jueves, enero 17, 2019

Biopics: Navegando en la vorágine (y dos licuados de fresa)

Hay etapas en la vida que son puntos de quiebre, en las que pasa una vorágine de cosas que –en ese momento no lo sabes- se combinan para que tomes un nuevo rumbo y te conviertas en una persona diferente, sin dejar de ser tú mismo. Navegas intensamente en medio de un torbellino de eventos, propósitos, tareas, emociones y repensamientos que hacen que a veces sientas que pierdes el control. Pero no lo pierdes, y en el recuerdo se mezclan distintos ingredientes, y aún así eres capaz de distinguir cada uno de ellos.
Una de esas etapas, para mí, correspondió a los primeros meses de 1989. Me gustaría poder describir, al mismo tiempo, la mezcla y el sabor de cada uno de esos ingredientes vitales.
Lo primero que se me ocurre escribir es que el ritmo al que vivía era acelerado, pero yo no me daba cuenta de ello. Lo entendí hasta años después. Empezaba a las 6 de la mañana, cuando salía a nadar un rato, dizque para relajarme, y terminaba después de la una de la mañana, cuando regresaba del periódico y me encontraba a Patricia envuelta en una nube de cigarro, malhumorada, viendo el show de Arsenio Hall. En medio, había mil actividades.

Seguía dando clases en la Universidad, empezando a las 7:30. Mi adjunta en Introducción a la Economía era Taide Velázquez, la prendida. Normalmente después de la clase salíamos a platicar un rato en el asoleadero de Economía. Eran conversaciones ricas, de todo tipo de temas: cine, modas, la situación del país.
Un día de febrero llegó al salón un grupo de estudiantes de la Prepa Pop que habían tomado, con la complacencia de la dirección, medio piso de la Facultad. Preguntaron si no interrumpían. Les respondí que por supuesto estaban interrumpiendo; luego le pedí al salón que votara si querían escuchar lo que los preparatorianos querían decirles. Los alumnos estaban hartos de esos intrusos, que además todo el tiempo estaban pidiendo cooperación, y votaron masivamente que no.
-Entonces, tengan la amabilidad de retirarse –les dije.
-No. Tenemos que dar una información.
-¿Qué no vieron que la clase votó porque se largaran? ¡Váyanse!
-Pinche judicial –fue la frase del que cerró la puerta.
Siguieron aplausos y continuamos con la materia.
Ese día, tras la clase, Taide y yo fuimos a un puestecito que estaba atrás de la Facultad. Pedimos dos licuados. De fresa, porque nos vimos muy fresas con los de la Prepa Pop, y soltamos la carcajada. Seguimos platicando detrás de la Torre de Ciencias (la que había sido antes la facultad del mismo nombre), junto a la fuente ya desprovista del Prometeo. Y ambos sentimos que había pasado algo entre nosotros, una suerte de transmisión eléctrica.
A partir de ahí, las pláticas post-clase se hicieron más largas, se acompañaron de paseos por buena parte del campus universitario. Y las conversaciones tomaron un giro más íntimo. Hablamos de nuestra infancia, de nuestra idea de la felicidad, de nuestros gustos. En algún momento le dije a Taide que sentía que en nuestros diálogos corrían ríos subterráneos que se juntaban. No era sólo la plática, no era sólo la compañía, había otra cosa que todavía no tenía nombre. Una vez, en una banqueta frente a la Facultad de Química nos besamos, nos miramos a los ojos, nos reímos y empezamos a entender cuál era ese nombre. Nos resistimos un tiempo a admitirlo abiertamente. A decirlo. Pero sabíamos.

Después de la universidad solía pasar por Camilo al kínder, llegaba Patricia de su consultorio, Rayo de la escuela y comíamos. De ahí, directo al periódico tres veces por semana; las otras dos, llevaba a los niños a Pumitas. Camilo acababa de entrar y Rayo había subido de categoría. A veces, durante los entrenamientos, me escapaba a mi cubículo a hacer llamadas al periódico, que ya estaba trabajando. Si no, me quedaba a un lado del campo, leyendo algún libro de economía.
El equipo del menor se llamaba Saltamontes. Lo típico, dependía de un niño crack y el monitor se dedicaba más a él que al resto. En los partidos sabatinos, Camilo se entretenía más recogiendo pastitos que jugando. Para colmo, había un niño que sólo se dedicaba a empujar a los demás, tirándolos; la mamá lo justificaba diciendo que “es porque soy madre soltera y le falta la figura paterna”.
Una ocasión, hubo un partido que se jugó cerca del Estadio Azteca. Televisado y en cancha de pasto sintético. Camilo jugó muy bien. Tras felicitarlo, le pregunté por qué no se había sentado como en los otros juegos. Su respuesta: “es que ese pasto falso estaba muy caliente”.
En los pocos meses que duró con Saltamontes, porque luego confesó que no le gustaba, Camilo anotó un gol, que festejó muchísimo. Se llevó la pelota desde medio campo, entre la indiferencia de los demás, chutó y la anidó en la red. Desgraciadamente, fue en su propia portería.
A Raymundo, en cambio, le tocó otro buen monitor, Poli y, a pesar de que las Panteras eran casi todos menores en edad respecto a sus rivales, el equipo se convirtió en uno de los mejores. Al año siguiente, aun con un monitor medio bobo, serían un trabuco prácticamente invencible.
  
Dejaba a los niños en casa y de ahí a El Nacional, a la sección Ciudad. Revisaba –rápidamente, si era día de entrenamiento- lo que tenía, iba a la junta de redacción a las 7 de la noche, y me seguía con la edición y la planeación para los días siguientes, terminando normalmente hacia medianoche. Esa sección resultó más fácil de coordinar que Deportes, entre otras cosas porque ya habían visto lo que había sucedido allá y no querían caer bajo mi espada de ángel exterminador. Abundaré sobre esa experiencia más tarde.
Contemporáneamente, escribía mis columnas para La Jornada, la agencita de Pineda y ahora también para Notimex, a invitación del nuevo director de la agencia, Raymundo Rivapalacio y hasta llegué a darme un rato para asistir a un par de reuniones como asesor de la Unorca (me invitaron y no supe decir que no).
Los sábados eran mi único día de descanso, aunque la primera mitad del día estaba siempre dedicada a Pumitas. Los domingos me despertaba temprano para ir al mercado, que era una suerte de condición que me puso Patricia para luego ir al futbol de Xochimilco, hacía las compras, Eduardo Mapes llegaba por mí, jugábamos hasta mediodía, me echaba una chela, regresaba, me bañaba, ya estaban los de Canal Once para la cápsula, la hacía, comía y de vuelta al periódico.

Junto a todo eso estaba el proyecto de las encuestas. Me había apalabrado con Pepe Carreño y con Rivapalacio para hacer un par para el periódico y Notimex; Pepe Zamarripa había conseguido la promesa de una para la Asamblea Legislativa. Teníamos que formar la empresa.

Lo que era evidente, entre todo ese movimiento, era que yo me percibía en flujo existencial, en proceso de cambio. El periodismo cada vez me apasionaba más, algunas viejas certidumbres políticas saltaban por los aires, vivía con la sensación de que muchas cosas nuevas se presentaban ante mí y quería comérmelas todas. Y pensaba en mí, en que quería sacudirme una insatisfacción profunda que no sabía bien a bien dónde anidaba. A Taide, en una de las conversaciones, le había yo dicho que era feliz, pero ella había entendido que no. No lo era en el sentido de felicidad real: había estado acontentado con la vida, que no es lo mismo. Había aceptado varios huecos, distintos tipos de vacío.Y ahora quería más vida.


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