Mi amigo Salvador De Lara murió, sorpresivamente, el pasado 21 de agosto.
Lo conocí en el lejano 1973, cuando éramos estudiantes en la Facultad de Economía de la UNAM. Me lo presentó Luis Foncerrada; habían sido compañeros en la clase de Metodología de las Ciencias Sociales de un maestro muy heterodoxo, Jorge Martínez Contreras, y estaban entusiasmadísimos con su visión, que era fresca, y diferente a la del resto de los profesores. Al semestre siguiente, varios cuates y yo adelantamos la materia de Teoría Económica y Social del Marxismo, para tomarla con Martínez Contreras. Allí estaba Salvador, quien era de la generación inmediata anterior. En aquel semestre nos hicimos amigos, y se formó un grupo amplio al que los ultras de la escuela bautizaron como los socialpadrotes ("por socialdemócratas, por hegelianos y porque se creen galanes").
Es evidente que lo que nos juntaba era ir más allá de las visiones economicistas del marxismo que prevalecían en la época. Abordar asuntos que iban desde la estética hasta la etología, porque de lo que se trataba era de cambiar la vida. Desde entonces, Salvador se caracterizaba por dos cosas: por ser buen amigo y por tener un excelente sentido del humor. Yo le puse un apodo: "Antraspartalox", porque en las publicaciones amarillistas de la época había una señora muy chalada que afirmaba haber tenido contacto con extraterrestres, encabezados por el tal Antraspartalox, "que mide tres mil metros de altura y tiene gran parecido con Nuestro Señor Jesucristo". Salvador medía tal vez un poco menos de esos tres mil metros, era delgado, de cara afilada y barbado. El apodo le duró un semestre... menos para mí, que se lo repetí por muchos años.
Había algo que siempre te hacía sonreír cuando estabas con Salvador. Creo, en primer lugar, que su capacidad maravillosa de burlarse de sí mismo, que nunca perdió.Y también sus respuestas rápidas y finas. En una ocasión, una compañera afirmaba, epatante, que había gente que comía carne humana que conseguía en el anfiteatro de la Facultad de Medicina. La reacción inmediata de Salvador: "¡Ah caray,entonces tienes un amigo cuyo papá está en severos problemas!". Se refería, claro, a sí mismo.
Recuerdo, sin muchos detalles, una conversación desternillante entre él y Anamari Gomis, cuando apenas se estaban ligando, en la que ella platicaba de cómo llegó a los 18 años a ser clasificadora de películas y él la troleaba de manera elegantísima. Y luego, a Salvador diciendo: "Yo no digo 'simondón' o 'Simón Templar´, digo 'Simón de Buvuar' para presumir que tengo novia en Filosofía y Letras". Tiempo después Salvador y Anamari se casaron y, bastantes años más tarde, se divorciaron.
Luego, mientras él hacía una maestría en Nueva York, yo fui a Italia y a Sinaloa, y nos vimos pocas veces, pero divertidas. Coincidimos como profesores en la Facultad de Economía y como miembros del MAP. No sé si Salvador leía muchos libros, pero puedo asegurar que es uno de los mejores lectores de revistas que he conocido. Estaba al día en muchísimas cosas: economía, política internacional, desarrollo de las ciencias y del pensamiento, cambio social. Y, desde siempre, tuvo la generosidad de compartir aquellos que consideraban que serían de interés para sus amigos. Él fue quien me pasó una copia, en los años 80, de uno de los primeros artículos que abordaban lo que después sería conocido como sabermétrica: la nueva forma de medir las estadísticas en el beisbol.
Ese artículo, por supuesto, no se quedaba estrictamente en el deporte, y me sirvió para escribir un ensayo que utilizaba el análisis de las estadísticas beisboleras para examinar otras cosas, que, a su vez, sirvió de fuente para otro ensayo más, con nuevos puntos de vista, sobre el tema. No sobra decir que, a lo largo de los años, Salvador alimentaba con sus recomendaciones de artículos -primero copias, luego hipervínculos- algunas de mis obsesiones. Estoy seguro que hacía algo similar con otros amigos.
Posteriormente, De Lara se dedicó a la diplomacia, cosa que se le daba bien, por su carácter afable, la suavidad de su trato y sus conocimientos variados. Siempre nos veíamos cuando regresaba a México. En una de las ocasiones en que regresó, ayudó a destrabar los trámites de naturalización de mi mamá, que llevaban años atorados, cosa que le sigo agradeciendo. Sus mejores anécdotas son de cuando fue cónsul de México en Atlanta.
Cuando lo conocí, Salvador ya había crecido mucho hacia arriba. En los últimos años lo hizo hacia el frente y hacia los lados. Esto se debe a que era un consabido gourmand. Comía y bebía con gusto, y en cantidades rabelasianas, como constaté en muchas ocasiones, particularmente en 2013, cuando perdí con él una apuesta de la Serie Mundial y me tocó invitarlo a comer. El exceso de peso se cobraría después, causándole problemas en la rodilla.
En años recientes, un grupo de amigos del Instituto de Estudios para la Transición Democrática decidimos, a instancias principales de Salvador, juntarnos mensualmente para comentar la coyuntura. Esa tertulia continuó semanalmente en épocas de pandemia, via Zoom. Allí, Salvador no dejaba su humor: le creció mucho la barba y contrató un barbero; según sus palabras, el hombre "llegó vestido de astronauta, me cortó el pelo y la barba y me cobró como si hubiera ido a la luna". Luego tuvo un extraño accidente: se cayó del sillón en el que había visto una película a las tres de la mañana y se fracturó el tobillo. "Díles a los cuates que la fractura fue porque me barrí en segunda base", le dijo a su mejor amigo, Toño Ávila.
De la operación en el tobillo salió bastante deteriorado, pero no perdió el humor. Todavía la noche del jueves 20 nos platicaba de los diplomáticos en Japón que habían aprendido japonés con sus esposas, salían a la calle y se reían de ellos, porque hablaban japonés femenino. ¿Qué íbamos nosotros a saber que le quedaban pocas horas de vida? Mi reacción al enterarme fue sentir que Salvador no se quería morir. Quería vivir. Vivir mucho porque amaba la vida. Y eso me da más tristeza.