A instancias mías, jugamos varias veces el juego surrealista de “cadáveres excelentes”. Podía ser un dibujo a cuatro manos (ninguno sabe lo que hay en los demás cuadrantes, sólo que la línea debe tocar el centro) o, más comúnmente, el de preguntas y respuestas (la respuesta es escrita al mismo tiempo que la pregunta). Salían algunas cosas bastante chingonas, que daban lugar a discusiones interminables sobre su pertinencia en la vida real: “¿Qué es la pureza? –Una bola de fuego que se apaga con amor”. Con el tiempo el juego fue volviéndose espacio de lucimiento, particularmente de Jorge Munguía, que siempre inventaba respuestas “hiperpoéticas”, del tipo “muere la vela al dar su luz”, cuando el Cadáver Excelente demandaba cosas como “un perro atropellado” o “una guirnalda seca en la cabeza del rey”.
Una vez dije que me parecía sexy sentir las pestañas de una mujer en el pómulo. Esa tarde nos acostamos varios en una cama, y Patricia Bracho me abrazó, me pasó sus pestañas en el pómulo. Se ponía como veinte capas de rimel y luego se las separaba con un peligroso alfilercito. Yo las sentí rasposas, eran como pequeños espetones que me arañaban. No reaccioné a su provocación, que me pareció francamente desagradable.
En ese circo hogareño, Julián actuaba en la pista principal. Hay que señalar que en aquella época había dos tipos de moda varonil en la escuela: la funky y la jipiteca, y casi todos nos movíamos entre esos extremos. Julián, en cambio, era decididamente funky, estrictamente pre-disco. Camisa de nylon, azul con puntos blancos, pegada al cuerpo, con botones en la zona genital “para que no se te desfaje”, pantalones blancos de gabardina o poliéster, también ceñidos, con una ligera campana, zapatos de plataforma y mariconera de cuero, en la que guardaba cartera, llaves, cigarrera, encendedor. Su greña estaba en capas y usaba un bigote que se peinaba hacia arriba (Para poner las cosas en perspectiva, yo tenía un par de playeras funky -una de estrellitas, otra de color vino con mangas amarillas-, usaba morral oaxaqueño multicolores y botas militares o –si el clima lo permitía- huaraches de suela de llanta y llevaba el pelo largo de raya en medio, bastante maltratado y en incipientes vías de extinción). Julián, por supuesto, tenía el espejismo de que estaba buenísimo, y para demostrarlo nos daba los ejemplos de su hermana y su mamá (con la hermana bastaba y sobraba). También se consideraba un gran bailarín y nos mostraba algunos pasos mientras los demás estábamos despatarrados después de la comida. Obviamente, era música funk (Sly & the Family Stone, James Brown, algo de Miles Davis), pero también bossa nova y Elis Regina: si hay un soundtrack para esos momentos es Aguas de Marzo, en voz de la brasileña.
II. Beautiful Losers
Dudo que en aquel momento hubiera en el país más de diez fans de ISB. Hermann y yo hacíamos dos. ¿Qué era lo que nos llevaba allí? Pienso que, en primer lugar, la mística poética. Ambos nos habíamos alejado de la religión en la temprana adolescencia, pero teníamos hambre y sed de espiritualidad, a pesar de lo que dijeran nuestros cerebros. Poesía y música eran un espacio inocuo en el que podíamos gozarla. ISB era aquel lugar en el que los pinos tenían una risa verde, las hojas secas conocían el arte de morir y el tiempo era hijo de la muerte de un mundo vivo que es también una puesta en escena. Un mundo en el que se le podía preguntar al primo Oruga qué hacen sus siete pares de patas o su hilo sedoso, encontrarse al pequeño puercoespín cantando netas o viajar a una cabaña, nuestro hogar en el cielo. Un bello mundo en el que las paredes de este cuarto son distintas de las que había antes, porque son ahora.
I used to search for happiness,
And I used to follow pleasure,
But I found a door behind my mind,
And that's the greatest treasure.
Y si Incredible String Band era una forma de aliviane que compartía con Hermann, Frank Zappa era la otra, su complemento más rebelde. Humor ácido, creatividad en explosión, sexo, crítica feroz a la religión, a la educación escolar, a los mitos del hippismo y a los de la revolución. Todo articulado en una base fundamental: el grito por la libertad amordazada por gobiernos, familias, medios, modas y miedos, en el marco de una música riquísima, variada, a ratos burlona, a ratos violenta: del rock al clásico de vanguardia, pasando por formas de jazz que parecían tener una capacidad infinita de variación. Y también el orgullo de asustar al mexiquito clasemediero y supermoralino, todavía hegemónico en aquellos primeros años setenta.
Había muchas otras cosas en esa estética compartida. La felicidad de ser latinoamericanos en el sentido expresado por el cineasta Glauber Rocha: el haber adquirido una cultura universal de manera caótica. Primero Paz y García Márquez y luego Ovidio, Shakespeare revuelto con Jodorowsky, Beethoven con Jagger, Richards y Violeta Parra.
¿Y qué mejor manera de expresar ese intento de organizar un caos místico y revolucionario que Beautiful Losers, la novela de Leonard Cohen? Durante un tiempo, Hermann y yo adoramos esa novela. La saga de la santa católica Katherine Thekawika, de origen mohawk, mística y un tanto masoquista, y la historia –también teñida de sadomasoquismo- de un triángulo amoroso de revolucionarios que dicen luchar por la independencia de Quebec dan lugar a momentos alucinantes. En uno, los personajes modernos pintan una Partenón de plástico con pintura de uñas rojísima. Esa imagen fue para mí la síntesis de nuestra cultura norteamericana.
Las pláticas con Hermann duraban horas. Pasaban por el pedo como suspiro del alma (Cabrera Infante) a la definición de “fellinazo”, al género (femenino) de la expresión “me late”, a la primera educación sentimental o no (Struwwelpeter y Juan de Dios Peza), al encuentro de rarezas estéticas (¡las fotos de Olga Desmond!) a la creación, por supuesto, del Club de Elogios Mutuos de nuestros respectivos trabajos literarios. En alguna ocasión, la plática se comía la noche y salíamos de casa de Hermann, en
“Dios hizo la tierra; Satán hizo las bardas”, decía Antonio Das Mortes. “A desalambrar”, decía Daniel Viglietti. Había que saltarlas, romperlas. Romperse desde adentro. Vomitar vidrios mal digeridos, con güevos y con humor. Eso quería Víctor. De ahí que siguiera con pasión el caos creativo de la generación beat, que admiraba. Y que fuera desarrollando un estilo poético visceral y sin mediaciones ni escamoteos.
Esto implicaba, necesariamente, cuestionar todo y ponerse en crisis.
Entonces decidió cambiar de carrera. Pasarse al CUEC y estudiar cine. Para ser admitido tenía que presentar una historia en gráficas (fotos, pinturas, collages, lo que fuera). Hizo dos trabajos, y en ambos yo fui el protagonista. Uno fue una serie de fotos tomadas muy noche en un centro histórico fantasmal. Yo llevaba un overol que ha sobrevivido 35 años de uso. El otro –con el que fue admitido- fue una serie de dibujos realizados a partir de fotografías tomadas en Yuriria, Guanajuato, adonde fuimos un fin de semana. En esa ocasión, en un museo local había una antigua túnica de obispo colgada de un perchero. Víctor cerró la puerta del cuarto, aprovechando que sólo había un vigilante, me pidió que me pusiera la túnica –cosa que hice no sin miedo- y me tomó unas fotos. En los dibujos, jugó con mi silueta y un ave.
Estas tres estéticas se juntan en mí. Y tanto Julián como Hermann fueron protagonistas de algunos trabajos escolares del breve paso de Víctor por el cine.
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