Una de las características de la política es
que todo mundo es más demócrata cuando está en la oposición que cuando está en
el gobierno. Es algo que en México hemos llevado a extremos cada vez más
evidentes.
Prueba de ello es que, aunque tenemos un
sistema electoral de representación que, si bien premia a las mayorías, también
deja espacio a las minorías, apenas se da la alternancia que el sistema
permite, los nuevos ganadores quieren modificarlo para hacerla difícil, si no
es que imposible.
El camino para intentarlo siempre ha sido
el mismo: disminuir o eliminar las diputaciones o senadurías de representación
proporcional: los coloquialmente llamados “plurinominales”.
Lo intentó Calderón -que incluso empezó a
lanzar sondas desde el sexenio de Fox-; lo buscó Peña Nieto, un poco más
tímidamente, porque quería bajar a la mitad los diputados de lista; ahora lo
maneja López Obrador, de manera tajante, queriendo eliminarlos a todos.
No importa a qué partido pertenezcan. Lo
que cuenta es que están en el poder y quieren que el partido se eternice en él,
como el viejo PRI, por el que todos en su momento sienten una autoritaria
nostalgia.
Y los argumentos siempre son los mismos.
Por una parte, está la idea del ahorro, de lo mucho que se gasta con una cámara
grande y dispendiosa. Por la otra, la idea -tomada estrictamente de la política
priísta de hace más de medio siglo- de que los diputados de representación
proporcional “no representan a nadie”, porque no ganaron ningún distrito.
El argumento del ahorro es, de plano, una
vacilada, que se aprovecha del hecho de que somos una sociedad anumérica y la
gente, por lo común, no tiene idea de las proporciones del gasto público. Al
funcionamiento del Legislativo, con todo y sus excesos, se dedican poco más de
2 de cada mil pesos del presupuesto federal. Ahorrar en unos cuantos salarios
es cosa muy menor, cuando se podría hacer mucho más -por ejemplo- en el
financiamiento a los partidos políticos… por no hablar del dinero que se bota rescatando
empresas irrescatables. El juego político va mucho más por el lado de atizar la
envidia hacia el elevado nivel de vida de diputados y senadores, pero no se
atreve a decirlo por su nombre.
El segundo argumento es todavía más endeble.
Parte de un supuesto falso: que los únicos dignos de representar a la población
son quienes ganan un distrito o un estado. Según esto, pueden representar
porque ganaron, porque son por quienes votó la mayoría.
Así era en tiempos del ruizcortinismo. Cuando
sólo existían, legalmente, el partido de la Revolución y el “partido de la reacción”
(o sea, el PAN). Ya en los años cincuenta del siglo pasado, López Mateos se vio
obligado a admitir cierto tipo de presencia opositora en la cámara baja, con
los llamados “diputados de partido”.
Esa lógica ha trascendido por décadas,
entre algunas personas con pulsiones autoritarias. No toma en cuenta que, para
que el Poder Legislativo represente efectivamente a la sociedad, es necesario
que refleje su composición plural, su diversidad.
De hecho, la composición ideal sería la de
la proporcionalidad pura, como en algunos países europeos. Pero se sabe que
esto suele provocar pulverización de los votos y dificultar la creación de
coaliciones gobernantes. De ahí que en México se haya buscado un sistema mixto,
con barreras a la entrada, en la idea de facilitar la gobernabilidad.
Con el avance de la democracia mexicana,
además, nos encontramos con que, por un lado, el número de partidos ha crecido
y, por el otro, que raros son ya los distritos, y no muchos los estados, en los
que el ganador se lleva la mayoría absoluta de los votos. Lo común es haya
ganado por mayoría relativa, con menos de la mitad, y ha habido casos de
victorias con menos del 30% de los votos válidos. Eso hace que la idea de
eliminar los “pluris” sea todavía más una jugarreta.
El resultado más común, cuando hay un
sistema de representación estrictamente por mayoría relativa, es el
bipartidismo igualmente estricto, acompañado a menudo por la polarización política
y social. Es la creación de coaliciones en las que se ven forzados a convivir
grupos sociales y formaciones ideológicas que lo principal que tienen en común
su rechazo a la coalición rival.
La idea detrás de limitar o eliminar los
llamados “pluris” tiene varias aristas. Por un lado, permite a la minoría más
grande hacerse de una tajada de poder desproporcionada. Por otro, impulsa la formación
de un bipartidismo espurio, que deja poco espacio a la negociación y al acuerdo,
porque el chiste es tener la mayoría legislativa. Por un tercero, pone candados
gravosísimos para cualquier nueva opción política. Finalmente, deja sin
representación efectiva a una buena parte de la sociedad: crea ciudadanos de
primera y de segunda clase, en ese sentido.
Lo paradójico de todo este asunto es que
todas las veces que en México algún partido ha propuesto la regresión en contra
de la proporcionalidad, perdió duramente en la elección sucesiva. Son cosas que
pasan cuando quienes están en el poder piensan que hay una inercia que los mantendrá
ahí, y no es cierto.
Esa nostalgia por la aplanadora priista de
tiempos idos debe extirparse. Más nos vale asumir una pluralidad nacional que,
les guste o no a quienes están en los gobiernos, llegó para quedarse.
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