miércoles, marzo 27, 2019

Post-neoliberalismo por decreto


Por decreto declarativo, México ya ha dejado atrás “la pesadilla de la época neoliberal” y, a partir de ahora, se forjará la modernidad desde abajo y sin exclusiones. Eso ha dicho el presidente López Obrador.

Tengo un problema con eso. No porque considere que el modelo que privilegiaba los mercados, sin una suficiente regulación pública, no estuviera agotado al menos desde 2008. Lo estaba. Y además, estoy consciente que desde su concepción, tendió a exacerbar las desigualdades sociales y regionales. A prometer a las mayorías un tarro de mermelada para mañana, sin ofrecer nada de mermelada para hoy.

El problema es que el fin de la época neoliberal se ha decretado por arte de magia. Por la voz del demiurgo, tan solo cien días después del cambio de gobierno. En la economía muy pocas cosas han cambiado –no podía ser de otra manera, en tan poco tiempo–, lo que ha habido es un vuelco en la correlación de fuerzas políticas en el país. Se confunde un propósito con un logro. O al menos así se quiere hacerlo pasar.

No se quiere entender, al menos explícitamente, que un cambio de modelo económico, si no hay una revolución radical que haga saltar en pedazos el anterior estado de cosas, es necesariamente un proceso paulatino de reformas sucesivas, que van cambiando los ejes en los que se articulan producción, distribución y acumulación.

Algunas de esas reformas apenas se están poniendo en marcha; otras más se atisban y hay varias –pienso, por ejemplo, en lo fiscal– que se han desechado de antemano. El modelo no ha cambiado, y tampoco están claros todavía rumbo y ritmos de ese cambio. Lo que hay es una serie de frases presidenciales, cargadas de voluntarismo político y de intenciones morales. A estas alturas, el post-neoliberalismo puede ser cualquier cosa, incluso puede ser más de lo mismo pero con otro nombre, otros socios y unos cambios cosméticos. Lo único cierto es que quien pretende definir sus aristas se llama Andrés Manuel.

Lo que me molesta, pues, es que haya algo de pensamiento mágico, religioso, en esa súbita acta de defunción del neoliberalismo. Que la diferencia más de fondo sea que hay otro personaje en la Presidencia de la República. Y que ese personaje considere que su mera presencia como jefe del Ejecutivo baste para abolir un modelo económico que echó raíces a través de décadas, en la economía y en la sociedad mexicana.

Podrán cancelarse con rapidez los excesos y el boato que caracterizaron a los funcionarios públicos de otras administraciones, pero todo lo demás llevará tiempo, y tendrá que navegar contra corriente… a menos que consideremos que la justicia social, el bienestar compartido y la democracia participativa ya llegaron.

Considero que el cambio de gobierno habrá valido la pena si, efectivamente, el Estado se empeña en coadyuvar activamente en la consecución de mejores condiciones de vida y de trabajo para la gente, si busca no solamente en crecimiento económico, sino también en redistribución del ingreso, si atiende las necesidades de la población, en vez de pensar en la lógica extractiva de los recursos humanos y naturales. Si piensa en inversión y en demanda efectiva.

Pero nada de eso está garantizado. Más bien hay indicios de que seguirá primando la lógica extractiva y de que los mecanismos redistributivos tienen más componente político-electoral que económico. También, que el intervencionismo estatal puede, al menos en parte, ser de viejo cuño, con recetas que ya caducaron.

El sepelio y muerte oficial del neoliberalismo económico, lo sabemos, son más retóricos que reales. No se lee en el mapa de ruta un cambio hacia nuevas reglas de convivencia económica. A diferencia de ello, se pueden leer múltiples signos en lo referente a la convivencia política, con la aparición de un nuevo partido hegemónico y una figura omnipresente. El que de verdad está muerto y sepultado es el neoliberalismo como argumento político: quienes insistan en esa retórica están destinados a la irrelevancia, están políticamente muertos y no lo saben.

López Obrador está cumpliendo sus promesas de campaña. Pero si algo tuvo la campaña de AMLO fue que, mientras criticó con claridad la realidad existente –era bueno para los diagnósticos– nunca fue claro al plantear un modelo alternativo para la economía –las soluciones venían de la suma de propuestas, no siempre congruentes entre sí.

Lo mismo está pasando ahora. Sabemos lo que AMLO rechaza, pero no sabemos, a ciencia cierta, lo que quiere. No conocemos, más que por generalidades discursivas, a dónde pretende llegar. Dónde queda la estación del post-neoliberalismo neonato.

Tengo la impresión de que tampoco López Obrador sabe, bien a bien, a dónde quiere llegar, si pensamos en modelos económicos. En lo político, en cambio, está claro: a la consolidación transexenal del poder propio y del grupo que encabeza.

En ese sentido, lo económico está destinado a depender de lo político. Así que no es difícil imaginar que habrá más de un bandazo en el camino del post-neoliberalismo. 



AMLO: inversión o subsidios


Hace unos días, el presidente López Obrador dio un adelanto de su visión general de política económica, que pudiera servir como base para entender la manera en cómo abordó la cuestión durante el informe de los primeros cien días de su gobierno.

López Obrador afirmó que el eje del desarrollo sería la economía popular y no, como en los gobiernos anteriores, el mantenimiento de los equilibrios macroeconómicos. Fue explícito en señalar que lo que a él le interesaba era la gente. Si leemos mínimamente entre líneas, AMLO dio a entender que la gente no era del interés de los otros gobiernos.

Podrá a muchos parecer una exageración, pero yo creo que allí dio en el clavo. Otra cuestión es si el modelo que propone tiene la capacidad para ver efectivamente por el bienestar de los mexicanos de carne y hueso. Si es socialmente eficaz.

Vayamos por partes. Si la economía se maneja a partir de modelos en donde lo importante son variables que no tienen qué ver con la vida cotidiana de las personas, se corre el riesgo de confundir los modelos con la realidad. De hacer una suerte de fetiche. De no entender la diferencia entre instrumentos (como las matemáticas o la estadística) y objetivos. De terminar rindiendo culto a esos entes surgidos de nuestras cabezas, y no entender cuáles son los fines de la economía: la satisfacción creciente de las necesidades humanas.

En esa lógica, con las prioridades de cabeza, economías como la mexicana han crecido de manera lenta y desigual, sin desarrollar su potencial y, sobre todo, sin generar el bienestar social necesario para una convivencia civilizada.

Poner en el centro a las personas de carne y hueso es, entonces, un acto transformador. El asunto es el cómo, porque implica al menos tres cosas: asumir que la economía es indisociable de la política, entender que la manera de medir el éxito de la política económica debe ser distinta a la tradicional y comprender que, de todos modos, hay reglas básicas que no pueden ser rotas, si se quiere llegar a los objetivos de bienestar compartido.

Piensa López Obrador que con acabar con una corrupción que llegó a niveles de pillaje, mantener un gobierno austero que no caiga en déficits excesivos y distribuir directamente apoyos a la población, México tendrá un mayor crecimiento económico, con más bienestar para la gente. Los dos primeros puntos son apenas un punto de partida y el tercero no puede estar en el centro de un programa redistributivo.

Cualquier disminución de la corrupción tiene un efecto positivo tanto en las finanzas como en el comportamiento general de cualquier economía. En el caso mexicano, hay amplio espacio, porque la corrupción fue rampante. Pero como el presupuesto fue tan austero, los ahorros –al menos en el corto plazo- apenas servirán para que el gobierno siga funcionando.

Lo que se requiere es inversión. No hay escuela de pensamiento económico que no subraye su importancia capital. Se requiere inversión pública, privada y mixta. La proporción de la inversión en México, respecto a su producto, es insuficiente y la inversión pública ha caído año tras año, hasta ser menos del 3 por ciento del PIB. La baja en la inversión pública no ha sido contrarrestada por un aumento en la inversión privada capaz de generar la dinámica económica que el país necesita.

Lo que se requiere, asimismo, es reactivar el mercado interno. La demanda efectiva de los mexicanos. Eso no se hace cerrando nuestra economía que, en términos estrictos de su dinámica, se ha visto beneficiada por la apertura, sino generando mayores ingresos para la población. El primer paso, la recuperación de los salarios reales, castigados durante décadas. México no puede competir epidérmicamente, con base en salarios bajos, sino a partir de otras facultades, ligadas a la educación y la capacitación, además de las ventajas geográficas.

AMLO se refirió a este asunto en su informe de los cien días, cuando dijo que “la inversión pública se convertirá en capital semilla para atraer inversión privada nacional y extranjera” y habló de la creación de sociedades mixtas de inversión. El problema es pasar de las palabras a los hechos, y no nada más en los proyectos del sur-sureste.

La inversión pública funciona mucho mejor que las transferencias directas para generar bienestar. Lo hace a través del empleo y la transformación de ciudades y comunidades. Si hay participación social, pueden generarse las condiciones para una economía más humana y cercana a la gente y sus necesidades.

Las transferencias, más si están totalmente monetizadas, tienden a confundir el valor de cambio con la creación de valor, y su potencial para transformar la vida se reduce a un aumento de la capacidad de compra. Eso no es economía popular. Es subsidiariedad.


La inversión gubernamental y la mayor calidad de los servicios públicos –en educación, salud, cultura- no crean clientelas políticas con la facilidad, casi automática, de la que se genera con quien recibe un cheque. Pero su efecto es más duradero, tanto en lo político como en lo social. Lástima que a veces en lo político, el cortoplacismo le gane al verdadero interés en la gente de carne y hueso. 

jueves, marzo 21, 2019

Los videojuegos y yo (biopics)

Se sabe que hay personas más propensas a las adicciones que otras. Hay quienes se enganchan a todos los hábitos y quienes no lo hacen con ninguno. Yo estoy a medio camino, espero. Pero es probable que, si yo fuera de las generaciones que nacieron con la computadora en casa, hubiera terminando siendo adicto a los videojuegos. No lo soy, o eso quiero creer. Lo cierto es que he tenido una muy larga y compleja historia en mi relación con ellos.

Si hay un precursor de los videojuegos es el billar eléctrico, el flipper, las maquinitas de pinball

Descubrí esas maravillas a los 13 años, durante mi estancia para aprender inglés en St. Louis, Missouri. Ponías un nickel y te lanzabas a la aventura de batear y dirigir las tres bolas metálicas, con los bumpers, las lucecitas y los sonidos. Esa inmersión habría valido la pena si le sacabas a la máquina un juego de premio.

De la tienda de donas de Meramec Street, recuerdo cinco máquinas por su nombre. Flying Chariots, Casanova, Ice Revue, Christmas Carols, The Heat Wave. La primera, con claras reminiscencias de la película Ben-Hur,  era la más viejita, muy avara para dar el juego extra y también mi favorita; la última era la más difícil y había un tipo, Douglas Davis, que le sacaba todos los juegos que quería, ante los ojos admirados de quienes lo veíamos jugar. Era un pinball wizard avant la lettre. Ya vendría The Who a explicarnos el tamaño de la magia del jueguito al que nos habíamos hecho adictos.

Con las máquinas de pinball, en esos albores de la adolescencia, se tenía una relación casi sexual. Abrías las piernas frente a ella y le dabas empujoncitos con la pelvis para mantener la bola en juego, para sacarle más lucecitas y puntos, mínimos orgasmos. A veces, muchas más de las que quisiera uno, el empujón era excesivo, la máquina marcaba tilt con letras rojas, y habías perdido la bola, cuando no el juego.  De regreso a México, isla intocada por la modernidad internacional, las extrañé.

Pasarían varios años y, cuando me fui a estudiar a Italia, ahí estaban de nuevo. En los bares, a 50 liras la partida. A diferencia de la adolescencia, cuando uno salía corriendo a jugar y el límite real era el dinero, en los años universitarios el juego de pinball era una distracción de vez en cuando. Pero igual había días que te clavabas.

En Perugia, había una con tema de Tarzán que llegué a dominar. A otra, aparentemente muy difícil, con tema de Black Jack, en el bar junto al teatro Storchi de Módena, una vez Eduardo Mapes y yo, cada uno manejando un flipper y un botón, le dimos la vuelta al marcador. Llegó a 99 mil 999 puntos y regresó a cero porque el artefacto electro-mecánico no tenía espacio para el sexto dígito. El dueño no nos creyó que habíamos hecho la proeza y por eso no nos dio la botella de vino prevista para quienes rompieran un récord, que era la costumbre entonces.

En el bar de Lina, el más cercano a nuestra casa estudiantil, daban una botella de vino a la semana al mejor marcador de pinball. Yo la obtuve dos veces, ambas en coincidencia con la semana de mi cumpleaños, y una de ellas con una máquina viejísima, exactamente el Christmas Carols que había conocido casi una década atrás y aceptaba los empujones mucho más que las nuevas, más sensibles. El vino era de los más baratitos pero qué importa.

En el último año en Italia, en el bar de Hermes, junto a la Facultad, apareció otro tipo de máquina, una que tenía una pantalla y en la que jugabas tenis con unos palitos manejados con una suerte de paleta.  Era un juego de Pong. A muchos les encantó, pero no me pareció atractivo; jugué más la siguiente versión, que era una batalla de tanques, que ibas maniobrando, protegiéndote en barricadas lineales.

De regreso en México, ausencia por unos años de videojuegos o cosas similares (mi hermano tenía una cosa parecida al Atari en la que un cocinero subía a preparar hamburguesas, pero yo ya no vivía en casa y sólo probé a jugarlo un par de veces), hasta que empezaron a aparecer los locales de Chispas, con algunos juegos que serían clásicos en los ochenta. No los frecuentaba mucho, pero cuando lo hacía había dos que me encantaban: Pac-Man y Centipede. Prefería manejar las máquinas que se controlaban con una esfera, por encima de las que usaban el joystick. Poco después, con botones, me aficioné a la primera, muy soviética, versión de Tetris.

En 1988, cuando compré mi primera computadora personal, Jorge Carreto y Chuy Pérez Cota me pasaron algunos videojuegos. Allí conocí a Q-Bert, y a Janitor Joe, un humano que trata de escapar de robots asesinos. Otro de los juegos que me pasaron fue uno de los pioneros de aventuras gráficas: Leisure Suit Larry in the Land of the Lounge Lizards; no le entendía muy bien y nunca pasé de la escena del casino. El que más me gustó, al principio, fue 3-Demon, que era como jugar Pac-Man pero en la perspectiva de primera persona: uno se movía en el laberinto, esquivaba fantasmas asesinos y luego pasaba por encima de un círculo grande y podía perseguir a los fantasmas y devorarlos.

De ese paquete, al que terminé siendo más aficionado fue a Pengo, un pingüino que patea mosaicos para aplastar a unas abejas asesinas. Lo jugué sobre todo en las madrugadas, cuando recién me había separado de mi primera esposa. Superé todos los niveles, hasta que el juego se repetía, sólo que a mayor velocidad. Cuando cambié de computadora, a una con más memoria, el juego se hizo endemoniadamente veloz y terminé por perderle el gusto. Estaba hecho para cacharros de 2 K.

La nueva compu, comprada por ahí de 1992, traía los juegos tradicionales de Microsoft. Al primero que le hinqué el diente fue a JezzBall, que se trataba de encapsular un número creciente de pelotas rebotantes en un espacio limitado –y el truco, en palabras de mi hijo Raymundo, era “hacerle picardía a la pelotita”-  y luego a otro clásico, Buscaminas. Después hubo un tiempo, estaba yo desempleado y mi esposa Taide, embarazada, en el que ambos le dimos con gusto sin igual al Pac-Man, llevando los scores a niveles inimaginables.


Este tipo de juegos también estaban en las computadoras instaladas en Crónica en su primera época. Jugué allí algo de FreeCell en las largas noches de la redacción,  pero nunca con la constancia y habilidad de Hugo Martínez. Pero, contemporáneamente a mis primeros usos de internet, el encargado de la página web del periódico, Juan Antonio Barberá, me pasó los discos de dos de los juegos que disfruté de manera más intensa por un periodo relativamente corto.

Uno es Wolfenstein 3D, que es un laberinto jugado en primera persona en el que un soldado se enfrenta a soldados nazis, perros y hasta zombies. Un juego violento como los de hoy y adictivo como los de hoy. Los principales problema son encontrar al número máximo de enemigos para poder pasar al siguiente nivel y, sobre todo, hallar  los cuartos y los niveles secretos dentro del laberinto. Cuando lo terminé no regresé a jugarlo nunca más.

El que, a mi gusto, ha sido el más bonito videojuego en el que me he metido es Grim Fandango, una aventura gráfica muy divertida, a ratos realmente difícil, pero con una historia muy padre. Se desarrolla en un inframundo estilo mexicano, en algo así como los años 40 y uno juega como el personaje central, Manny Calavera, una suerte de Humphrey Bogart mexicano –y calaca- que descubre un gran fraude en el mundo de los muertos, trata de salvar a Meche Colomar, una guapa muertita a la que le hicieron una transa, se mete a una organización rebelde y es ayudado por un demonio gordo, tonto y leal. En ese inframundo en donde lo peor que puede pasarte es florecer –es decir, morir dos veces- y donde el origen de la maldad es el deseo de vida, uno no puede sino acompañar a Manny hasta que cobra total venganza.

Cuando jugué Grim Fandango, algo que me llevó varios meses, porque también tenía que trabajar, a cada rato me decía que tenían que hacer una película de tan buena historia. Hoy, a pesar de que ya está medio trillado el inframundo de calacas mexicanas, sigo pensando lo mismo, y pienso que no habría nadie mejor para dirigirla que Guillermo Del Toro.

Entrando al siglo XXI, descubrí las redes sociales por internet. No las que ahora tienen a miles de millones de personas, sino otras. A la primera que entré fue a Abuzz, que era una derivación de los foros de opinión de The New York Times y el Boston Globe. De ahí, como grupo escindido, estuve en Raven’s Realm y, hasta ahora en able2know. Durante varios años estas redes sirvieron para estar haciendo cosas interesantes en los momentos muertos del trabajo, así que casi abandoné los videojuegos. Casi, porque en 2004 le entré a unos videojueguitos de la BBC con motivo de los juegos olímpicos en Atenas. A partir de 2005 otro entretenimiento capturó enormemente mi atención: los juegos de fantasía, sobre todo el Fantasy Baseball. Lo llegué a jugar hasta en invierno, en un juego de estrategia en línea que se llamaba Bush League.

Nunca tuve ni GameBoy ni Atari ni Playstation. Ocasionalmente, de visita con familiares en San Juan del Río, me echaba algún partidito de beisbol con un sobrino o torneos FIFA con mis cuñados, normalmente con más juegos perdidos que ganados. Pero una Navidad, mi hijo Camilo trajo un regalo especial: una consola de Wii.

Tras unos meses, mi esposa Taide y yo, mucho más que nuestra hija Taide, nos hicimos fans del Wii Sports Resort, o al menos de varios de los deportes que ahí se practican. Le dimos durísimo al golf, al frisbee, al ping-pong y al boliche. En esa fiebre, un par de navidades después, Camilo trajo el Mario Cart, con todo y volantitos. De nuevo, tremendos campeonatos, sobre todo maritales. Hasta que una noche traía yo la horrible musiquita de una de las pistas metida en la cabeza y no me la pude quitar en días. A partir de ahí le bajamos considerablemente.

Hace unos años, el creador de able2know, puso en el foro, por diversión, unos “juegos tontos”. Rastreé su fuente, y era un sitio llamado, muy apropiadamente, OfficeGameSpot, con cerca de mil juegos. He de haber jugado como 60 diferentes, y me clavo en alguno por días o semanas, para luego cambiar. Hay uno, rápido y sencillo, que se llama Four Second Frenzy, del que he visto tipos que presumen haber llegado a algo así como 10 minutos sin perder, y yo he duplicado varias veces esa presunta hazaña. Veo que no me gustan los juegos de plataforma o acción, y sí los que tienen algo de rompecabezas.


Debo terminar ya esta entrada. Hoy superé los 15 millones de puntos en Dolphin Olympics, mañana tengo draft de Fantasy Baseball y encima, lo que son las cosas, tengo que seguir trabajando.



viernes, marzo 01, 2019

Biopics: tres personajes legendarios (y una anécdota fría)

Hay una anécdota, pequeña y fría, que da cuenta del alejamiento que en esos meses teníamos Patricia y yo. El día de su cumpleaños, la invité a comer a un restaurante del centro. Terminando, le dije que en una hora tenía una cita con un personaje importante para cuestiones del periódico. Se molestó abiertamente. Mientras yo pensaba que había sido buen detalle invitarla, ella imaginaba que iba a dejar de trabajar para celebrarla. Una prueba más de que no andábamos en el mismo canal.
La fría anécdota sirve para dar mis pequeñas impresiones sobre tres personajes famosos –yo diría que legendarios- que conocí en los primeros años de El Nacional.  

Armando Jiménez
La persona con la que tenía cita aquella tarde era Armando Jiménez,  también conocido por el alburero mote de El Gallito Inglés, autor del libro Picardía Mexicana, que posiblemente haya sido el libro mexicano más vendido del siglo XX y tremendo cronista del habla y la vida popular.
Jiménez se había interesado en publicar con nosotros una serie de viñetas acerca de bares, cantinas, congales y otros sitios de diversión en la capital, desaparecidos en su mayoría. Traía varios textos de muestra, bastante buenos. Quedamos en publicarlos bajo el título de“Antros y Letras”.
Uno se imagina que conoce a Armando Jiménez y se la va a pasar muy divertido cotorreando con él, entre refranes y albures elegantes o vulgares. Pero no. El Gallito Inglés resultó ser conmigo un señor muy serio, a veces enfurruñado, que siempre hablaba en términos de negocios, preciso en sus condiciones y pagado de sí mismo.
Cuando, meses después, alguien descubrió que Jiménez había publicado los mismos textos en otros medios, años antes, suspendimos su colaboración y se indignó mucho. Dijo que eran textos diferentes. Eran igualitos.
Pasaría más tiempo, al menos un lustro, y otro diario publicaría, como novedosísima exclusiva, las mismas sabrosas reseñas que El Nacional había publicado entre 1989 y principios de los 90. Efectivamente, Armando Jiménez era un buen pícaro mexicano.

El Mago Septién

Uno de los ídolos de mi infancia beisbolera fue Pedro El Mago Septién, narrador maravilloso de los juegos de pelota de la Liga Mexicana y de  Ligas Mayores. Todo mundo lo tenía por un sabio del rey de los deportes. Era colaborador de la sección de Deportes de El Nacional, donde se quedó muchos años, y ahí fue donde lo conocí.
Don Pedro era un tipo afable, con la mirada ida y una sonrisa alelada. Si te ponías a hablar de beisbol con él –el sueño de muchos aficionados-, te repetía sus frases famosas y, en el fondo, no decía nada. Era un hombre de pocas opiniones, y apenas unas cuantas convicciones sobre el juego de pelota.
Al parecer El Mago creía firmemente que nadie sabía nada de beisbol, pero no por la enorme complejidad de un juego que nadie conoce a profundidad, sino porque suponía que aún sus cosas elementales son complicadas para la mayor parte de los mortales. Te comentaba una regla sencilla como si te estuviera anunciando la Revelación y honestamente creía que su mítico libro de box-scores tenía fórmulas que sólo un demiurgo como él llegaba a comprender (y no, las anotaciones del Mago eran normalitas). Llevaba el libro a todos lados y, tal vez sabedor de la fama que lo precedía, te mostraba las páginas por pequeños instantes. ¡Admira el tesoro, muchacho!   
Para decirlo en una frase. Para mí conocer al Mago Septién fue una decepción.

Fernando Marcos 
“El último minuto también tiene sesenta segundos” es, quizá, la más inmortal de las frases de Fernando Marcos. Jugador y entrenador de selección, árbitro polémico y, por muchos años, hasta la llegada y encumbramiento de Ángel Fernández, el narrador televisivo más influyente del futbol mexicano. Don Fer también tenía una columna en la sección de Deportes.
A Fernando Marcos le gustaba hablar, hacer chistes, burlarse de sí mismo y desplegar su cultura y sus puntos de vista. “Lo único que me faltaba para ser perfecto era el exceso de humildad”, decía, subrayando el tiempo del verbo faltaba. Contaba grandes anécdotas, desde la personalidad del Jamaicón Villegas (y la verdad uno ya no sabía si podía haber alguien así o era ya una caricatura) hasta el famoso último minuto de aquel México-España de 1962, que platicaba a detalle: “…viene el centro, la Tota grita ¡Mía!, pero el Gallo Jaúregui estaba medio sordo del oído izquierdo y cabecea, la bola cae a los pies de Peiró dentro del área…”.  Una vez le preguntamos cuál era el gol más bonito que había visto en su vida y respondió describiendo que el balón estaba en el punto para el tiro libre, la barrera de cinco hombres no estaba en realidad a la distancia y “entonces yo me preparé y tiré un chanflazo por encima de la barrera que hizo una curva perfecta…”. Y, claro, toooda la explicación del incendio del parque Asturias en aquel partido que él arbitró.
A diferencia de otros de su generación, Fernando Marcos era un apasionado de la psicología del deporte. El símil que más gustaba de utilizar era el del globo que se infla o se revienta, según el material, e insistía que el principal problema de los atletas mexicanos era su incapacidad para dar  su máximo bajo presión.
Queda claro que don Fer y yo nos hicimos cuates. Hubo un momento de diferencia cuando se enteró de que no lo habíamos acreditado para los Juegos Olímpicos de 1992. Le dije que suponía que iba a ir por Canal 13, pero allá tampoco lo habían hecho. Su forma de protesta fue escribir exclusivamente de futbol durante la gesta olímpica.
Más tarde volvimos a coincidir en Canal 13, donde él, aunque por la edad y los achaques ya no se veía bien en pantalla, era figura importante del programa de discusión deportiva En Caliente. Allí volví a gozar de sus entretenidas anécdotas y su inteligente punto de vista sobre cualquier cosa, porque el señor opinaba de todo.