miércoles, octubre 09, 2013

Biopics: "Ya no soy marxista"



Una mañana de la primavera de 1985 llegué a la Facultad de Economía y, precisamente al cruzar el umbral, tuve una epifanía. Como revelada por el cielo me llegó una convicción: “ya no soy marxista”. Sentí que se había caído de mis espaldas un amasijo de cadenas de hierro.

Durante muchos años, tal vez más de diez, me había considerado marxista, a pesar de no compartir a pie juntillas sus postulados. El andamiaje de esa teoría había influído en mi formación de economista, pero sobre todo en mis quehaceres políticos y en una visión general de la vida.

Como profesor había sido criticado, desde años atrás, por la ultra de la Facultad. Una ocasión llenaron las paredes de dazebaos (cartelones en grandes caracteres, al estilo de la horrenda revolución cultural maoísta) en los que atacaban a los maestros que no simpatizaban con los grupúsculos extremistas. El epíteto dedicado a mí era ligerito: “ecléctico”, y lo tomé como un cumplido involuntario: por supuesto yo no enseñaba sólo marxismo, sino también otras teorías y puntos de vista. Al menos no me acusaban de “marginalista”, “burgués” o “neoliberal”. Supongo que me han de haber visto como marxista light, que a veces renegaba del gran maestro (y despreciable por blando).

Pero esta vez era diferente. Tal vez fue al palpar, extrañamente, la atmósfera marxista de la Facultad que la sentí ajena. Y sentí como si toda ella estuviera atada por una camisa de fuerza. Y percibí, en un momento liberador, que yo me había despojado de esa camisa. Que no caminaba por un sendero estrecho, sino por uno mucho más amplio.

Luego me puse a considerar el por qué de esa sensación.

Como economista, Marx me había parecido –y me parece- genial en varios hallazgos: el concepto de plusvalía, la lógica capitalista de acumulación basada en el dinero más que en la satisfacción de necesidades (y el efecto deshumanizador y mortecino que ello conlleva), así como su análisis (a propósito omitido por sus exégetas) de las causas que contrarrestan su propia teoría de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia. En cambio, me parecía –y ahora con más fuerza- errado en su transformación de valores a precios (es decir, incapaz de pasar de lo abstracto a lo concreto) y muy rebasado por la historia en lo referente a las finanzas. En otras palabras, del economista Marx me quedaba yo con la parte filosófico-social; de lo estrictamente económico, lo mejor era la parte en la que explicaba por qué su teoría podía fallar y, para cuestiones de política económica, no había nada siquiera medianamente practicable.

Como historiador, en principio la teoría marxista me parecía fortísima: en particular, los conceptos de contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción y de que las condiciones objetivas de vida determinan la conciencia subjetiva. Obviamente, eso significa considerar que sí existe la lucha de clases. Pero igual no podía cerrar los ojos ante varios problemas nodales: el carácter eurocéntrico del análisis, que el famoso “modo de producción asiático” no resolvía de manera alguna y, sobre todo, la soberbia presunción de que el método era tan científico que podía predecir el futuro. Las carencias y límites evidentes del llamado “socialismo real” eran un ejemplo de que algo andaba mal en las previsiones; quienes más parecían pasar del “reino de la necesidad al reino de la libertad” eran los pueblos de los países capitalistas desarrollados, guiados por “renegados” socialdemócratas cada vez más alejados de los postulados marxistas.

Nunca tuve demasiado interés en el llamado “materialismo dialéctico”. Entendía que el concepto de enajenación (creo que ahora prefieren usar “alienación”) era anterior al propio Marx y siempre he compartido la idea de que no basta con intentar comprender el mundo, sino que hay que intentar cambiarlo.Pero hasta ahí.

Hecho el resumen, pareciera que mucho de marxista quedaba en mí. Pero falta un elemento central: el rechazo a la cosmovisión de quienes se autonombran marxistas. El rechazo a la conversión de una serie de doctrinas en un corpus a partir de cual hay que basar toda reflexión y toda acción. O peor, la transformación de estas doctrinas en dogma de fe, o en la medición de “grados de pureza”, como hacían los más radicales.
El capitalismo había cambiado, las sociedades eran muy distintas a la Europa decimonónica que Marx vivió, había mucho que analizar y que descifrar en las ciencias sociales con herramientas novedosas. El pensamiento colectivo de la humanidad y la realidad misma fluían a otra velocidad y en direcciones muy distintas. Mantenerse encasillado en el marxismo era lisiarse, era velar la propia vista, era paradójicamente  enajenarse.  

Creo que esa epifanía fue, además, muy oportuna. Casi coincidió exactamente con la llegada de Gorbachov al gobierno de la URSS. Seguirían años de cada vez más acelerada desconección del marxismo, así que cuando el socialismo real terminó su periplo histórico, no sufrí el shock que padecieron otros.

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