martes, diciembre 11, 2018

AMLO: símbolos y emociones

Si algo hubo alrededor de la toma de posesión de Andrés Manuel López Obrador ha sido la proliferación de nuevos símbolos, que es parte integral de la transformación del país que pretende el nuevo gobierno.

Empecemos por lo primero. El nuevo logotipo del gobierno federal. Queda fuera el águila, y es sustituida por cinco héroes patrios, reconocibles para toda la población. Hidalgo, Morelos, Juárez con la bandera, Madero y Cárdenas. La intención es evidente: son los representantes de las anteriores tres transformaciones; López Obrador representa la cuarta. Y el logo no dice “gobierno federal” o “gobierno de la República”, sino “gobierno de México”. Tampoco es dato menor. El nombre de México llega más adentro.

No se trata de un logotipo al gusto moderno, sino de uno que recuerda los libros de la primaria, la historia de estampitas y de gestas heroicas. De hecho, el Juárez es el mismo de las portadas de los libros de texto de la década de los 90. Está dirigido a la mayoría de la población que tiene estudios básicos, no a la que se ha nutrido de otras estéticas. Por lo mismo no está estilizado. Y cuando dice “gobierno de México” hace al mismo tiempo una simplificación y una generalización. Al mismo tiempo que es más entendible para todos, deja claro que el gobierno federal es “el bueno”. El Supremo Gobierno. Un mensaje bien enviado a interlocutores bien definidos.

Otro símbolo fue la apertura de la residencia de Los Pinos, como presunto museo. Olvidemos que fue obra de uno de los héroes que aparece en el logotipo. Lo importante es que la gente común pueda pasearse por donde antes estuvieron los otros presidentes, constatar los lujosos acabados, los amplios espacios. Pensar en las diferencias con su propia vivienda. El juego simbólico es que sea como visitar el Castillo de Chapultepec y ver la tina de Carlota o el despacho de Porfirio Díaz. Con ello, constatar que se ha dado el cerrojazo a una parte de la historia.

Simbólico, sin duda, es el uso del auto blanco compacto y la ausencia del Estado Mayor Presidencial. Allí hay una diferencia radical con presidentes anteriores, pero muy especialmente con Peña Nieto, la camionetota y los convoyes llenos de personal del EMP. Lo que en uno era tomar distancias del pueblo llano, salvo si trataba de una selfie con admiradores en situaciones bajo control, en el otro es la búsqueda de identificación y el baño de masas.

Uno de los ejercicios que se hacen con grupos de enfoque en elecciones es identificar a cada candidato con un auto. En las condiciones sociales actuales, el que sea identificado con una Suburban está perdido.

Eso también significó que, en vez del jefe del Estado Mayor, esta vez estuvieron unos cadetes detrás del Presidente. En vez del oficial de alto rango, jóvenes bien escogidos por su porte, un hombre y una mujer. Al mismo tiempo que contrastaban con López Obrador, daban la idea de la juventud que apoya a la experiencia.

Luego están la ceremonia con representantes de pueblos indígenas y el acto en el Zócalo. La ceremonia ha sido criticada por diferentes razones, entre otras que no es algo novedoso. Al menos desde López Mateos ha habido entregas del bastón de mando. Evidentemente se trata de un acto sincrético, con elementos new age y tintes religiosos (ahí está AMLO con una cruz entre las manos, como el criticado Vicente Fox) y controlado desde arriba.

Al mismo tiempo, sin embargo, tuvo otras características que lo hicieron diferente. Hacerlo en el Zócalo, en el ombligo del país, y el día de la toma de posesión (no en campaña o en una gira, como sus antecesores) es un dato no menor. Arrodillarse ante un indígena también es fuertemente simbólico. Y al final, a la hora de la foto, aquello parecía una versión de un mural de Diego.

El propósito de lanzar un largo discurso en el Zócalo, así como la promesa de hacerlo cada año, después del Informe de Gobierno, también tiene su simbolismo. El Presidente le habla a los poderes de la Unión en el evento formal. A la democracia representativa. A los representantes de la justicia y a los poderes fácticos. Pero no se conforma con ello. Luego va y habla directamente con el Pueblo, así como mayúsculas. A la democracia directa. Y el Pueblo es lo mismo que los seguidores más fieles, que los participantes en la comunidad de la fe en el líder carismático. Ese pueblo que va a decirle que sí a todo.

El contenido de los discursos, lo han dicho ya varios, emana una clara nostalgia por un pasado mítico, en el que las condiciones del contexto internacional eran otras. Y tiene además la característica de ver al México de hoy como si fuera el de la juventud de Andrés Manuel: población y recursos naturales como sus activos más preciados. México es una nación industrial y la aspiración debería ser moverse hacia los servicios, la tecnología y la economía del conocimiento. Pero no es así, y en eso López Obrador coincide con la visión de las mayorías, que han aprendido a ver así el país, como el cuerno de la abundancia natural que nunca da sus frutos a la gente. Una versión falseada, pero bien enraizada entre la población. 

Finalmente, deshacerse del avión presidencial, otro ejemplo de lejanía, con todo y cama king-size. No importa si es o no un despropósito en términos económicos. La simbología está allí y es lo que cuenta.

En resumen, tenemos un Presidente que sabe utilizar los símbolos para consolidar su poder. De eso se trata, en sentido estricto. Puede parecer una obvia manipulación de sentimientos y emociones. Pero vale recordar que precisamente fueron sentimientos y emociones los que lo llevaron a ganar las elecciones, no un frío análisis racional de diagnósticos y propuestas. Si no, pregúntenle a Ricardo Anaya.




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