martes, abril 12, 2005
Biopics. Las Olimpiadas del 68
El lunes 6 de octubre de 1968, tempranito, Víctor y yo fuimos al auditorio nacional para comprar boletos para los juegos olímpicos. De entrada, sólo teníamos para la final de gimnasia (nomás para eso había alcanzado mi “Cuenta de Ahorros Olímpica”).
Para nuestra sorpresa –que no debió serlo-, había unos colononones en el auditorio. Como muestra perfecta de la organización mexicana, habían puesto una taquilla por deporte. Así que las de atletismo, gimnasia y natación daban la vuelta.
Como queríamos ver de todo, decidimos dividirnos, y no apostar a lo imposible. Víctor se metió en la cola del basket. Yo, primero en la de pentatlón moderno, que era la más sencillita; luego en la de lucha. Más tarde me metí en la del waterpolo, a donde Víctor me alcanzó a eso de las 6 y media de la tarde.
El caso es que cuando me tocaba comprar los boletos, en ese momento exacto, el taquillero puso un cartón y dijo: “Son las 7 de la noche. La venta se reanuda mañana”. Me encabroné y golpeé el cartón. De inmediato llegó un policía y me tomó por el brazo, para llevarme detenido. Yo protesté: “¡Esto es anticonstitucional!”. Víctor jaloneaba al cuico, con los mismos argumentos. Apenas habíamos dado unos pasos, y apareció, como de milagro, mi papá, a quien le había preocupado nuestra ausencia por doce horas. Ante la autoridad de un señor de traje, la autoridá policíaca no tuvo más que dejarme ir. Mi papá me salvó in extremis.
Para la segunda compra de boletos, nos fuimos más temprano, y mi papá se nos había adelantado. Cuando llegamos, él ya había ordenado a la gente que hacía la cola de atletismo. Cada quien tenía su numerito y todo. A nosotros nos dio el suyo, el 76. El Jefe siempre fue un modernizador de la sociedad mexicana. Años después, cuando vi la película “Una Familia de Tantas”, identifiqué el personaje social de mi padre en el vendedor de refrigeradores y me di cuenta de lo que personas como él significaron para una sociedad tradicionalista: una auténtica revolución de valores y actitudes.
Durante los juegos olímpicos, que empezaron el día 12, la pasamos a todo dar. Fuimos los primeritos en entrar a un evento deportivo (el primer día de básquet, cuando fuimos como seis, en el coche de Pepe Valle). Al día siguiente, Víctor y yo fuimos al atletismo, y nos tocó ver la llegada del Sargento Pedraza al estadio, cuando rebasó al soviético Smaga y estuvo a punto de hacerlo sobre Golubnichy y llevarse el oro. Brinqué tanto que se me cayeron los binoculares.
En los días siguientes fui con Víctor al waterpolo (¡a güevo!), con Pepe Valle al pentatlón moderno y al atletismo, con Víctor y su familia al box (tremendo nocaut del cubano Regueifeiros), con Carlos Contreras y Víctor a la lucha; con José Luis Gutiérrez al atletismo (nos colamos de la zona de boletos de 5 pesos a la de 100 pesos) y con la familia de Víctor al canotaje (donde los xochimilcas ya merito llegaban a las medallas).
Pero hubo otros tres días geniales.
Luego de darnos cuenta de que las jornadas de competencia se vendían boletos para el mismo día en el Estadio Olímpico (obvio, nada más había una taquilla en el auditorio los días de preventa), José Luis y yo decidimos probar suerte y tomamos el camión a CU. Ese día competían Juanito Martínez, nuestra carta fuerte en los 5 mil metros y el Sargento Pedraza iba por la hombrada en los 50 kilómetros de caminata. La cola era enormísima. Por suerte, me encontré a Rebollo, un cuate de la secundaria, y nos colamos con él. Cuando estábamos cerca de la taquilla, anunciaron que los boletos de cinco pesos ya estaban agotados. Chin, y ahora qué hacemos. Nos vaciamos los bolsillos y entre los dos teníamos 53 pesos, buenos para dos boletos de 25, un refresco y dos boletos de camión de regreso. Los compramos; eran del lado del pebetero, en la tribuna contraria a la llegada de los corredores. Gran inversión. Desde ahí vimos a Juanito llegar de nuevo en cuarto, a Pedraza llegar vomitando ¡Pepsi! en octavo lugar, a Tommy Smith y John Carlos alzar el puño con guante negro a la hora de recibir las medallas. Pero sobre todo vimos volar a Bob Beamon. Lo vimos enfrentito, porque la fosa estaba del lado del pebetero. Lo vimos desafiar la gravedad de cerca, con la boca abierta. Es un salto que tengo grabado en la memoria. Un record olímpico que a la fecha, casi cuatro décadas después, nadie ha podido romper.
Otro día fabuloso fue cuando fui con mi papá al atletismo, con boletos mejorcitos. Esa tarde el loco de Dick Fosbury se lanzó de espaldas en el salto de altura, cambió el estilo de la disciplina y se llevó el oro. Esa noche, horas después de que había llegado el penúltimo maratonista, apareció un tanzanio lesionado, que apenas podía caminar, pero que llegó a la meta entre la emoción de la multitud. Pero sobre todo ese día Cuba, que todavía no era potencia deportiva, se llevó dos medallas de plata, y las lágrimas escurrieron por el rostro de mi papá cuando vio la bandera de su país ondear en el estadio. Aún hoy se me pone la piel chinita y se me nublan los ojos sólo de recordarlo. Es casi un reflejo pavloviano.
El último día antes de la clausura, Víctor y yo fuimos a las finales de gimnasia olímpica varonil (sí, los boletos de la cuenta olímpica). Estuvieron muy padres, pero lo relevante –y que, de alguna manera, pinta el extraño patrioterismo de la época- es que no faltó quien llevara consigo un radio de transistores y, mientras veía la gimnasia, escuchaba las finales de box. Nos enteramos de que los dos mexicanos habían ganado porque de repente algunas personas en el público se levantaban y empezaban a cantar el himno. El resto de los asistentes, contentos pero más bien movidos por la mecánica (otro reflejo pavloviano, sólo que de masas) también lo hacíamos y el evento se suspendía un par de minutos. Décadas después, tomé un taxi. El ruletero tenía actitudes y conversación de lunático. Había fotos pegadas por todas las ventanillas de su vocho. Y su juego era que los pasajeros descubriéramos quién era él: Antonio Roldán, uno de los medallistas de oro de aquel día. Así trató nuestro país a una de sus glorias deportivas.
El día después de que terminaron los juegos, Víctor y yo –más decididos que nunca a ser medallistas olímpicos- fuimos a entrenar marcha olímpica al estadio de prácticas de CU. No miento si digo que habíamos más de 200 chavos haciendo lo mismo. Y casi todos caminata. Víctor siguió muy pronto con su gimnasia, y luego se pasaría al futbol americano. Yo, en cambio, continuaría mi pasión marchista, que duró varios años (la pasión olímpica fue para siempre).
Por cierto que para entonces, ni quien se acordara de los presos políticos.
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1 comentario:
Sí. nadie se acordaba de los presos políticos, ni de los muertos por la balas del sistema. Tu tour muy bonito y tu jefe llegando a rescatarlos. Eras (o eres)un burgués. Ya no es la regla de los tiempos, pero se sigue odiando al power institucional o empresarial por mas que digan que lo han hecho con un chingo de "trabajo".
Saludos, desde un cinturón de miseria.
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