoto aquí a los más relevantes: Pentangle, Leonard Cohen e Incredible String Band, que merecen apartado propio.
Con el humo y la música también estaba la literatura, pero ahí en la colonia sólo estábamos clavados en serio Víctor, Tina y yo (en la prepa, también Raúl Trejo y otro cuate que se nos juntó en la oficina de Mauricio Brehm, y que también sabía de rock; un tipo con cara de vikingo y cuerpo de chiapaneco: Hermann Bellinghausen).Yo estaba descubriendo la literatura del boom latinoamericano, a Kafka, a Orwell y a Huxley; Víctor se había clavado apasionadamente con las novelas clásicas de Hermann Hesse, se sentía el lobo estepario, se encerraba por días en su cuarto a leer, a tomar cerveza y a llorar por una francesa para la que él fue un simple ligue vacacional, pero que se le grabó tanto que puso su nombre en la firma de su pasaporte (ese nombre con los años hubo de ser camuflado y se convirtió en un garabato); Trejo leía mucho más, con bastante desorden, y rapidez envidiable (se chutó “Papillón” en un día); Tina andaba en seis libros al mismo tiempo y las lecturas de Hermann eran diferentes, obras escritas por autores de cuya existencia no sospechábamos: húngaros, japoneses, cosas así. Y todos nos sentíamos escritores (aunque Trejo nació periodista y nunca quiso ser otra cosa).
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