lunes, julio 09, 2012

Repensar las encuestas electorales



Las de 2012 resultaron ser unas elecciones difíciles para los encuestadores. A diferencia de los procesos electorales de 2000 y 2006, la gran mayoría de las mediciones hechas una semana o pocos días antes de la cita en las urnas resultaron alejadas del resultado final en rangos por encima del margen de error.

Es cierto que las encuestas no son bolas de cristal capaces de adivinar el futuro y –como insisten los expertos- simplemente toman una fotografía del instante.

Cierto, también, que, por más que se maneje esa insistencia, más de un medio que las contrata persiste en la lógica de la predicción, en una suerte de competencia.

Pero es cierto, finalmente, que cuando es tan grande la distancia entre la opinión pública medida y la opinión pública actuante –mediante su voto- pocos días después, se hace necesario que las empresas demoscópicas revisen a fondo qué fue lo que pasó, so pena de ver mermada su credibilidad como industria.

Para ello, paradójicamente, los mejores instrumentos de análisis son las encuestas mismas.

La manera más fácil de sacarle el bulto al asunto es suponer que las mediciones eran correctas y que, en la última semana –o incluso en el momento mismo de la elección, hubo cambios en el electorado, ya sea porque los “indecisos” se decidieron de modo sesgado hacia López Obrador o porque hubo cambios de decisión de última hora.

Las encuestas de salida sin duda ratificarán el aserto de que a AMLO le fue bien entre los votantes que se decidieron al final, y que a Peña Nieto le fue mal. Pero está claro, también, que la proporción de estos electores sólo explica una parte del error, y no la más importante. ¿A qué se debió la otra?

Por otra parte, la hipótesis de un error muestral no se sostiene. Por una parte, varias de las encuestas de salida estuvieron mucho más cerca de los resultados finales, y las muestras para definir las secciones (casillas) a seguir, se realizaron con el mismo método con el que se hicieron las encuestas de seguimiento. Por la otra, es poco creíble, por pura lógica, un error muestral que conlleva a sesgos similares –sobrestimación del PRI, subestimación del PRD- en muchas empresas encuestadoras diferentes. En cualquier caso, la influencia del error muestral es menor, no generalizada y similar al pequeño sesgo que también se vio en algunas encuestas de salida.

La misma diferencia entre encuestas pre-electorales (erradas) y encuestas de salida (acertadas) nos hace pensar que el problema tampoco está principalmente en la tasa de rechazo. Si de manera sistemática una proporción mayor de votantes por AMLO rechazara las encuestas, eso se hubiera reflejado también en las de salida.

Esto nos lleva, necesariamente, varios lustros de regreso, a preguntarnos si en las encuestas electorales no basta con la información levantada, sino que hay que hacer una depuración para distinguir el votante posible del votante probable. Lo anterior implica no solamente hacer un análisis del comportamiento de los “indecisos”, sino también de quienes afirman haberse decidido por algún partido.

Según las autoridades electorales, 62 por ciento de los ciudadanos en el padrón asistió a las urnas el 1º de julio. Es seguro que el porcentaje de participación real es ligeramente mayor, debido a que en el padrón, aunque menos que antes, subsisten personas fallecidas o emigradas. Aún así, el abstencionismo es muy superior al medido por las encuestas.

Así que una de dos: o los “indecisos” son casi totalmente abstencionistas, o una parte de quienes afirman inclinarse por algún candidato, al final terminarán absteniéndose. O las dos cosas.

Ejercicios realizados en procesos electorales anteriores indican que, efectivamente, la gran mayoría de los indecisos termina absteniéndose; que, quienes sí votan, lo hacen por partidos menores en proporción muy superior a la media y tendencialmente lo hacen un poco menos por quien va adelante en las preferencias.

La pregunta es: ¿se comportaron esta vez de manera diferente los indecisos?  Si es así, ¿por qué? Por lo pronto, el único dato que parecería sostener esa hipótesis fue la pérdida de la enorme ventaja que tenía Peña Nieto entre los jóvenes y que casi se desvaneció el día de la elección. Todos los demás apuntan a un comportamiento tradicional de los indecisos.

¿Entonces? Adelanto una hipótesis. Una parte de los entrevistados, que finalmente no fue a votar, se decantó en las encuestas preelectorales por quien percibía iba adelante en las preferencias.

Esto explicaría, por ejemplo, no sólo por qué Peña Nieto resultó sobrestimado en las encuestas preelectorales nacionales, sino también por qué lo mismo resultó con Miguel Ángel Mancera e incluso con Andrés Manuel López Obrador, medido exclusivamente en el Distrito Federal. (Vamos, si AMLO estaba sobrestimado en el DF, evidentemente estaba muy subestimado fuera de la ciudad de México).

Diferentes ejercicios demuestran que la mayor parte de los ciudadanos encuentra que la mayoría de los familiares, vecinos y amigos votan por el mismo partido que ellos. Esto implica la creación de conglomerados (si quieren podemos hablar de clusters sociales), en los que domina una percepción… que no en todos los casos coincide con la realidad. El ciudadano que dice que votará y después no vota, en realidad lo que hace al responder es afirmar su pertenencia al cluster social de sus familiares, amigos y conocidos. En esas circunstancias, el DF resulta más perredista y el resto del país, más priista.

Surgirá de inmediato la pregunta. ¿A poco es un fenómeno nuevo? ¿Por qué no tuvo efectos en 2000 y 2006? La respuesta, creo yo, es clara: en 2000 y 2006 no se había generado una percepción tan amplia sobre quién resultaría ganador de la elección. De esa forma, la distribución de preferencias de los votantes potenciales que a final de cuentas se abstuvieron, se asemejó mucho más a la distribución final del voto.

En fin, son muchos los temas, que tendrán que ser analizados y discutidos por los expertos dentro de un clima de suspicacia que no va a ser fácil desterrar, al menos en el corto plazo. Es importante que salgan conclusiones, porque existe el riesgo para el gremio encuestador de que se quieran utilizar las fallas de este proceso –y, como siempre, no se ven los aciertos- para limitar legalmente la actividad de las empresas de opinión pública. Ya ven que en México se suele regular lo que no se entiende.

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