miércoles, noviembre 28, 2018

Biopics: Mi llegada a El Nacional (y la sección de deportes)

Iniciado su sexenio, Carlos Salinas de Gortari le encargó a Pepe Carreño la dirección de El Nacional, el periódico oficial. A finales de diciembre de 1988, Pepe me llamó a su oficina para hacerme una propuesta. La verdad, El Nacional era uno de los pocos periódicos que yo nunca leía: se me hacía retórico, anticuado y poco atractivo. Tenía yo la impresión, creo que no muy alejada de la realidad, que sólo se vendía por el póster que traía en las páginas interiores. De algún artista o deportista, de una vedette o de personajes como Topo Gigio. Pósters de taller mecánico.

Pepe me dijo que, tal y como estaba, El Nacional no le servía al gobierno de Salinas, y que su misión era convertir un periódico de gobierno en un periódico de Estado. Sabedor de mis prejuicios y de mis debilidades, Carreño me hizo la única oferta que me iba a interesar: que me hiciera cargo de la sección de deportes. Eso, pensé con toda ingenuidad, significaría que no me iba a meter en la parte política, que iba a hacer algo divertido que me había atraído toda la vida y que iba a ganar algo más de dinero, cosa muy necesaria a como estaban los tiempos. Acepté, e iniciando 1989 me apersoné en la redacción como nuevo coordinador de la sección.

Sucedía, sin embargo, que en la sección todavía estaba el jefe de antes, llamado Juan García Vázquez, y que mi tarea, al menos al principio, era intervenir para mejorarla y hacer un diagnóstico, para luego efectuar un cambio a fondo.

La redacción de El Nacional, en el edificio de la calle Ignacio Mariscal, era muy grande y ruidosa, distribuida en dos pisos, con muchas máquinas viejas de escribir. A algunas les faltaban teclas y los reporteros le picaban como si nada a las clavijas desnudas.

La sección de deportes tenía una cantidad de personal que ni La Jornada o el unomásuno hubieran imaginado en sus sueños más guajiros. Al menos cuatro reporteros de futbol, tres de boxeo, uno de beisbol, uno de automovilismo, una de natación, otro de ciclismo, uno de golf y tenis, dos de futbol llanero, otro para lo que surgiera, un jefe de redacción, tres o cuatro correctores, tres paginadores, varios cabeceadores, dos fotógrafos dedicados…  y entre todos hacían una sección horrible. La portada de la sección solía ser un collage espantoso, caótico, con grandes fotos rodeadas de halos, cabezas de todos colores, harta publicidad mal escondida y un gusto estético propio de El Sol de Irapuato de 1963. Al interior, mejoraba un poco, pero igualmente tenía un diseño payo, no había ninguna nota propia y se presentaban muy mal jerarquizadas.

Recuerdo que el primer día fue agotador, a pesar de que, en términos generales, simplemente había dejado hacer, para entender el método con el que trabajaban. Con quienes me llevé bien de inmediato fue con los correctores, sobre todo con David Guzmán, El Oaxaco y con Raúl Chávez, El Destroyer, porque eran los únicos que tenían lecturas. También de inmediato supe que Juan García Vázquez intentaría hacerme la vida de cuadritos. Era la época en la que un auxiliar enviaba el bonche de cables informativos impresos, y Juan tenía a bien tirar a la basura algunos importantes, en la idea de que yo no me iba a dar cuenta, el periódico perdiera la nota y fuera mi culpa.

A cada rato subía a la oscura oficina de Pepe (su antecesor Mario Ezcurdia la había querido así, con una tímida lámpara que estaba siempre al lado del visitante del director, una cosa de film-noir), le comentaba cómo iba y en su oficina también solía platicar con Fernando Calzada, a quien Carreño le había dado una encomienda similar a la mía en la sección de Economía y sobre todo con Luis Almeida, quien estaba haciendo, un paso tras otro, un cambio general en el diseño del periódico.

Al cuarto día cambié por completo la portada. Recuerdo que la principal era una victoria de Pumas sobre el Tampico-Madero. Lo hice de manera radical, para dejar claro que las cosas ya eran diferentes. Tan radical, que no había una sola foto en la mitad superior de la página. A partir de ahí empecé a coordinar la sección, y a jugar al gato y al ratón con García Vázquez, cuyas trampas al cabo de un tiempo me parecieron muy ingenuas.

Hice ajuste de fuentes, ordené información, limpié el diseño, hice propuestas de trabajos propios (recuerdo uno sobre Zague, el mexicano crecido en Brasil y Martuscelli, el argentino crecido en México) y fui generando alianzas, algunas que se transformarían en amistades. La sección cambió.

En el proceso me dí cuenta de que el equipo de Deportes era muy desigual. Los paginadores eran dúctiles, los correctores salvaban notas escritas con las patas y varios reporteros tenían conocimientos y contactos. El de beisbol, Abel Morales, sin embargo, era analfabeta funcional. Otros, se notaba, vivían de hacer negocio con las páginas: notablemente, el de automovilismo y el que se dedicaba a regentear –es la palabra correcta- las planas de futbol llanero, sobre el trabajo de una joven que llevaba meses como “meritoria” sin sueldo alguno.

Carreño estaba al tanto de esa situación, que también existía en otras secciones del diario. Me presentó a un amigo suyo, experto en deportes y en comunicación social, Rafael García Garza, El Tiburón, quien conocía bien a varios de los personajes de la sección y cuyo diagnóstico sobre ellos coincidía con el mío. Después de un par de reuniones con García Garza, hice una lista con quienes, según yo, sobraban. Eran unos seis reporteros y un par de cabeceadores, además de García Vázquez. También sugerí que le dieran plaza a la “meritoria”, Avelina Merino.

La decisión de sacarlos se dio poco después. El de beisbol no se fue, pero le dieron licencia sindical. El día antes Pepe me dijo que con eso ya había terminado mi labor en deportes, que la sección había mejorado mucho y que ahora había que hacer lo mismo en la sección Ciudad.  También me pidió que buscara un nuevo coordinador para la sección deportiva, alguien de mis confianzas y “que tenga güevos”. A quien se me ocurrió invitar fue a Fernando Cabral, hermano de mi amigo Roberto y compañero del futbol de Xochimilco, quien entonces dirigía las publicaciones de la Dirección General de Deportes de la UNAM.

El día del cambio fue tenso para mí –no estaba acostumbrado a eso de los despidos-, pero de gran felicidad para muchos de los que trabajaban en esa sección. Cuando supieron que se iba Jordá, el hombre del automovilismo, uno de los correctores, El Destroyer se levantó de su mesa, exclamó: “¿Promotodo? ¡Promonada!” e hizo lo que años después se conocería como “roqueseñal”. Promotodo era la agencia a la que el periódico le había hecho la publicidad gratis (bueno, a cambio de un embute).

Hubo una queja popular sobre uno de los que estaban en la lista y no debía estar, Javier Escamilla. Se le mantuvo en el puesto. Con el tiempo nos hicimos cuates, incluso muchos años después lo ayudé dándole espacios, luego de que perdiera la vista en un accidente de motocicleta. 

Cabral llegó con ganas, pero con un gran desconocimiento de los tiempos del periodismo diario, que son demoledores y vertiginosos, y en esa época eran todavía más trituradores. Con el tiempo se fue acostumbrando. De entrada, le dije que se apoyara en el jefe de redacción de la sección, un cuate profesional, Juan Carlos Vargas. En el fondo sabía que, a la postre, Vargas acabaría sustituyendo a Cabral.

No habían pasado dos meses. A pesar de que sumaba a mis clases matutinas una larga jornada de trabajo en el periódico, de 5 de la tarde a una de la mañana, estaba muy contento. Podía decirse que entusiasmado. Y había más que duplicado mis magros ingresos. Pero a Patricia le molestaba que llegara yo tan noche.

  

viernes, noviembre 23, 2018

Biopics: una huelga en mal momento

Terminaba el sexenio de Miguel de la Madrid y yo tenía múltiples chambas. Como profesor mal pagado de tiempo completo en la Facultad de Economía, asesor de Carlos Payán, editorialista y columnista en La Jornada, columnista en Punto y en una agencita fundada por Fernando Pineda, que colocaba los textos en periodiquitos de provincia, y comentarista económico dominical en Canal Once. Pero a la hora de la verdad, yo dependía del trabajo de la UNAM, los trabajadores administrativos decidieron irse a huelga, y a los profesores que éramos miembros del Stunam nos retuvieron la paga. Bonito fin de sexenio.

Como muchos, yo vivía al día, y no me iba a alcanzar con los piquitos de los trabajos pequeños. No había cobrado en el Once y descubrí que tenía que darme de alta en Hacienda. Lo hice, cuando las computadoras de SHCP sacaban los certificados con impresoras de puntos. Mi homoclave responde al oficio de locutor. Lo curioso, y típico de aquel entonces, es que cuando al fin terminé de hacer el trámite, todavía hubo que esperar como un mes para cobrar. Ya  para entonces, la dichosa e inútil huelga había terminado.

Por aquel entonces compartí con mi amigo el Tigre González Tiburcio una frase: “hay que dejar de usar calzones rotos”. Así andábamos los profes de jodidos.

Pero no todo eran tristezas. Por un lado, estaban los hijos, que suelen ser un bálsamo. Por otro, un par de febriles reuniones con Pepe Zamarripa y Chuy Pérez Cota. Había espacio para desarrollar encuestas de opinión en los próximos años. Decidimos que el “proyecto Datavox” se convertiría en una empresa.

Y lentamente se me estaba gestando una alegría, interrumpida por la huelga. Una de mis alumnas del Seminario de Desarrollo y Planificación, que me había demostrado en el segundo semestre de la materia que era una estudiante muy capaz, era ahora mi adjunta en Introducción a la Economía, con los chavos de nuevo ingreso. Sí, aquella Taide prendida de poco tiempo atrás.

Han pasado los años y me sigue recordando que le puse una calificación injusta en el primer semestre del Seminario. 

viernes, noviembre 16, 2018

Viñetas (y taxistas) de Miami

(Estuve en Miami por unos días, por un evento deportivo en el que participó Taide. Aquí algunas viñetas):

El centro
Para mí, que había ido a Miami sólo una vez, en 1970, el centro de la ciudad me pareció totalmente desconocido. Ya no era la ciudad chaparra –para los estándares norteamericanos- y un poco desastrada. Ahora uno tras otro se yerguen rascacielos dosmileros, todos de grandes ventanales verdes, con piscinas en el décimo de los cuarenta pisos. Por el río pasan los yates de todos tamaños y, en imagen de Metrópolis tropical, por sobre las autopistas pasa un monorriel. Pero igualmente es un centro estéril, sin tiendas en las partes bajas, dominado por los automóviles, que obliga a los peatones a hacer paradas que parecen interminables mientras sufre el fuego cruzado de los vehículos que le pasan alrededor.

El primer taxista (Centro-Wynwood)
Le preguntamos su nacionalidad al chofer del primer Uber que tomamos. Venezolano, con claro acento caribeño. De inmediato se pone a hablar de la situación de su país. Lleva dos años en Miami, y se trajo a su mujer y a uno de sus hijos. Otro, el mayor, está en Perú. Calcula en tres millones ya, la diáspora. Nos dice que era supervisor de una cadena de almacenes, “y ahora manejo un Uber”. Eran 28 los almacenes que supervisaba, ahora nada más quedan cuatro, “y sin nada qué vender, la empresa va a desaparecer”.  Su hermana murió de un aneurisma que no le pudieron curar, porque no había la medicina. Y en un momento dado le dijo a su madre: “yo desde aquí no te puedo ayudar”, y decidió la partida. Ahora le envía latas de atún, medicina, lo que se pueda.

Wynwood
Wynwood era una zona de Miami en absoluta decadencia. Almacenes que se vaciaban y casas desastradas, ocupadas en su mayoría, primero por puertorriqueños y luego por inmigrantes de América Central. Unos gestores de arte decidieron revitalizarlo promoviendo  el uso de grafitis, murales y diversos tipos de arte urbano. Se abrieron galerías, se hicieron exposiciones y el lugar se transformó. Dejó de ser un barrio peligroso y oscuro, para convertirse en un sitio atractivo para los turistas. Wynwood tira rollito buena onda, mientras se va poblando de restaurantes y lofts de lujo. En el proceso de gentrificación, expulsa a los habitantes originales, que irán a otro barrio descuidado. No deja de ser paradójico.

El segundo taxista (Centro-Miami Beach)
El segundo taxista resultó ser también venezolano, pero de madre ecuatoriana y con más de diez años en Estados Unidos. Al saber que éramos mexicanos, se puso a hablar acerca de la cancelación del aeropuerto en Texcoco, externando, primero de manera oblicua y luego directamente, su preocupación porque López Obrador llegara a ser otro Chávez. No quedó convencido de nuestras seguridades. “Nosotros estábamos hartos de los gobiernos corruptos de Caldera y Carlos Andrés Pérez, pero no sabíamos en qué nos estábamos metiendo”. Luego dice que Maduro es mucho peor que Chávez, pero que quien verdaderamente gobierna es Diosdado Cabello. “Que no se arregle el suyo con los militares, y menos con los que están metidos con los narcos”, advierte. Remata: “en Cuba están mucho mejor que en Venezuela, allí tienen una tarjeta de racionamiento y al menos comen; allí tienen una que otra medicina en los hospitales y al menos el enfermo cree que lo están curando. En Venezuela, ni eso”.

Miami Beach
En una parte de Miami Beach parece haberse detenido el tiempo. Uno tras otro se suceden edificios art-decó. Muchos son pequeños hoteles, también muy monos en su interior. Otros son comercios o edificios públicos. El lugar resulta atractivo porque, al mismo tiempo que es una zona de playa, parece tener el tamaño humano que en otras partes se está perdiendo. Además, el tipo de letras, los pequeños detalles ornamentales, el juego de las formas, se queda en la retina de una manera, que al final uno termina soñándolo. A veces es inquietante que lo onírico y lo real se confundan, pero eso es precisamente, algo que buscaba la estética de entreguerras.
Y uno no puede dejar de pensar en los destinos mexicanos de playa, dominados por hoteles-resort gigantescos, que arropan al turista de manera tal que casi nunca sale de ellos, y cierra los ojos y se imagina que en una situación como la de Miami Beach, un presidente municipal, un gobernador, un presidente mexicanos, bien pudieron haber sido convenientemente convencidos para derribar los hoteles “viejitos” y erigir en su lugar tremendas moles all-inclusive. O no. Ya vemos cómo se dejó podrirse al Acapulco tradicional. Se pierde así, también, la noción de estar de paso por un lugar e imaginarse sin problemas, sólo cambiando la moda y el lenguaje corporal de las personas, cómo era aquello allá por 1938. Algo que se puede hacer porque el distrito tiene protección federal (digamos que del equivalente del INBA).

En la explanada Lincoln, entre cafés, fumaderos y restoranes de todo tipo y nacionalidad, está una pareja de ancianos cubanos pidiendo limosna. Y uno piensa qué a veces el destino es atroz: en vez de vivir en la pobreza, quizás extrema, pero compartida en la isla, huyeron de ahí para vivir en la miseria y la soledad, ellos islas en el mar de prosperidad que bulle a su alrededor.

El tercer taxista (Miami Beach – Little Havana)
El tercer hombre del Uber nos preguntó de dónde éramos, para de inmediato decirnos que él era cubano, pero había vivido en México. Aquí estuvo 12 años, y llevaba 15 en Miami. Dijo que la decisión de ir a Estados Unidos fue la peor que tuvo en su vida. “Pensé que aquí iba a vivir como americano, pero qué va. Aquí uno vive como latino, que no es lo mismo… fui malaconsejado”. Luego pasó a decirnos que México es el mejor país del mundo para vivir, por la gente, las posibilidades, la comida. Dijo que entendía que hubiera mexicanos que se quisieran ir a EU, “pero para sobrevivir, porque aquí se sobrevive, pero en México se vive”. Se casó con una mexicana y tuvo hijos mexicanos, “que ahora están acostumbrados a lo de acá, y son más de acá que nada aunque mi hija quiere vivir en Europa”. Dijo conocer todos los estados de la República, como vendedor. Tiene una casita en Jiutepec, que usa un cuñado. Allá sueña con regresar, dentro de cuatro años, cuando haya conseguido lo necesario para la jubilación “porque trabajo en una empresa, el Uber es para completar, porque aquí uno no vive la vida, como en México, aquí uno vive para trabajar”. Nos recomendó un lugar para comer auténtica comida cubana, muy sabroso y con un café espectacularmente bueno, pero que no estaba precisamente en la Pequeña Habana.  

Little Havana
Tomamos un camión para la Pequeña Habana. O más bien habría que decir una guagua, porque el ambiente que traía era parecido a los relatos de juventud de mi madre. En una guagua todos hablan como si se conocieran de toda la vida, empezando por el chofer. Comparativamente, cualquier camión mexicano es una tumba. La gente te envuelve, en sus ganas de mover la sinhueso (que en Cuba es la lengua) y entonces ya no te parece tan raro ver al tipo que lleva a pasear a un pececito dentro de una copa de agua.

La Pequeña Habana es más pequeña de lo que imaginaba (en 1970 había estado en La Sagüesera, South West Miami, que es donde vivía la comunidad cubana, pero no en esa parte considerada como típica). Más allá de un tendajón y dos tiendas de buen café, no tiene nada de relevante, entre otras cosas porque, aunque todo mundo habla español, esa es ya una característica de toda la ciudad, que me pareció mucho más hispanohablante que Houston o Los Ángeles. Tal vez lo más representativo sea un monumentito que tienen a “los mártires de la brigada de asalto”, organizada por la CIA en 1961, que intentó invadir Cuba y recibió una derrota histórica de parte de los revolucionarios en Playa Girón (o Bahía de Cochinos, como dicen en Miami). Junto a ese, hay otro con uno como guerrillero que se enfrentó a los sandinistas en 1979 (es decir, uno que apoyaba a Somoza) y que resulta que es un sospechoso de haber participado en el asesinato de Kennedy. Monumentos tristes, derrotados y mohosos. Se me quedó la palabra “mártires”. Parece que se utiliza para aquellos que murieron sin paladear la victoria. Como nuestros pobres irlandeses. Como los de Tacubaya. Como los de Chicago.

El cuarto taxista (Little Havana – Miami Beach)
El último taxista platicador también era cubano. Usaba su apellido porque su nombre era de esos impronunciables que se pusieron de moda en la Isla. Había nacido en Santa Clara, pero se fue de niño a Estados Unidos, en el año 2000. Aclaró que él se fue en avión, pero su papá se fue de balsero “y todavía no puede ver el mar de noche, se pone nervioso, porque después de tres días de remar, llegó un momento en que tres tiburones rodearon la balsa y nadaban alrededor de ella, como esperando su momento”. Dijo que su padre los llegó a visitar y usaba a México como trampolín, que una vez le llevó dulces y una golosina enchilada “yo no sabía lo que era eso, yo sólo sabía de arroz y frijoles y puerco, me tuve que tomar un cubo de agua”. Tampoco maneja todo el día, su trabajo fuerte es de cantinero en un club nocturno. Tal vez el que hubiera tenido si en Cuba no hubiera habido la revolución que hubo.

lunes, noviembre 05, 2018

El que manda aquí soy yo


Hay quienes quieren leer el asunto de la consulta popular y la decisión sobre el aeropuerto capitalino desde un punto de vista técnico o económico. Creo que con Andrés Manuel López Obrador todo tendrá ser leído en clave política. Y el mensaje que envía a la sociedad y al mundo es uno solo: “el que manda aquí soy yo”.

En ese sentido, lo sucedido en estos días va mucho más allá de la cuestión aeroportuaria, que es un hecho aislado y de menos importancia de la que le ha querido otorgar. No es un tema de aeropuerto allá o acullá. Es un asunto de (re)definición de las redes, y las riendas, del poder.

Todas las voces sensatas del mundo de la aeronáutica civil se habían pronunciado por la continuación de la obra en Texcoco. Pero esa obra tenía el pecado original de ser un megaproyecto organizado por el gobierno saliente, y había sido criticada en campaña por López Obrador.

Tras las elecciones, existían distintas maneras de abordar el tema. Una era la aceptación de que Texcoco era la opción más viable, pero acompañada de un ejercicio de auditoría y depuración de los contratos, para evitar sobrecostos e irregularidades varias. Otra era la decisión abiertamente vertical de cancelar la obra, cumpliendo las promesas de campaña. La tercera, que fue la que utilizó, fue organizar un proceso dirigido de consulta para velar la decisión vertical y, con ello, inaugurar un mecanismo que puede servir para avalar, con un barniz popular, otras decisiones personales.

Todo mundo sabe que ese mecanismo estuvo amañado. La consulta fue organizada por el partido político hoy mayoritario, y  avalada formalmente por una fundación conocida por su falta de rigor. La distribución de las casillas tenía más relación con la implantación de Morena a nivel nacional que con la distribución de la población del país (no digamos con la de los principales afectados con la construcción del aeropuerto). Se trató, pues, de un ejercicio cuyos principales actores fueron los militantes afines a López Obrador.

Que se haya tratado, fundamentalmente, de un ejercicio militante es un dato no menor. Pero no, como se vería desde un cierto ángulo, para descalificar la consulta y evidenciarla como mascarada, sino para dotarla de significado político. Se trata de un ejército ciudadano dispuesto a seguir a AMLO de manera fiel y activa. Esta militancia toma el lugar del pueblo y obedece al mandar… porque manda lo que el caudillo le pide.

Si Andrés Manuel contaba con 30 millones de votantes el día de las elecciones, hoy ya puede afirmar que cuenta al menos con 750 mil ciudadanos dispuestos a avalar lo que él les pida. Y a hacerlo, en la mayoría de los casos, más allá de razones y argumentos. Esta masa crítica puede crecer en los próximos años, y servir para otras consultas –esperemos que mejor hechas- en diversos temas, en los que López Obrador considere que es necesario utilizar esa vía.

Cuando AMLO hace la pregunta “¿Quién manda, los mercados o el pueblo?”, está siendo clarísimo, salvo por el detalle de que al pueblo lo representa él solito. El mensaje que ha enviado a los dueños del capital es que no se va a plegar a sus deseos y necesidades, a veces disfrazados de “fuerzas del mercado”, sino que va a hacer lo que él considere correcto. Que el que manda es el Señor Presidente.

Por eso mismo, López Obrador se mostró confiado en que no va a haber pataletas ni denuncias de parte de los empresarios afectados, sino buena voluntad negociadora. Les ha mostrado que puede doblarles la mano. Y en eso hay una gran diferencia respecto a lo que ha vivido toda una generación de mexicanos. El mensaje de calma se puede traducir en “se van a alinear”.

Bajo esta luz, la reacción de los mercados tiene que interpretarse por partida doble. Por una parte, por supuesto que no les gustó que se haya tomado una decisión económicamente irracional y que mete incertidumbre sobre las inversiones. Por la otra, está quedando en evidencia que, a estas alturas, el capital es incapaz de encabezar una rebelión sin dispararse en el pie. Con mohines, pero se están alineando.

Tampoco parece haber claridad en la oposición política. Esos partidos denuncian lo que considera una farsa, pero se hacen a un lado, tal vez conscientes de su bien ganada debilidad. Oposición social, casi no la hay, y no la habrá en la medida en que López Obrador cumpla con sus propósitos redistributivos –lo que está por verse-. Queda sólo la crítica posible, pero limitada, de los medios. Y contra ellos ya se apuntan varios dardos.

El experimento de la consulta popular probablemente podrá repetirse pero, por lo visto, no servirá tanto como escuela de democracia directa, sino como barniz de participación social a las decisiones de AMLO y como método de apuntalamiento de su autoridad.


Nos queda más claro que nunca: Andrés Manuel va p’alante y no se quita. Bajo esas circunstancias, sólo queda tener la esperanza de que las próximas decisiones del líder tengan racionalidad social y congruencia económica, y no sean solamente para acumular más y más poder.