sábado, enero 23, 2021

Pandemia: desastre y desconcierto

Van tres textos pandémicos, publicados en Crónica.



Pandemia: desastre y desconcierto

Hay números redondos que ni qué. Aunque a algunos no les guste recordarlo, México llegó a más de un millón de contagios comprobados y a más de cien mil muertes por COVID-19. Lo hace en medio de una segunda ola de la pandemia a nivel mundial y en condiciones de evidente cansancio social. Es buen momento para hacer un balance.

Lo menos que se puede decir es que el actual escenario era inimaginable en marzo, cuando empezó la llamada Jornada Nacional de Sana Distancia. El desastre ha superado las previsiones.

Estoy seguro de que, aunque los datos fueran menos dramáticos, el gobierno habría sufrido un aluvión de críticas por el manejo de la pandemia. También que, salvo notables excepciones al otro lado del mundo, diferentes estrategias han tenido resultados igualmente pobres en lo sanitario, aunque dudo que haya habido una menos imaginativa y medrosa en lo económico.

Si, en un comparativo mundial, vemos los resultados hasta el momento, la estrategia mexicana en lo sanitario no ha destacado como particularmente mala, pero está entre las menos exitosas. México aparece en el lugar 12 en la medición por países de muertes por millón de habitantes, con 785; sus niveles son altos, similares a los de algunas naciones latinoamericanas de parecido nivel de desarrollo. En cualquier caso, está muy lejos de ser un ejemplo, tal y como ha presumido, en diferentes circunstancias, el presidente López Obrador. En donde creo que, desgraciadamente, estamos entre los peores lugares, es en la reacción del gobierno ante esos resultados y su insistencia en no cambiar el rumbo, a pesar de que las evidencias que se acumulan.

Cuando inició la pandemia en México, las autoridades optaron por el sistema “Centinela”, que captaba una muestra de las personas que llegaban a las clínicas con síntomas y, a partir de ello, generar una visión general de lo que estaba sucediendo. Pronto se vio que ese sistema de vigilancia epidemiológica había sido rebasado por el tamaño del fenómeno, y se abandonó. Pero no se sabe por qué haya sido sustituido.

El sistema “Centinela” preveía que se podían detectar los focos de contagio con un número muy limitado de pruebas de detección de la enfermedad. Cuando quedó rebasado, no hubo un cambio en la política de pruebas (no quiero pensar, pero sospecho que es por razones presupuestarias). Esto ha dificultado severamente que se conozca a las personas con infección activa; por lo tanto, que se pueda hacer un trazado y monitoreo de sus contactos y que se pueda hacer un confinamiento selectivo.

Los países que mejor han atacado la pandemia han puesto el énfasis en el seguimiento de las personas que resultaron positivas a COVID y de los contactos que tuvieron con anterioridad. No ha sido la lógica de pruebas masivas a mansalva, pero tampoco la del cuentachiles.

Una parte importante del problema ha sido la estrategia de comunicación, en la que ha habido contradicciones desde el principio, con la renuencia de López Obrador a aceptar el tamaño del problema. En la medida en que el asunto se politizó -y no podía ser de otra manera cuando de lo que se trata es de polarizar- estas contradicciones fueron en aumento.

Así, pasamos del “abrácense” a la “sana distancia” a un “quédate en casa” que incluía a las personas con síntomas de COVID que no fueran parte de la población de riesgo, y que provocó que demasiada gente llegara tarde al hospital. A un confinamiento en el que no hubo sustitución de ingreso para que los trabajadores lo lograran. A arreglos menores, con miedo a quedar mal con ya saben quién. A un cambio en el énfasis: los contagios pasaron a segundo plano y lo importante fue la disponibilidad de camas hospitalarias (no hablamos de que estuvieran atendidas por personal especializado). Que muchos murieran antes siquiera de ser intubados era lo de menos.

Al mismo tiempo, el flujo de los datos se reveló tardío. La población se entera con semanas de retraso de la situación, y esto tiene efectos en el comportamiento social. Si a eso le sumamos los pleitos entre las autoridades federales y algunos gobernadores, lo que resulta es un desconcierto, en los dos sentidos de la palabra.

Está también el tema del cubrebocas, que el Presidente considera anatema por la sencilla razón de que se promovió en el gobierno de Calderón, durante la epidemia de influenza H1N1, y en el que pocos han querido llevarle la contra. Es con meses de retraso que esa práctica, que ayuda a disminuir el número y la letalidad de los casos, se promueve de manera abierta. Un absurdo. Si algo parecido sucede con las vacunas, sería delirante.

La gestión de la pandemia todavía tiene puntos de arreglo. Uno de ellos es hacer, de manera amplia y generalizada, lo que se está haciendo de manera limitada en la Ciudad de México: un aumento de pruebas y una política de rastreo, para monitorear y prevenir.

Sabemos que un mayor número de pruebas implicará una multiplicación de los casos positivos, pero la atención mayor del público ya no está ahí, sino en los fallecimientos. De paso serviría, en términos de imagen, para reducir la inflada tasa de mortalidad que trae el país.

Otra cosa es hacer obligatorio, como sucede en varios estados, el uso del cubrebocas. Es algo que ha dado frutos en muchos países, sean democráticos o totalitarios. A estas alturas sabemos que no es la panacea, pero es lo que hay.

Lo que no podemos hacer es negar la realidad, escudarnos en las fobias personales del Señor Presidente y ver un problema de salubridad pública como un asunto político, de bandos. Decir que todo va bien es la mejor manera de asegurar que todo siga mal


Economía y semáforo rojo

El presidente López Obrador cree, quien sabe por qué magias, que la economía mexicana llegará en pocos meses a los niveles de producción y empleo que tenía antes de la pandemia. Los datos indican que eso no será hasta 2024 o 2025… siempre y cuando no haya otro frenón derivado de una situación de emergencia mundial.

¿Por qué tanto tiempo? En primer lugar, porque en el cierre económico de esta primavera se perdieron de manera absoluta 12 millones de empleos, y la recuperación de los mismos va a ser paulatina.

¿Por qué será paulatina? Porque muchas empresas, sobre todo pequeñas y medianas, cerraron definitivamente y otras redujeron a su personal. El proceso de re creación de empresas y de recontratación en aquellas que disminuyeron su tamaño no es en automático, sino que depende de cómo se vaya desarrollando la demanda por los bienes y servicios que producen, y también de cómo puedan las personas ir juntando su capital.

Como casi no hubo apoyos del gobierno a los trabajadores que dejaron de producir durante el cierre y tampoco existe un seguro de desempleo digno de ese nombre, el consumo de los hogares se ha desplomado y varias pequeñas empresas perdieron totalmente su capital. Los apoyos sociales que han sido bandera del gobierno federal son insuficientes, por mucho, para resarcir esas pérdidas en la demanda de bienes y servicios. Y los estímulos de política monetaria, a través de la baja en las tasas de interés, sí sirven, pero sólo funcionan en la medida en que haya inversiones rentables a la vista. Para que las haya se necesita demanda. Y también condiciones institucionales. Hay muy poco de las dos.

Por eso, los recientes datos sobre el comportamiento de la economía no sorprenden. Tenemos una reactivación en el tercer trimestre del año, pero menor a la que hubiera sucedido con un rebote natural: la economía mexicana cayó 17% en el segundo trimestre y recuperó 12.5% en el tercero. Con esas cifras, 2020 apunta para una caída de 8.6% en el Producto Interno Bruto (de hecho, sólo una improbable recuperación superior al 20% hubiera evitado los números negativos).

Pero hay otros elementos, que nos hablan de los límites de la recuperación económica. Si atendemos a las cifras de comercio exterior, encontraremos que las exportaciones no petroleras ya están en los niveles anteriores a la pandemia. Es el único sector en el que se ve clara mejoría. En cambio, las importaciones, tanto de bienes de capital como de bienes de consumo, siguen hundidas.

Eso significa tres cosas. Una, que en contra de lo que se pronosticaba hace dos años, el modelo económico sigue dependiendo de la dinámica del sector exportador y, por lo tanto, de la demanda externa. Otra, que tanto el consumo como la inversión nacional se están apachurrando, arrastradas por el bajo nivel de gasto público, la inexistencia de apoyos sociales productivos y la escasez de decisiones de inversión, dado el entorno económico y político. La tercera es que, en esas circunstancias, tener un superávit en la balanza comercial es lo de menos.

Además, todo ello es indicador de un asunto que debería preocupar a quienes, desde el gobierno federal, apuestan a una mejor distribución del ingreso y de las oportunidades. Las unidades económicas de exportación, que es la parte de la economía que está funcionando, se concentran geográficamente en las zonas más ricas del país -el norte y las grandes metrópolis-, mientras que las regiones más pobres suelen estar estrictamente dirigidas al mercado interno, que es el que tiene la demanda desplomada. Dejar las cosas a su dinámica se traducirá en una mayor desigualdad regional y social.

Para completar el panorama, tenemos una inflación general bajo control -no podía ser menos en una situación de recesión prolongada-, pero si bien la tasa a precios absolutos sube poco, está habiendo un cambio en los precios relativos. Los bienes necesarios, y en particular los de la canasta alimentaria, están subiendo más rápidamente que los otros. Y hay un bien cuyo precio ha tenido un desplome: el trabajo. Las remuneraciones medias están a la baja en casi todos los sectores (en parte debido al aumento del trabajo a tiempo parcial). En esta crisis el capital ha perdido, pero el trabajo ha perdido más.

Y como en el gobierno creen que todo va bien, seguirá la misma política económica de austeridad que lo único que logrará es que todos pierdan, menos uno de los sectores que ya estaba ganando y que no regresemos a donde estábamos hasta el final del sexenio.

El presidente López Obrador ha demostrado una y otra vez que el manejo de la economía no es lo suyo. Lo suyo es el olfato político. Y es con éste, no con ninguna agarradera basada en hechos, que pronostica la rápida vuelta a las condiciones económicas anteriores a la pandemia. En términos políticos no importa que ese regreso no vaya a pasar; lo que importa es que su popularidad se cayó con el cierre económico de primavera y se recuperó parcialmente con el retorno a las actividades. Si se mantiene la esperanza de mejoría económica, así sea vana, también se mantienen las condiciones para mantener la mayoría política. Ahí está el detalle.

Nada más por eso, independientemente de cómo se comporte la pandemia, va a estar muy difícil regresar al semáforo rojo. Aunque la OMS regañe al gobierno de México.



La simulación cuesta

Durante la pandemia, poblaciones, empresas y gobiernos han tenido que caminar en la cuerda floja, atrapados entre la espalda y la pared con los problemas de salud y los de freno económico. A lo largo del año, ha quedado claro que, si bien se trata de un problema insoluble, hay decisiones peores que otras. Y que la peor decisión de todas es jugar a la simulación.

Los confinamientos prolongados son impopulares por los costos psicológicos, pero, sobre todo, porque al parar las economías casi por completo, traen una cola de desempleo y quiebras. Su justificación sanitaria -el que reducen la propagación del virus- funcionó sólo cuando hubo disciplina social. En casi todos los países de Occidente llegó el momento en que esa disciplina se relajó. En algunos, nunca la hubo.

Está claro que esa disciplina social sólo puede darse si existe el colchón económico suficiente para aguantarla. De ahí que casi todos los países del mundo hayan destinado una importante proporción del PIB en apoyos de diverso tipo, dirigidos ya sea a los trabajadores que se quedaron sin ingreso, ya a las empresas que los contrataron y que los despedirían.

En México hubo una decisión política: no dar un apoyo amplio ni a los trabajadores ni a las empresas. México es el peor país en apoyo presupuestal a la población en América Latina por la emergencia de COVID.

Detrás de esa decisión había dos creencias y dos certezas. La creencia principal, que es un mito neoliberal, es que es obligatorio mantener el superávit primario en el presupuesto público (ligado a ella, la decisión fetichista de no contratar más deuda). La segunda creencia, también errada, es que lo mejor es tratar de evitar las pérdidas en el corto plazo (y, pensando en el turismo, que de todos modos está golpeadísimo, nunca se cerraron fronteras).

Las dos certezas son que una parte de la población -particularmente, la ocupada en la economía informal- saldría a trabajar de todos modos, para completar su gasto; y que, cualquier tipo de rescate hubiera sido aprovechado ventajosamente por las empresas, a quienes se ve como entes voraces, no como proyectos productivos y de servicios.

Con el argumento de que no se iba a rescatar a las empresas, tampoco se hizo con quienes trabajaban en ellas. Se simuló proteger a los pobres de los abusos de los ricos. Pero resultó en lo contrario.

El problema es que, en el camino, se multiplicó la pobreza en el país. En el primer trimestre del año la población en pobreza laboral era 35.7% del total; en el tercer trimestre era 44.5%. Para colmo, la apertura económica a medias que hemos vivido desde el fin del primer confinamiento contribuyó a que la pandemia continuara, a que la famosa curva nunca terminara de aplanarse y a que las presiones sobre la capacidad del sector salud se prolongaran en el tiempo.

Así, llegamos a principios de diciembre a la peor combinación posible. Una economía con una recuperación débil después de una caída muy fuerte, con la perspectiva de que el repunte estacional de ventas de fin de año salvara empresas y empleo, y simultáneamente, una situación hospitalaria que se acercaba peligrosamente a sus límites.

A esta combinación se agrega otra, de carácter político. El presidente López Obrador se ha pasado el año entero minimizando la pandemia, asegurando que ya vamos de salida (la famosa luz al final del túnel), ha insistido en no usar cubrebocas y ha buscado que se hable de otra cosa. Al mismo tiempo, la aprobación presidencial medida en encuestas acusó una notable baja cuando la economía se cerró y una recuperación cuando se abrió. En esas circunstancias, cualquier decisión de reconfinamiento tiene un costo político doble: por un lado, se acepta que los avances en el control de la pandemia no son tales, y por el otro, se corre el riesgo de una nueva caída en la aprobación presidencial.

¿Qué fue lo que sucedió? Que se apostó por la simulación.

La posposición del paso de semáforo naranja a semáforo rojo en la Zona Metropolitana del Valle de México sólo se puede explicar por la negativa a aceptar una realidad que ya estaba encima. Por la pretensión -que se mostró vana- de que se podía posponer la decisión hasta la última semana del año, que de todos modos está semimuerta en términos económicos.

De nada valieron, en el camino, los desesperados eufemismos de “naranja con alerta máxima” y similares. Sin apoyos económicos y sin medidas categóricas, era imposible que la mayoría de la gente se quedara en casa.

El resultado fue que cuando se llegó a lo que se tenía llegar, los hospitales ya estaban al borde, hay escasez hasta de ambulancias, tendremos que salir más tarde del semáforo rojo y el costo va a ser mayor, tanto en vidas como en lo económico.

Para terminar de pintar las cosas color de hormiga, resulta que el semáforo rojo es acatado obligatoriamente por empresas y comercios de la economía formal, pero locatarios de comercios informales no acatan las medidas, los marchantes siguen afuera y no hay manera de hacer que unos y otros cumplan la normativa. Todos pensando en el salvar el corto plazo, y en el futuro, Dios dirá.

En otras palabras, también en la aplicación misma del semáforo rojo todo queda en una simulación. Hacemos como que hay confinamiento, pero no es cierto. Saldrá muy caro.


jueves, enero 07, 2021

Ya no estoy aquí


 Ya no estoy aquí, de Fernando Frías, es un filme extraño, diferente. Una experiencia que tiene la virtud de ir creciendo mientras más la vas recordando. Toca muchísimos temas y muchísimas fibras mientras cuenta una historia que no puede ser sino de derrota: la de Ulises, un joven miembro de un grupo de la subcultura-contracultura urbana Kolombia, muy amante de la cumbia rebajada, que se ve obligado a huir a Estados Unidos, y no se encuentra. Ni ahí, ni cuando regresa a su barrio marginal en Monterrey.

Es una película acerca de la pertenencia y de la imposibilidad de regresar al pasado. Es un coming of age peculiar porque, más que cambiar el personaje, cambia el mundo. Con ello, la imposibilidad de volver a los días felices y despreocupados de la adolescencia.

El mundo cambia de múltiples maneras: por cómo las circunstancias obligan a dejar el lugar de pertenencia, pero también por cómo ese lugar cambió. Ya no es el mismo ni podrá serlo. Ya no es aquí.

El pasado es un país extranjero, así sea el pasado cercano. Es un lugar perdido, sin retorno. Ulises hace un viaje, regresa a Ítaca, pero en realidad era un viaje sin retorno.

Lo bonito es que esa imposibilidad no está narrada directamente, sino marcada a partir de flashbacks sobre algo que fue y que el personaje añora, con el contraste con su realidad y, sobre todo, con la revelación de que el barrio y los amigos que dejó hace poco ahora son otra cosa. Es marcada a partir de contrastes. De silencios y de música que funciona como escape a los únicos momentos felices posibles.

Es una película acerca de la soledad, porque la pertenencia (a una tribu, los Terkos, dentro de una subcultura marginal) puede llegar a ser tan absoluta que resulta imposible establecer otro tipo de contactos. La defensa de la identidad como muro ante todo lo que no pertenezca a ella. Así, el desarraigo se vuelve nostalgia interminable y deriva en la imposibilidad de seguir adelante.

Es una película acerca de la incomunicación. De las barreras del lenguaje que no pueden ser rotas cuando no se cuenta con los instrumentos para hacerlo, y menos cuando la voluntad está domeñada por una nostalgia que deriva en escapismo. Pero también porque siempre hay una mediación engañosa (muy bien expresada cuando la joven sinoamericana pide a un amigo mexicoamericano traducir su conversación con el Terko desarraigado, y el traduttore resulta tradittore), y porque parte de esa mediación es la imagen. Otra parte, los prejuicios.

Es, sobre todo, una película acerca de la marginalidad, acerca de una juventud condenada por la falta de oportunidades y de educación, que la hace incapaz de integrarse, pero tampoco de rebelarse más allá de la provocación más elemental. Pobres sin herramientas, que sobreviven y usar subterfugios para hacerlo, porque el resto del mundo les es ajeno y hostil.

Finalmente, es una denuncia del divorcio existente entre el mundo político y la vida cotidiana de los marginados, los Olvidados del siglo XXI. Los discursos y la estrategia de militarización para combatir el crimen organizado se oyen particularmente vacuos y cínicos en el contexto de la película. Porque el narco sigue ahí, jodiendo la vida a unos muchachos que todo lo quieren es bailar. Bailar para escapar y soñar con ser felices un ratito efímero.