jueves, febrero 13, 2025

El castillo vacío


Este es un cuento que escribí hace 40 años. Corría 1984 o 1985.

 

-A la memoria de José Carlos Becerra

Hasta antes de que me sucediera lo que les voy a contar, yo tenía toda una teoría acerca de las arrugas. Las arrugas, decía yo, son la petrificación de una sola mueca, que a través de los años avanza precisa, segura, delineando sin indulgencia las miserias y obsesiones de su poseedor. Una persona emplea toda su vida construyendo esta complicadísima mueca, en contorsionar su rostro original, hasta lograr, si el tiempo le alcanza, expresar sus contradicciones en una vistosa, elaborada cara de anciano. Tal vez por eso, en mi adolescencia tendía a atribuir la fealdad de los poderosos a su miedo de que alguien los pudiera sorprender por dentro, pudiera asomarse a su malignidad. Ahora sé que las cosas están peor de lo que imaginaba. No he quedado desfigurado por accidente alguno (eso pienso): es más, soy de las personas a las que ustedes se acercarían si, por ejemplo, un familiar suyo se desmayara en el Metro; pero sin duda preferiría que no lo hicieran.

De pequeño, me gustaba ir a casa de la abuela del chato Jeremías, mi vecino y compañero de juegos. En realidad, se trataba de la carcasa de lo que una vez fue una hacienda cerca de San Juan del Río. En ese lugar se escuchaban palabras con sabor a viejo: ajorca, entrepaño, alamud. Yo por eso escuchaba siempre con atención, aunque posiblemente se haya debido a que, en el campo, al abrirse un panorama más amplio para mis sentidos, éstos trabajaban con mayor capacidad, y las imágenes quedaban más fijamente impregnadas en mí. Recuerdo que, llegada la tarde, ahíto el paladar del sabor para mí extraño de los dulces hechos en casa, solíamos pasear por los campos cultivados, y enfangarnos pies y manos. Yo lamentaba que junto a esas tierras no pasara alguna carretera y, por tanto, que ningún niño de ciudad, desde el coche de sus padres, nos confundiera con trabajadores niños campesinos.

Hace un tiempo me encontré con el chato Jeremías, ingeniero y casado, con bigote y calvicie precoz. Me invitó a pasar un fin de semana en la que había sido casa de su abuela, pare que recordara viejos aires y descansara del trajín cotidiano. El Chato había reacondicionado la semidestruida casona y dedicaba parte de su tiempo a hacer rentables las tierras que le habían dejado. Fui de buena gana, aunque pronto me di cuenta de que el Chato y yo teníamos muy poco de qué hablar. Jeremías utilizaba el recurso de contar mil y una anécdotas de la infancia para evitar la posibilidad de que nos viéramos frente a frente sin reconocernos. Su esposa se mostró muy amable, y luego de la cena nos trajo coñac y cigarros. Yo pensaba en lo mucho que habían cambiado las cosas. Las paredes no tenían cuarteadoras, Jeremías ya no hacía rabietas y había engordado, en el peinado de su esposa se adivinaba un leve toque de salón de belleza, la casa no olía a polvorones con miel, Qué cortas debieron ser la adolescencia y la juventud de Jeremías.

Nos quedamos en silencio, con la mano correctamente colocada en la copa de coñac, demasiado conscientes, al cabo, de ese silencio. Luego de un rato, Jeremías avisó que ya iba a dormirse, y se fue a la recámara. Quedé entonces solo, pensando en mi infancia y en las nuevas responsabilidades del Chato. Serví más coñac en la copa y me apoltroné como si fuera un rico hacendado de principios de siglo, con lentos movimientos acercaba el tabaco a mi boca y pronunciaba palabras que yo quería tan arcaicas y esplendorosas como las que escuché de niño. La noche empezaba a refrescar, así que decidí encender la chimenea. Lentamente recogía la leña, sintiéndome un curtido hombre de campo, y me inventaba frases señoriales como “páguele al acequiero lo de su raya”.

Luego de hacer el fuego, me incorporé y vi, en el gastado espejo que estaba sobre la chimenea, una figura estirada, ciertamente parecida a mí, pero que no era yo. Me miraba fijamente, con altivez, y vestía una levita tiesa y ajustada. Cuando me di cuenta de que la imagen obedecía estrictamente a mis movimientos y que mi ya temerosa sonrisa se traducía en el espejo en una mueca atroz. Corrí a despertar a Jeremías.

-Era tu cara, tomaste mucho, mejor vete a dormir –me dijo.

De camino a mi recámara me atreví a mirar de nuevo al espejo; descubrí al otro lado a un muchacho pálido, nervioso y vestido como yo. Tampoco me pude reconocer bien a bien en esa persona.

Días después de esa experiencia con los espejos, tomé un tren para Guadalajara. Luego de cenar fui al carro mirador que, de noche, sirve más bien para mirar a los otros pasajeros y para hacerse a la idea –difícil cuando es boleto de camerino- de que se viaja en grupo. Pedí un refresco y me entretuve en observar a las otras personas, para hundirme más tarde en el repaso del periódico de la mañana. A los pocos minutos vi que junto a mí estaba una mujer. Me pareció joven y agradable, me gustó su estilo elegante y sencillo a la vez, y me gustó también la manera directa como me miraba. Le dirigí una mirada sonriente y decidí pasar frente a ella como una persona seria y reservada. Leí de nuevo la sección de culturales y –ostensiblemente- los artículos editoriales. Luego, de manera muy galante, le pregunté si no deseaba un refresco o un trago (utilizando la palabreja “trago”). Aceptó lo primero y nos pusimos a conversar, aunque a mí me dio por ser parco para sentirme más interesante. Tenía yo la sensación de que ella se sentía atraída, tan de movimientos pausados y graciosos como era, por un hombre con ciertas características de firmeza y formalidad. Mantuve discreción sobre mi pasado, no porque hubiera algo que esconder, sino precisamente porque esa discreción me dotaba, ante sus ojos, de un encanto extra. Así debió de haber sido, porque después me descubría acompañándola a su camerino, cosa que jamás me había sucedido en un tren.

Cuando llegamos me encontré con una mala sorpresa. Sobre el lavabo del camerino, el espejo devolvía una imagen extraña. Una serie de surcos desconocidos cubrían mi cara, sustituyendo a los míos. Esta ocasión definitivamente no se trataba de mí, sino de alguien bastante mayor de mis treinta años, con mucha vida atrás, tal vez con ese pasado que nunca le conté a la mujer que ahora rozaba mis caderas con su mano tibia y bien formada. Me lavé la cara, y al reiterar el espejo la seria y apacible (pero vivida) imagen de la persona a la que yo estaba jugando a ser, tuve la tentación de salirme y no regresar, pero pudo más la sonrisa de la mujer.

Hicimos el amor de manera apasionada, pero poco lúdica. Di a mis movimientos precisión y suavidad, pero mi arrebato no podía decidirse entre ser un arma de olvido contra la figura del espejo o una imitación involuntaria de aquel acaso me robaba el alma en esos momentos. Me vi sereno y experimentado, tal vez poco amoroso, y si acaso ella adivinó una chispa en mis ojos al encenderle su cigarro, ésta era demasiado consciente. El ritmo del tren y el cuerpo tibio de la mujer alrededor del mío no fueron suficientes para alejar de mí la brutal idea de que las caricias que sentí delineaban el cuerpo de otra persona.

La serie de conferencias que di en Guadalajara sobre Hegel pareció, por un tiempo, el refugio que necesitaba. Las noches en el hotel me envolvía, en calmada soledad, en el repaso de los conceptos y, más que en Hegel, en mi encanto de estudioso. Mi manera de fumar lo demostraba. No quise regir a los espejos de la habitación por temor a alimentar una fobia que se iba apoderando de mí, acercándose por lentos meandros a la desembocadura de mi ser. A ratos los miraba y sonreía con satisfacción al ver el rostro seguro e inteligente de un intelectual no demasiado severo consigo mismo: ése, sin duda, era yo, qué alivio.

Así, al enfrentarme al auditorio, me sentía dueño de la situación. Era capaz, entonces, de armar frases consonantes, de bordar la conferencia, buscándole la musicalidad al abstracto tema: “ya hay dialéctica en los anales doxológicos de Heráclito de Éfeso” podía sonar como “en noche lóbrega galán incógnito las calles céntricas atravesó”, y para el caso era lo mismo, la mayor parte del público asistía para enriquecer su currículum cultural, no para explicarse la lógica del amo y el esclavo. La profusión de esdrújulas servía como mantra. La última sesión, el broche de oro, fue más un recital que una conferencia: las palabras brotaban a cántaros para defender a Hegel de su condena histórica de reaccionario incorregible, pero no brotaban de mí, con mi historia, mis fantasías y mis enormes, escondidas ganas de regresarme a casa, ni de la idea absoluta de la Historia con mayúscula. Salían de la boca de un intelectual de saco raído onda mitteleuropea, que tenía mi nombre y apellido, mi tono de voz, mis ademanes, pero que tenía mucha más fuerza que yo, más seguridad en lo que decía y un odioso dejo de cinismo que tal vez fui el único en percibir.

Como era de esperarse, en la comida que siguió a la última conferencia, tanto mis anfitriones del Instituto como yo nos pasamos de copas. Incoherentes con nuestros personajes académicos, nos fuimos al futbol a ver si el Atlas seguía sin anotar. Me desgañité gritando y dormí como un bendito.

En el camino de regreso una imagen me asoló, complicándome la cruda: un castillo antiguo, vacío, oscuro, en el que se oyen ruidos de fusilamientos. No me quise desesperar y se lo cargué a mi cansancio: la serie de pesadillas culminaría con mi llegada a México y con un buen sueño. El castillo se desmoronaba poco a poco, pero su presencia y los disparos se mantenían.

Al llegar, la ciudad me pareció irreal: algo había sucedido, pero no era fácil explicárselo. Me entró el miedo y tuve, por un segundo, la tentación de comprar una máscara de Blue Demon para salir tranquilo de la estación. Pensé, al fin que, si yo había cambiado tanto como para ver a la ciudad con otros ojos, el improbable amigo que me encontrara no sabría que era yo; que si la gente me miraba con desconfianza era porque yo la emanaba; que todo se arreglaría en pocos minutos. Deseé ardientemente encontrar a lo lejos un conocido no muy íntimo que agitara los brazos para saludarme y recongraciarme con el mundo. Caminé entre extraños hasta un sitio de taxis.

La llave era la misma, el departamento apenas olía a encerrado. Decidí que lo más cuerdo era tomar un baño. No hay nada como darse un baño en la propia casa: el ritmo de salida y la temperatura del agua protegen verdaderamente; el estropajo y el shampoo, viejos amigos, le dan a uno la agradable sensación de sentirse fuerte para enfrentar lo que venga, así sea la propia imagen.

Seco y abrigado, me dispuse a quitarle el vaho al espejo, quizá con más confianza que la merecida. Y en el medio del silencia estaba yo, en bata, con la barba un poco crecida, mirándome fijamente, esperando saber si mi piel me estaba vedada, rozando mi rostro con los dedos, rozando el espejo con los dedos sin atreverme a romperlo. Para mi horror, descubrí que había que poner las manos donde los guantes quisieran, poner el rostro donde la máscara y empezar la delicada tarea de despellejarla para poder respirar tranquilo, sin que la muerte salga confundida con el aliento, para tener un rostro.

Y así, durante la noche, violé los sellos, y sin reacciones viscerales, tratando de soportar el espanto, fui desprendiendo una tras otra de las capas que, finamente superpuestas, se habían adueñado de mi sangre y de mis sentidos. A ritmo de fantasmas fui separándolas, diseccionándolas con el bisturí de mis recuerdos, a pesar del agotamiento, hasta llegar adonde no parecía haber retorno.

Me detuve frente al espejo otra vez, ya al borde del delirio. Si alguna vez anhelé ser aquello que miraba, ahora esa imagen me hacía señas desde una lejanía que nunca pude mensurar cabalmente. Comprendí que todo me había fallado, pero no tuve valor para romper el espejo, tenía miedo de ser sólo una de sus astillas, de ser la frontera desierta. Arranqué, desesperado, a grandes trozos, las partes que quedaban, hasta comprobar que yo no tenía rostro: en el lugar de la cara se sospechaba, como en un espejismo, un castillo antiguo, vacío, oscuro, en el que se oyen ruidos de fusilamientos.


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