viernes, julio 08, 2022

Es hora del viraje (2010 y 2022)

 En 2010, escribí un artículo sobre la fallida estrategia de seguridad de Felipe Calderón. En 2022, uno sobre la fallida estrategia de seguridad de Andrés Manuel López Obrador. Comparten título. Helos aquí:



Es hora del viraje (2022)

El título “Es hora del viraje” corresponde a una columna que escribí en marzo de 2010, refiriéndome a la política del gobierno de Felipe Calderón contra el crimen organizado.

En aquella ocasión señalé, luego de que fueran acribillados 16 preparatorianos en Ciudad Juárez, asesinados dos estudiantes de excelencia del Tec de Monterrey y muertos a balazos diez jovencitos en Durango, que Calderón había advertido que su guerra contra el narcotráfico costaría sangre, pero que dudosamente se habría imaginado que habría tanta sangre inocente.

En esas fechas, Calderón se defendió de las críticas diciendo que una de las opciones, negociar con los cárteles, era inaceptable y la otra, de dudoso éxito, complicada ejecución y sujeta a las presiones de Estados Unidos, era liberalizar el consumo de drogas. Las descartó y concluyó a la manera de los muralistas: “no hay más ruta que la nuestra”.

Subrayé entonces que “la estrategia de Calderón pone énfasis en el músculo, no en el cerebro. Al estilo americano, las inversiones más importantes son en tropa, armamentos y tecnología. Lucha dura y directa. Pocos son los recursos en la investigación, y más que insuficientes los esfuerzos por romper la cadena del narcotráfico por donde verdaderamente duele, que son las finanzas”.

En aquel artículo pedí un viraje en la estrategia, cambiar prioridades, “y, necesariamente, terminar con la impunidad con la que se manejan algunos panistas en el norte del país”.

Obviamente, fue arar en el mar. Como también sucederá con esta columna.

Tras el asesinato de los misioneros jesuitas en Chihuahua, han crecido las críticas a la estrategia de López Obrador respecto al crimen organizado. En contraste con la de Calderón, AMLO ha optado por “abrazos, no balazos”, lo que se ha traducido en la práctica, en una política de dejar hacer y dejar pasar.

Esa política no ha servido para disminuir la violencia. Mucho menos la impunidad que impera en el país. Ha generado que aumente el vacío del Estado en varias zonas. Y esa ausencia ha envalentonado a los criminales, que pueden aterrorizar regiones enteras aun con una orden de aprehensión en su contra, que se pavonean en los pueblos y presumen su poder y prepotencia, que no respetan ni los templos ni a los sacerdotes.

Se trata de un abandono. Y ese abandono se adereza con el discurso fatuo de que, en la medida en que las ayudas sociales se desparramen, habrá menos incentivos para incorporarse a las filas del crimen organizado.

Pero hay dos peros. Uno es que esa estrategia, si funcionara, tomaría una generación y, en el interín, para entonces el poder de las bandas sería totalmente abrumador. El otro es que la lógica asistencialista tiene la característica de desmovilizar a las comunidades, de volver a sus miembros individualistas e indiferentes.

El crimen organizado tiene a su favor, en primer lugar, cantidades groseras de dinero, con las cuales las bandas se han hecho de un arsenal temible y tienden redes de corrupción en todos los niveles de gobierno. En segundo, una envidiable capacidad organizativa, con redes semiindependientes y flexibles (y en ellas contratan profesionales de la química, la contabilidad, el derecho, la administración, etcétera). Y en tercero, que se mueven en un ambiente social de creciente resignación a su poder y a su prepotencia.

A cada una de estas fortalezas corresponden una debilidad de las instituciones: menos recursos (y, por lo tanto, posibilidad de ser corruptibles), organización vertical y rígida (y, por lo tanto, menor capacidad de maniobra), problemas de credibilidad acerca del éxito de su estrategia.

A cambio, no existe un cártel de cárteles, el hecho de estar fuera de la ley complica su logística, y no tienen estrategia de largo plazo. Estas debilidades de los criminales son, a su vez, fortalezas del Estado, que deberían ser aprovechadas, sobre todo golpeando sus finanzas, al tiempo que se cortan los brazos más débiles de la hidra, dejando de lado la impunidad.

Pero no. La Unidad de Inteligencia Financiera está ocupada en otras cosas, normalmente relacionadas con la política. También allí ha habido un abandono.

En una actitud espejo respecto a la de Calderón hace doce años, el presidente López Obrador considera que sólo hay dos opciones: la suya o la del enfrentamiento a sangre y fuego. Nada en medio, nada diferente. No hay más ruta que la de él. Lo mismo que el panista. En eso vaya que son iguales.  

López Obrador no acepta las preguntas. Y, como Calderón, mucho menos acepta las críticas, por más claras que sean. Quien se atreva a decir que va mal, está apergollado con la oligarquía. Es un eterno soliloquio, con aplausos y vítores de su comunidad de la Fe.

Hace dos sexenios terminaba mi artículo con la siguiente frase: “A la buena suerte no hay que patearla, señor Presidente. Es hora de iniciar el viraje”. Podría volver a intentarlo, pero ya aprendí, por experiencia, que desde las alturas del ego la señal no llega, y no se escucha más que al eco.


Es hora del viraje (2010)

En las últimas semanas, las circunstancias están dando un giro que ha erosionado la estrategia del gobierno contra el crimen organizado.

Durante varios años, los caídos de esta peculiar guerra habían sido –de acuerdo con los partes oficiales- casi exclusivamente sicarios, con algunas sensibles bajas entre las fuerzas del orden y muy contados fallecimientos del lado de los civiles (una niña caída en fuego cruzado, algún menor asesinado en el velorio de un narco, los desafortunados viandantes del día del Grito en Morelia). En pocas semanas, son acribillados 16 preparatorianos en Ciudad Juárez, mueren dos estudiantes de excelencia en Monterrey y –al parecer también desligados del narco- caen diez jovencitos en Durango. Son muchos jóvenes inocentes en muy pocos días.

Cuando el presidente Calderón advirtió –no hay engaño- que su estrategia de lucha contra el crimen organizado costaría sangre, sabía, necesariamente, que una parte de esta sangre sería inocente. Dudo que se haya imaginado que fuera tanta… y que se generarían tantas bajas en los ámbitos policiaco y castrense. Dudo, asimismo, que se imaginara que, a estas alturas del sexenio, no sólo algunas plazas importantes seguirían en disputa entre el Estado y los cárteles, sino que el consumo interno de drogas ilícitas creciera al punto de convertir el mercado nacional en botín preciado.

Un poco abrumado por la situación, y molesto por las críticas, el Presidente ha retado a que se presenten opciones de combate al crimen organizado mejores que la suya. Al respecto, las ha resumido en dos: una, inaceptable, es negociar con los cárteles; la otra, de dudoso éxito, complicada ejecución y sujeta a las presiones de Estados Unidos, es liberalizar el consumo. Las descartó y concluyó a la manera de los muralistas: “no hay más ruta que la nuestra”.

Los problemas de esa ruta, que estamos recorriendo, están cada vez más a la vista. Por una parte, la capacidad corruptora de los criminales ha penetrado, todavía más que antes, varias instituciones policíacas. Por la otra, la utilización del Ejército en tareas que no le son propias está mostrando sus limitaciones. Las fuerzas armadas, en todos los países, están entrenadas para una situación de guerra, y su contacto con la población civil no siempre es terso. Suelen pecar más por exceso que por defecto. No se le pueden pedir peras al olmo. Pero por eso mismo, no se puede suponer una intervención militar permanente (sin fecha de repliegue o retiro).

De que son necesarios en la actual circunstancia, no cabe duda. De que también se requiere la unificación de cuerpos de policía para un mejor control, tampoco. Pero el asunto no está allí, sino en los énfasis. La estrategia de Calderón pone énfasis en el músculo, no en el cerebro.

Al estilo americano, las inversiones más importantes son en tropa, armamentos y tecnología. Lucha dura y directa. Pocos son los recursos en la investigación y, más que insuficientes, los esfuerzos por romper la cadena del narcotráfico por donde verdaderamente duele, que son las finanzas.

Si se hubiera gastado la quinta parte del presupuesto destinado al combate al crimen organizado a grupos selectos de inteligencia –que, hay que admitirlo, partirían casi desde cero-, dedicados a desenmarañar las imbricadas redes de lavado, se habría avanzado mucho más en debilitar los cárteles. Desde Zhenli Ye Gon (que fue casualidad y en el sexenio pasado), no ha habido un solo caso importante. Es más fácil –y viste más ante la opinión pública facilona- detener un lugarteniente al mes (perfectamente reemplazable, por lo que hemos visto) que desarticular una red de lavado y tal vez pegarle a unos señores de cuello blanco, con hijos en escuela particular y membresía del club. Pero es menos efectivo. Ellos son los principales cómplices del ataque al Estado, y el Estado ha preferido mantenerse sin los instrumentos necesarios para desarmarlos.

Y es que, recordemos, el narcotráfico no nace de la mala moral o el corazón perverso de algunos “malosos”, sino de oportunidades concretas de grandes negocios a la sombra de la ilegalidad. Es, en primer lugar, un asunto económico: oferta, demanda y jugosas ganancias.

En este sentido, resulta patética por partida doble la aseveración de que no tiene sentido discutir la despenalización en el consumo mientras que no la haya en Estados Unidos. En primer lugar, porque –y esto lo sabe el Presidente- a través de legislaciones locales, varios estados de la Unión Americana le están dando la vuelta a la prohibición. O sea que allá sí se está discutiendo. En segundo, porque –con toda lógica de mercado- las drogas se liberalizarán allá cuando los productores internos sean capaces de surtir la mayor parte del mercado. De tontos (de “irracionales económicos”, diría el teórico) liberalizan nada más para importar, y para hacerle el negocio a los productores de otro país. De tontos (o más bien, de dependientes) esperamos nosotros a que ellos finquen las condiciones de mercado. Empezarán con la mariguana (gracias a la creciente producción hidropónica de cannabis con alto potencial tóxico).

La estrategia gubernamental de combate al narcotráfico requiere de cambios. No pueden ser una vuelta total de timón, pero sí una reasignación de prioridades. También, una apertura a la discusión de temas que –en el ámbito de violencia que se vive en algunas zonas del país- no pueden ya ser tabú. Y, necesariamente, terminar con la impunidad con la que se manejan algunos panistas en el norte del país. Casos como los del alcalde de San Pedro Garza García –que paga, muy orondo, a narcos como informantes- y del presidente de la cámara de diputados de Baja California –que es capturado con droga, difama al Presidente y sigue tan campante, mientras se obliga a presentar la renuncia a sus captores- no hacen sino echar sal a la herida social.

 En el caso de los estudiantes muertos, Calderón y su partido han corrido con suerte, porque el Tec hizo buena parte de la tarea de control de daños que correspondía al gobierno (recogió el tiradero, en más de un sentido). Si los fallecidos hubieran sido de alguna universidad pública –y se hubieran podido zafar del sambenito de “sicarios”-, seguro que no se la acaban.

 A la buena suerte no hay que patearla, señor Presidente. Es hora de iniciar el viraje.

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