Vanderlei Cordeiro de Lima pudo haber sido el primer brasileño en ganar la carrera de maratón en Juegos Olímpicos. Pero el destino quiso otra cosa. Quiso que fuera recordado más allá de su país, más allá de las medallas y por algo más que su capacidad atlética.
De Lima, como todo brasileño, quería ser futbolista,
pero resultó que era mucho mejor corriendo que como lateral derecho. Ganó el primer
maratón en el que compitió, donde supuestamente trabajaría de liebre para otro
atleta. Pronto fue haciendo carrera y prestigio como fondista. Ganó dos veces
la maratón de Tokio y fue dos veces campeón panamericano, de la mano del
entrenador que lo descubrió. Participó en las olimpiadas de Atlanta y de
Sydney, pero con resultados muy desilusionantes: fue 47° en 1996, agobiado por
las colinas de Georgia, y en Australia le fue peor, porque se le hincharon los
pies: quedó en el lugar 75.
Sin embargo, para Atenas 2004, el recorrido más
clásico, sus esperanzas eran muchas. Se acababa de coronar en los Panamericanos
de Santo Domingo bajo un calor infernal y había derrotado en el medio maratón
al favorito, el keniano Paul Tergat. Tenía clara la estrategia de despegarse
relativamente temprano, aguantar la subida del kilómetro 30 y luego lanzarse
con fuerza hacia el final.
Todo iba funcionando bien. De Lima sintió que los
demás competidores se habían equivocado, creyendo que su fuga tempranera, en el
kilómetro 20, estaba destinada al fracaso. Llegó a llevarle 50 segundos a sus
perseguidores, ventaja destinada a disminuir un poco tras la subida. Iba
concentrado y cómodo en el kilómetro 36 cuando un loco, un exsacerdote irlandés
que quería llamar la atención y anunciar el fin del mundo se interpuso en su
camino, lo empujó y lo sacó del camino. De Lima hizo una mueca de dolor y
profunda frustración. Uno de los momentos más dramáticos y absurdos en la
historia del atletismo olímpico.
Afortunadamente, uno de los aficionados griegos que
presenciaba la carrera golpeó al agresor delirante y liberó a De Lima. Pero
todo había cambiado. Hubo una explosión de adrenalina en el desesperado atleta,
que tuvo que superar el shock nervioso. Continuó su paso, pero ya no tenía la
misma velocidad, la misma concentración. Fue superado por un italiano y un representante
de Estados Unidos. Con trabajos terminó en tercer lugar, pero lo hizo mostrando
una gran sonrisa de satisfacción en la recta final. Había tomado con donaire la
desgraciada circunstancia y estaría en el podio.
Al final de los Juegos, el COI le otorgó a De Lima la
medalla Pierre de Coubertin por su espíritu deportivo. El maratonista regresó a
Brasil como héroe, como campeón sin corona. Al año siguiente, en un programa de
televisión, el volibolista de playa Emanuel Rego quiso regalarle su propia medalla
de oro ateniense a De Lima, pero éste se negó. “Estoy contento con la mía”,
contestó, “es de bronce, pero para mí significa oro”.
Efectivamente, la medalla fue de bronce, pero esa carrera y esa actitud colocaron a Vanderlei Cordeiro de Lima entre las leyendas de los Juegos Olímpicos Modernos.
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