Ha pasado un cuarto de siglo, 25 años. El 2 de julio de 2000, Vicente Fox, candidato del PAN y (no olvidemos) del PVEM a la Presidencia de la República, ganó las elecciones federales. Casi todos los mexicanos de aquel entonces no habían conocido, a nivel nacional, otro gobierno que no fuera el del PRI y sus antecesores directos. Muchos consideraron que esa elección, con campañas equitativas y en la que los votos contaron y se contaron, era la culminación de la transición democrática que, por etapas, México había vivido en las décadas anteriores.
Fox había hecho una campaña inteligente, presentándose
como un hombre recio y decidido a sacar al PRI de Los Pinos. Como novedad, su
campaña fue más de sensaciones y esperanzas que de propuestas. Mientras
Francisco Labastida, el gris candidato priista, hablaba de polos de desarrollo
y cosas por el estilo, Fox era identificado por el “¡Hoy, hoy, hoy!” y por el
“México ya”, que pintaban un cambio inmediato, sobre todo en el ánimo de la
población. Sus propuestas se asemejaban a las cuentas del Gran Capitán: crecimiento
de 7 por ciento anual, paz inmediata en Chiapas y fin de la corrupción. Fueron
suficientes, en parte por el hartazgo hacia el PRI y en parte como castigo al
“error de diciembre”, que generó una crisis económica al inicio del gobierno de
Ernesto Zedillo; pero también porque eran una nueva forma de comunicación
política: cosechar sobre las esperanzas de cambio.
Antes de la toma de posesión, que sería en diciembre, Fox
dio señales esperanzadoras. Por una parte, vendió la idea de que su equipo no
iba a ser predominantemente partidista, sino que escogería a los mejores en
cada ramo; por otra, sus colaboradores armaron una iniciativa de ley para
garantizar la paz en Chiapas. También logró que dos de los candidatos
presidenciales perdedores, Gilberto Rincón Gallardo y Porfirio Muñoz Ledo,
aceptaran colaborar de alguna manera con su gobierno.
Pero si hemos de pensar, a posteriori, en señales reveladoras,
tal vez habría que escoger la anécdota de unos días antes de la elección. La
noche del 29 de junio, un grupo de panistas esparció en Periférico y Viaducto
los "aromas del cambio", en referencia a las promesas de su
candidato. Esos aromas venían en forma líquida: fragancias mezcladas con agua.
Se hizo un batidero, 16 automóviles derraparon y chocaron, y se tuvo que cerrar
el Periférico por cuatro horas para limpiar el asfalto.
El gobierno de Fox no se distinguió por ser represivo
y buscó el diálogo con otras fuerzas políticas. Su principal problema fue
aterrizar acuerdos parlamentarios duraderos sobre los temas principales, dado
que la alianza PAN-Verde no tenía mayoría en ninguna de las dos cámaras. En
eso, mucho tuvo que ver el hecho de que, tras su inopinada derrota, el PRI se
dividió en dos mitades prácticamente iguales, y no era sencillo negociar con
ellas: si una decía que sí, la otra decía que no. El PRD, en tanto, estaba
instalado en la oposición dura y fueron pocos los acercamientos.
Más tarde, junto con presuntos aciertos, no
capitalizados, como el de los videoescándalos, vendrían costosos errores. Uno
fue la negociación por cuotas para la recomposición del Consejo General del IFE;
el nuevo resultó de mucha menor calidad técnica y política que el anterior,
especialmente en la presidencia. Otro, el manejo de los terrenos de Atenco para
la construcción del nuevo aeropuerto, en el que se hicieron evidentes el poco
conocimiento de la realidad social y del manejo político de los ejidos de parte
del gobierno panista. Finalmente, el intento de desafuero a López Obrador que,
sin estar bien atado en lo político, lo único que logró fue engrandecer a nivel
nacional la figura del jefe de gobierno de la capital. En ese contexto, los
dislates verbales de Fox en la última parte de su gobierno sólo son la cereza
del pastel.
En mi opinión, el momento clave del sexenio foxista -y
tal vez del primer cuarto del siglo XXI en México- fue cuando, por razones de
equilibrio fiscal, a mediados de 2001 se decidió reducir el subsidio a la leche
distribuida por Liconsa y, por lo tanto, aumentar su precio. El entonces jefe
de gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador, aprovechó la circunstancia
para contrastar la política social: el gobierno de la ciudad cubriría lo que el
gobierno federal dejó de subsidiar. El efecto fue que el político tabasqueño
aumentó su popularidad y subió a la palestra nacional. Luego vendrían la
pensión a los adultos mayores y todo el discurso que la acompaña.
Ese momento es parte integral de una visión del gobierno
de Fox, en la que la política social se supeditó siempre a una política
económica centrada en el mantenimiento de los equilibrios fiscales. Al mismo
tiempo, se mantuvo un desprecio evidente a las políticas comunitarias de los
programas sociales de los gobiernos priistas que lo antecedieron. En salud
pública, el gobierno foxista tuvo el éxito de crear el Seguro Popular, que
sería más desarrollado posteriormente; en educación, la escasez de recursos públicos
para los niveles medio y superior se tradujo en la proliferación de
preparatorias y universidades patito, de carácter privado, que a menudo dan un
sucedáneo de formación y resultan en una simulación con altos costos sociales.
El corset presupuestal autoimpuesto también tuvo
efectos en la inversión pública, que se redujo en proporción del PIB respecto a
sexenios anteriores y que terminó por traducirse en un crecimiento económico
muy inferior al pronosticado. Aumentó el desempleo y creció el empleo eventual,
informal y precario. Los salarios contractuales reales crecieron 1 por ciento en
todo el sexenio, y los salarios mínimos reales, partiendo de una base muy baja,
aumentaron 2.5 por ciento. En otras palabras, el grueso de la población quedó
al final como estaba al principio.
Al final del sexenio, y a pesar del nulo manejo
político de parte de la presidencia del Consejo del IFE en las elecciones de 2006,
la democracia en México parecía asentarse. Había cierta paz social, primaba el
diálogo público y varias instituciones autónomas se fortalecían. Pero ya
estaban sentadas las bases para el asalto populista destinado a
desnaturalizarla. Basta con revisar los datos económicos y sociales. Metas
ambiciosas, promesas incumplidas, resultados desilusionantes. Desde entonces hubo
alguien que, tenaz, supo cosechar de esos errores: desgraciadamente, fue para
guiar al país hacia atrás. Ahora México corre, acelerado, hacia una versión
recargada del viejo sistema que se creía acabado hace 25 años.