A fines de
La clase de Batis en Filosofía y Letras era a las 3 de la tarde, una hora definitivamente más propicia para hacer la digestión que para andar platicando acerca de escritores como Carlos Prieto o Sergio Fernández. Además, un grupo selecto íbamos los sábados a casa de Batis, en Tlalpan, a hablar de literatura, a que nos leyera algunos textos y a sentirnos importantes. De los que íbamos al curso, en Tlalpan recalábamos, además de Hermann y yo, Marcelo Uribe, Coral Bracho, Adolfo Castañón, Luis Chumacero y Bernardo Ruiz. También iban otros cuates más grandes, entre quienes recuerdo con afecto al Pollo Alberto Ruy Sánchez, cuatrocientista del equipo de atletismo del Patria, y a su novia Margarita de Orellana, mexicana de origen cubano, a quien recordaba como la única niña grande e inteligente en las fiestas infantiles de la familia ampliada.
Había algunas discusiones fuertes en aquel grupo, como la que tuve con Castañón en defensa de El Principio del Placer, de José Emilio Pacheco, que a él le parecía aborrecible. Aquello eran ecos o barruntos del debate histórico de una amplia generación de escritores de México, el que se dio entre los pinchepiedreros (aquellos que, siguiendo el ejemplo de Sabines, se tropezaban con una piedra y decían “pinche piedra”) y los exquisitos (y me vienen a la mente los poemas de Coral Bracho, filigranas para describir el ámbar).
Pero lo memorable de aquel curso fue que Batis nos instó a un despropósito: escribir nuestra autobiografía. Pidió 80 cuartillas. Yo me tardé apenas una febril semana en hacer la mía. Le puse por título “Traicionando al destino” y una frase provocadora de Frank Zappa como epígrafe. Estaba entretenida y se leía muy bien, de corridito, pero era muy superficial y todavía más presumida que estos biopics. Yo quería expresar que había traicionado el destino de clase, y no sería un pequeño burgués, sino un luchador social. Batis dijo que efectivamente estaba traicionando a mi destino, que eran las letras, a cambio de un espejismo revolucionario. Quizá tenía razón y lo traicioné. De alguna manera el epígrafe de Zappa (“Do you think that I creep in the night/ and sleep in a phone-booth?”) no me expresaba a mí, sino a mi incumplido deseo juvenil de asustar a los bienpensantes.
Del taller surgió un subproducto. Una ocasión en su casa de Tlalpan, Batis leyó un cuento extraño y portentoso del escritor chileno Juan Emar. “El Unicornio”. A mí se me ocurrió hacerle un seguimiento. Salieron 44 cuartillas desiguales, pero con algunos pasajes que todavía me gustan.
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