miércoles, marzo 30, 2022

Un discurso de Putin


Empezaré con una larga cita de un discurso reciente de Vladimir Putin. A mi parecer, lo dibuja totalmente. Dibuja, asimismo, varias de las características del nacionalismo del Siglo XXI, que tiene sus parecidos con los que tiñeron de sangre el siglo pasado, pero también sus diferencias.

Recordemos, de entrada, que la “quinta columna” es un término utilizado por primera vez por los franquistas en la guerra civil española, y se refiere a la parte de la población local que, en un conflicto, mantiene, de manera organizada, posiciones favorables al enemigo.

Decía Putin el 16 de marzo:

“Occidente apuesta a una quinta columna. A los traidores nacionales. En los que ganan dinero aquí, pero viven allá. Y no es que vivan allá en el sentido geográfico de la palabra, sino de acuerdo con sus pensamientos, con sus serviles conciencias. De ninguna manera estoy juzgando a los que tienen una casa en Miami o en la Riviera Francesa, que no pueden vivir sin foie-gras, ostras y las susodichas libertades de género. Ese no es el tema, sino que muchas de esas personas, por su naturaleza, están mentalmente allá y no aquí, no están con nuestro pueblo, con Rusia. Eso es, en su opinión, un signo de pertenencia a una casta superior, a una raza superior. Es gente que vendería a su madre para que se les permita sentarse en el pasillo de la casta más alta. Quieren ser como esa casta, imitarla de todas las maneras posibles. Pero se olvidan o no entienden que si son necesitados por esta supuesta casta superior lo son sólo como material reemplazable, que se utiliza para causar el máximo daño a nuestro pueblo.

“Occidente está tratando de dividir a nuestra sociedad, especulando sobre bajas en el combate, sobre las consecuencias socio-económicas de las sanciones, provocando una confrontación civil en Rusia y usando a su quinta columna para lograr sus propósitos. Y sólo tienen un propósito -ya he hablado de ello-: la destrucción de Rusia.

“Pero cualquier pueblo, y más el pueblo ruso, es capaz de distinguir a los verdaderos patriotas de la escoria y los traidores, y sencillamente escupirlos como a un bicho que cayó por accidente en su boca. Escupirlos al suelo. Estoy convencido de que esa natural y necesaria auto purificación de la sociedad sólo servirá para fortalecer a nuestro país, nuestra solidaridad, cohesión y preparación para responder a cualquier desafío”.

De entrada, queda claro que, para el dictador ruso, el enemigo es Occidente, pero no sólo en términos geográficos o ideológicos, sino mentales, culturales. Es el ciudadano local, pero globalizado.

Luego viene un juego de semejanzas: globalización no es igual a democracia liberal o respeto a la diversidad, sino a paté, ostras y lujo. Se fija así, en el discurso, una diferencia con el ciudadano común, que debe rechazar, de todo a todo, los valores de los globalizados: a la democracia liberal junto al foie gras.

Inmediatamente después, una aclaración. No es un asunto de dinero, porque hay ricos comprometidos con el país (con el proyecto del caudillo), sino de lealtades profundas y de cercanía con el pueblo. Es, pues, un tema cultural. Ellos están lejos de ti, el caudillo está cerca.

A continuación, un juego combinado de resentimiento y de valores: aspiran a pertenecer a otra casta y son capaces de vender a su madre en ese empeño y destruir al pueblo verdadero. A su madre física y a la madre-nación. Quieren ser distintos a nosotros. Se sienten diferentes. Son unos vendidos, y lo hacen por migajas de reconocimiento del extranjero. Queda pintado el quintacolumnista en toda su vileza. Habrá que odiarlo.

Lo que sigue es un ataque a la información (ya no a los medios, porque los que no están controlados han sido silenciados). Hablar de bajas en combate o de la mala situación económica es provocar una confrontación civil (con el gobierno y con quienes se rehúsan a escuchar otra cosa que no sea propaganda) y, por lo tanto, servir a los intereses del enemigo. Quien critique el orden de las cosas es un derrotista. O peor, un disfattista, que es el término que usaban los fascistas italianos para describir a quien, desde su punto de vista, se esforzaba en deshacer al país, sembrando dudas acerca de los logros del régimen. Por eso el resultado de la falta de confianza de parte de un sector de la población es, en el discurso de Putin, nada menos que la destrucción de Rusia.

Más tarde viene el golpe final, vulgar y contundente. El pueblo ruso, que es uno y sabio, identifica a la escoria y la escupe como los insectos que son. Se deshace de ellos. Lo maravilloso es que se trata de un proceso de purificación del propio pueblo. La escoria es basura, excremento, impureza que tenía en su seno. Eliminarla es una razón de higiene, y el cuerpo social resulta fortalecido al hacerlo. Por lo tanto, ganará el desafío bélico que tiene enfrente.

No estamos ante un fascismo clásico del siglo pasado, con las implicaciones sobre la jerarquía, el corporativismo o el papel del Partido. Pero sí muy claramente ante un nuevo intento, hasta ahora exitoso, por imponer un régimen conservador, autoritario y unipersonal basado en dos cosas: el discurso de polarización entre el pueblo tradicional al que se debe el líder y las élites internacionalistas que no sienten a su patria; y la búsqueda de la gloria nacional como elemento aglutinante, aunque signifique pérdidas personales de todo tipo: del hijo muerto en Ucrania a la escasez de alimentos o pérdida de ahorros. Jodidos y sin libertades, pero parte de una Patria grande y respetada.

En fin, Putin se dibujó solo y la imagen resulta bastante desagradable, pero hay que aceptar que, a diferencia de otros, lo hizo de una manera bastante articulada. 

miércoles, marzo 23, 2022

Modernidad, modelo para armar (1989)

 


En noviembre de 1989, cuando apenas caía el Muro de Berlín (y todavía no se desencadenaba el desmembramiento del bloque socialista y la URSS) entró a imprenta El Libro del Año 1990, el primero de varios anuarios que se publicarían a iniciativa de José Carreño Carlón. Lo coordinó Raúl Trejo. Además de la revisión de las noticias que habían corrido en los últimos 12 meses, había varios textos sobre temas diversos. Entre los autores recuerdo, además de Carreño Carlón, a Rolando Cordera, José Woldenberg, Fernando Calzada, Enrique González Tiburcio, Paulino Sabugal, Leonor Ludlow, María Rosas, Carlos Martínez Assad, Marcio Valenzuela, y hay otros que se me olvidan.

El texto que yo escribí, que intentaba conectar algunas preocupaciones, parece algo optimista tres décadas después. Pero da una idea de las preocupaciones de aquel entonces. Creo que también da idea del momento que pasaba en mi vida personal. Helo aquí: 


Modernidad, modelo para armar.

 

I: El Progreso

-El mundo avanza que es una barbaridad

Hasta hace pocos años, la modernidad y el progreso iban de la mano, parecían enamorados. Lo moderno se entendía como acumulación social de gadgets (elaborados, por supuesto, con nuevos materiales sintéticos), plétora de construcciones (el cemento embellecía a México, rezaba una publicidad hace treinta años), consumación de sueños de riqueza en los que la humanidad se alejaba de su despreciado pasado campesino.

Ladrillo moderno versus adobe antiguo; leche industrializada versus seno materno; la mentalidad del progreso colonizado prescribía derrumbar árboles y palmeras para logra siquiera una sombra de parecido con un Los Ángeles de quimera.

Durante un largo tiempo, parte importante de la oferta política nacional se cifraba en la idea del progreso. El país crecía, se urbanizaba, hacía valedera la promesa revolucionaria de movilidad social y se preparaba para administrar la abundancia. El progreso era visto como un incansable tren que, en vía recta, transporta a la humanidad hacia el futuro luminoso; y se nos enseñó que los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana eran los conductores, los que habían logrado sacar al país del marasmo del ancién regime y (re)colocarlo en la historia. La acumulación de todo lo acumulable pavimentaría el dorado camino del mañana.

Pero el progreso no estaba exento de pesadillas, y para muestra basta un botón. La ciudad del futuro resultó ser muy diferente de la que nos pronosticaba el Tesoro de la Juventud: la contaminación, las distancias inhumanas, la violencia, la ruptura de la vida de barrio no estaban previstas en el guion. La riqueza a la vuelta de la esquina se tornó en un listado infinito de carencias que el crecimiento económico no pudo resolver y de contradicciones que se agigantaron. El progreso agrandó lo antiguo (y aún peor, lo hipertrofió); su camino nos llevó al punto de partida, al lugar que quisimos dejar. Neza y Chimalhuacán se convirtieron en sinónimos de progreso. Todo era una barbaridad.


II. Una ilusión bisecular

-       En México sólo existen dos partidos: el del progreso y el del retroceso: José María Luis Mora   

Puede decirse que los siglos XIX y XX han estado volcados hacia el progreso, bajo una lógica de tiempo lineal. Sus marcas sucesivas han sido la industrialización, la consolidación de los Estados-nación, el agudizarse de las contradicciones de clase, las pugnas nacionalistas, el gran debate ideológico comunismo versus capitalismo, el fin de la era colonial, la formación de bloques económico-sociales en un mundo varias veces bipolar. Ha sido un avance hacia la sociedad de masas, en el que la humanidad se ha abierto paso pisando cadáveres (los de las guerras, las revoluciones, los “homicidios blancos” de trabajadores desgastados por las condiciones de trabajo, los provocados por el desastre ecológico).

En ese mundo nos criamos, y adoptamos posiciones que consideramos correctas en un mundo claramente dividido. Durante mucho tiempo esta división (y, en el fondo, la creencia en el carácter lineal del progreso) propició una verdadera epidemia de doblepensamiento orwelliano, que permite el mantenimiento simultáneo de dos premisas claramente contrapuestas como verdades irrefutables: “solo hay socialismo cuando hay auténtica democracia” – “en la URSS no hay democracia” – “en la URSS hay socialismo”; “las democracias respetan los derechos humanos”- “en Corea del Sur no se respetan los derechos humanos” – “en Corea del Sur hay democracia”. Con buena fe, como muchos luchadores sociales, o con cinismo, como muchos políticos de las grandes potencias, se pueden hacer malabarismos exquisitos para poder representar lo bueno, lo positivo, el partido del progreso.

De repente, las clavas y las pelotas se le empezaron a caer a mucha gente: el malabarismo se hacía más difícil, las certidumbres crujían, los paradigmas, las iglesias laicas se venían abajo. El peso de las víctimas -directas o indirectas- de todos los dogmatismos aplastaba cada vez más las conciencias.

Y cuando se caen las iglesias ¿qué se hace? La socorrida práctica de ir creando capillitas que se derrumban como castillos de naipes parece una salida falsa.

 

III. Modernidad = tolerancia

Hubo sociedades que llegaron tarde al siglo XIX, otras más se atrasaron para llegar al siglo XX; si el cambo de milenio prefigura el fin de la ilusión bisecular, hay que admitir que casi todos vamos con el reloj un tanto atrasado. Es cierto, ya es lugar común hablar de la interdependencia, del fin de los antiguos nacionalismos y del Estado tutelar, pero demasiado a menudo esto se confunde con el pragmatismo del doblepensador clásico, que no hace sino aprovecharse de las circunstancias.

Hay que tener cuidado, entonces, con quienes -desde una posición ideológica precisa- pregonan el fin de las ideologías. Eso a mí me suena a engaño: las ciencias sociales no han avanzado todavía al grado de merecer plenamente el apelativo de científicas. Lo que nos pasa es que hay quienes, sin dejar de pensar en las viejas dicotomías, interpretan la crisis del progreso (“as ye grow, so shall ye weep”) como confirmación de hipótesis clasistas.

Identificar al mercado, a la privatización, al fin del igualitarismo y a la tasa de ganancia con modernidad y eficiencia es un truco publicitario de la más vieja usanzas. Desgraciadamente, en ese truco caen quienes, queriendo combatir los intereses de las clases dominantes, apuestan al mantenimiento de estructuras mentales que están siendo barridas por la realidad.

Si llegamos, como nación, tarde al progreso, es natural que lleguemos tarde a la modernidad. Y nos sucede una extraña paradoja: más que modernos, hay modernizadores.

Esto implica la necesidad de quemar etapas, pero con dificultades adicionales y, sin duda, con riesgos mayores. Por ejemplo, será imposible competir sana y profundamente con los países de la Cuenca del Pacífico si la mayor parte de los escolares mexicanos están mal nutridos, reciben su educación en locales inadecuados, de parte de maestros mal pagados e insuficientemente preparados. En tales condiciones, toda desregulación necesita pinzas.

Acceder a la modernidad es también acceder a la diversidad y a la pluralidad. Si caemos en el garlito que privilegia exclusivamente el mercado, si apuramos demasiado la quema de etapas, tendremos costos que se revertirán drásticamente (pregúntenle, si no, al fantasma del Sha, cuya caída a manos de Jomeini fue prevista cincuenta años antes por Antonio Gramsci). Como dice Lucio Dalla, refiriéndose a la llegada al 2000: “lo importante no es llegar en fila, sino cada quien de manera distinta”. La modernidad no es el fin de las ideologías, sino la aceptación de que no se las puede liquidar y hay que aprender a convivir con todas ellas, guardando cada quien la propia. Y haciendo proselitismo, ¿por qué no?

Atacar a la intolerancia no es tarea fácil. Implica trabajar con el interior de las personas, y superar reticencias, autocensuras y complacencias. Implica entender que no hay verdades absolutas y que la vanguardia no es monopolio de nadie. Implica, sobre todo, entender que la vanguardia debe hacer un esfuerzo por no modernizar a fuerzas, por ser efectivamente moderna, en vez de pretendidamente modernizadora.

 

IV. ¿Es soft lo moderno?   

Si la humanidad se aleja con gozo colectivo y dolor personal de un mundo hecho a grandes pinceladas en blanco y negro, para vivir el reino de los matices, ¿quiere decir que se acabaron las grandes emociones, los valores definitorios, la realidad dura, para dar lugar a espacios controlados, preponderancia del relativismo, realidad blanda? ¿Nos envía la caída de muros y dogmas a un mundo desprovisto de pasión, de apasionados y pasionarias? ¿Perdemos o ganamos en ello?

Hay, en los países desarrollados, indicios de este tipo de enfrentamiento social. A esos indicios se les ha otorgado un denominador común; postmodernismo, que corresponde, grosso modo, a una palabra anglosajona: coolness. Vivir menos intensamente para morir menos., dosificar lo inevitable. Es el mismo proceso que va de los cigarros sin filtro a los ultralights, del ajenjo a la Diet-Cola, de la revolución romántica (y represión sexual) a la sublimación del onanismo, pasando por la revolución sexual (y represión romántica), de la filosofía de la praxis a la filosofía del video. Vástagos de las sociedades avanzadas se reconocen como pollos de granja, se solazan en la incubadora y asumen los límites estrechos de su mundo; otros más emprenden la huida, llevándose a cuestas -como una sombra- el aprendizaje adquirido por tantos años.

En México, y en otras naciones con similar grado de desarrollo, el mundo soft se asoma, con tonos pastel, en la televisión, en los anuncios espectaculares que dan forma última a las urbes, en el comportamiento de algunos grupos juveniles de clases pudientes. Pero no traspasa el umbral, seguimos viviendo en el Imperio del Truene, revueltos y apasionados, pásame tu pedo, a ver si te lo resuelvo.

Sucede que, aunque no queramos, aunque las ideologías que mamamos durante décadas estén sucumbiendo ante el principio de la realidad, aunque el viejo progreso y las viejas certidumbres están feneciendo, México es un país en transición. Nos dirigimos hacia una democracia auténtica, hacia una sociedad participativa, hacia nuevas formas de respeto y de solidaridad, hacia el cosmopolitismo. Pero todavía no estamos allí. Nuestra heterogeneidad cultural y nuestra desigualdad económica son extremas, no permiten el fácil tránsito sin proyectos mayores, sin tensiones ni fuertes contradicciones. La materia de la vida sigue y seguirá siendo dura (algo que tarde o temprano se entenderá aun en los países ricos bombardeados por imágenes soft). Siempre es más auténtico vivir con intensidad, aunque nos embista la bestia cotidiana de la muerte.

Ventajas de la transición, de no ser (todavía) postmodernos (y quién sabe si modernos).

 

miércoles, marzo 16, 2022

Futbol, violencia, posverdad, sospechosismo tribal

Los terribles sucesos del 5 de marzo en el estadio de Querétaro, y las reacciones sociales que han generado, dan cuentan de muchos de los problemas que nos aquejan como sociedad.

De entrada, dejan la muy clara sensación de que la violencia ciega e incontrolada se ha instalado en muchas partes de la vida nacional. Y aunque no sean novedosas las conductas violentas en los estadios mexicanos, tampoco se conocía de un caso con el nivel de sevicia y salvajismo como el que se vivió en La Corregidora.

Pero, además de una condena generalizada y vaga de los actos violentos, la discusión en las redes sociales ha sido muy poco para analizar las causas de esta violencia o lo que se puede hacer para erradicarla, y se ha centrado, en cambio, en la discusión sobre si hubo muertos o no, y cuántos fueron. Como si hubiera una gruesa línea para definir si aquello fue una tragedia, o no, según el número de víctimas fatales, cuando debería ser evidente que de cualquier manera sí fue una tragedia.

El asunto de los muertos estalló a partir de que un periodista deportivo poco fiable, protagónico, experto en inventar complots e imaginar traspasos de futbolistas, pero que trabaja en un medio televisivo profesional, recogió y reprodujo en las redes sociales la versión de que había 17 personas fallecidas por la reyerta.

No había pasado una hora de que las agresiones obligaron a suspender el partido, y ya corría como reguero de pólvora el rumor transformado en noticia. Los distintos videos en donde aparecían tiradas en el suelo al menos tres personas policontundidas e inmóviles abonaban a dar esa impresión. Pero en ningún caso había evidencias o se llegó a contrastar la información para asegurar que habían fallecido. Se generó, en cambio, una suerte de competencia por ver quién hablaba de más muertos. Llegué a leer hasta 50.

Estamos ante un caso evidentísimo de posverdad. Una versión sin fundamentos que (quiero pensar) dictada por la impresión al ver las imágenes de violencia atroz, pero también por el ansia de clics y likes, se va convirtiendo en una verdad. En consecuencia, cualquier afirmación que la desmienta se va convirtiendo en una mentira interesada, y no importa si el desmentido tiene fundamentos. La desconfianza y la suspicacia (o como aquí decimos, el sospechosismo) son las que ganan.

Lo peor del caso es que ese sospechosismo adquiere características tribales, dependiendo del grupo con el que la gente se identifica. Notablemente, hubo quienes achacaron los terribles hechos al “incapaz” gobierno panista de Querétaro, que además estaría ocultando las muertes. Y hubo quienes aseguraron que fue un complot del gobierno de López Obrador, ya sea para desviar la atención de los muchos y variados escándalos de coyuntura, ya para afectar una posible candidatura presidencial del actual gobernador queretano, y serían los afines al gobierno los encargados de inflar el número de víctimas.

Ni los unos ni los otros tienen asidero para sus afirmaciones, simplemente están utilizando una tragedia para fortalecer sus puntos de vista, cavando más hondo en la trinchera de la polarización. Se indignan de manera selectiva y, a conveniencia, confunden casualidad con causalidad, al tiempo que olvidan que el país lleva más de una década envuelto en una espiral de violencia a la que el futbol no es ni puede ser ajeno. Y se aprovechan de que la desconfianza se ha vuelto moneda común. Las víctimas de la violencia del estadio, por supuesto, son lo que menos les importa.

Lo paradójico es que precisamente el tribalismo -ese sentido exaltado de pertenencia, en el que quienes no son parte de nuestro grupo merecen ser agredidos- fue el principal combustible de la horrible situación que se vivió en Querétaro. Ni eso son capaces de ver.  

Es obvio que lo sucedido en La Corregidora se debe investigar. Hay indicios de que las agresiones fueron premeditadas y evidencias de que la empresa de seguridad contratada no cumplía con requisitos mínimos para el encargo (pero igual los comisarios y el Inspector Autoridad dejaron que así fuera). Pero sobre todo hay que dilucidar la composición de las mal llamadas “barras de animación”, que en varios casos se han comportado como delincuencia organizada y en algunos pueden tener ligas con criminales de mayor peligro. Si el crimen organizado estuvo involucrado, las consecuencias en Querétaro y Jalisco pueden ser peores.

El asunto de la violencia en el futbol no se resuelve con medidas tibias, como las anunciadas hasta ahora por la FMF. Se requiere de mucho más para acotarla, y los clubes tienen que dejar de ser rehenes de las barras. Pero tampoco es pensable que aún medidas más severas vayan a ser suficientes para lograr que en los estadios exista una paz bucólica, si esta no se vive en las calles, en las carreteras, en el país entero. Y no, no es un tema del “neoliberalismo de los gobiernos de antes”.

Tampoco los temas de fondo serán posibles de resolver si seguimos, como opinión pública, yéndonos de paseo con las posverdades o trocando la duda razonable con la suspicacia y la desconfianza automáticas. Y mucho menos si seguimos apostando a que todo el que no lleva nuestra camiseta (deportiva, nacional, ideológica o política) es un adversario al que hay que humillar y, a la postre, destruir.

miércoles, marzo 09, 2022

Vigencia de Orwell

Una de las experiencias que marcaron con mayor profundidad a George Orwell, y que sería definitiva en su novela 1984, fue su participación en la Guerra Civil Española como parte de las Brigadas Internacionales que defendían a la República, plasmada en su libro Homenaje a Cataluña.

A lo largo de Homenaje a Cataluña, además de describir muy de cerca la desgracia de la guerra (liendres, ratas del tamaño de un gato, granadas mal hechas, el silbido de la muerte rozando la cabeza o anidando en la garganta), Orwell da cuenta de dos cosas: una es la violenta disputa entre facciones republicanas (las famosas jornadas de mayo de 1937); la otra, que nutriría de manera importante su producción posterior, el papel de la propaganda y de la mentira, y sus efectos en la psicología y en la política.

La guerra es, por supuesto, el mejor espacio para que se desarrolle la mentira. Y eso no es nuevo. La conocida frase “en la guerra, la primera víctima es la verdad” es atribuida a Esquilo. Orwell señala que “cosas como la libertad individual y una prensa verídica simplemente no son compatibles con la eficiencia militar”; pero al mismo tiempo, también porque Orwell afirmaba estar peleando por “la decencia elemental”, indica que “toda la propaganda de guerra, todo el griterío y las mentiras y el odio, viene invariablemente de gente que no está peleando”.

Hay varios momentos en los que Orwell da cuenta, no sólo de lo mentirosa, sino de lo absurda que puede ser la propaganda. Y más si es bélica. Son hasta graciosos, en medio de la tragedia. También, lo más interesante, de cómo esos absurdos pueden penetrar en la mente de personas aparentemente racionales, y permitirles tener dos creencias contradictorias de manera simultánea (la base del “doblepensamiento” en la que se funda el régimen totalitario de 1984).

De ahí, pasamos a otras dos cuestiones: una es que, para Orwell, el poder significa “romper en pedazos la mente humana y volverlos a juntar en formas nuevas a nuestra elección”; la otra, es que mediante la destrucción de las palabras (de su significado), al corromper el lenguaje, se puede hacer que el lenguaje corrompa el pensamiento, para llegar a la Ortodoxia… a no pensar”.

Cada guerra trae nuevos eufemismos, destinados a hacerla aceptable y a ocultar lo desagradable de un bando, mientras se exagera lo desagradable del otro. Así, por ejemplo, en la Guerra de Vietnam, aparecieron frases como “terrorismo antiaéreo”, “fuego amigo” y “daño colateral”, y los enemigos ya no eran asesinados, sino “neutralizados”. 

En la invasión rusa a Ucrania, hoy en día, leemos y escuchamos frases como “armas defensivas”, “desmilitarización y desnazificación”, “operación de protección”, “escenificaciones orquestadas de bajas civiles” porque “la población civil no corre peligro”. 

El enemigo, por supuesto, está abandonando sus posiciones en masa.

Debería ser obvio, a estas alturas, que todos los lectores deben estar prevenidos y tratar de informarse por varias fuentes, en busca, ya no de la certeza, sino del vislumbre de algo fidedigno.

Pero no se requiere estar en guerra caliente para usar el newspeak orwelliano. Basta con plantar en una parte de la población la idea de que se está en guerra ideológica contra los enemigos del pueblo para ir elaborando un nuevo diccionario, en el que se cambia a modo el significado de las palabras.

En México tenemos amplia experiencia, que viene de décadas atrás, y no ha habido gobierno en el último siglo que no haya jugado con el lenguaje, con eufemismos o de plano con mentiras, para adormecer conciencias. Pero hay que decir que ahora se está redoblando el paso.

Pensemos en la ubicuidad de los “conservadores”, en donde ahora caben los que antes eran “aliados valiosos de la democracia”. En el uso intensivo de “neoliberal”, convertido en adjetivo arrojadizo. En las muchas obras cuyos datos se guardan por “seguridad nacional”. En los muertos que existen o no existen dependiendo de bajo qué gobierno hayan muerto. Pensemos, incluso, en el uso del término “esperanza”, que juega de manera muy parecida a la letra de la canción que tararea despreocupadamente la mujer prole en la novela 1984. Y, ya sabemos, sólo encuentras esperanza siguiendo al Gran Hermano.

Lo novedoso, en los tiempos que vivimos, es que hay una cierta fascinación colectiva con el engaño. Una oscilación entre el miedo a ser engañados y la admiración hacia quienes engañan. No es casual que se hayan puesto de moda series y películas protagonizadas por defraudadores de diverso tipo.

También vivimos tiempos de adicción al clic. Y no falta, en río revuelto quien, en pos de una interacción en internet, falsea la información, a sabiendas de que el morbo y la frivolidad son características humanas, a las que ayuda a exacerbar. Es más fácil engañar a un frívolo. Resulta por lo menos sintomático que “el estafador de Tinder”, que fue evidenciado en un documental de Netflix no solamente esté libre, sino que prepare su propia película, que probablemente también será un éxito.

Con los nuevos medios de comunicación, los rumores (esas posverdades predigitales) que antes pasaban de boca a boca, ahora se multiplican de manera exponencial. La única respuesta positiva sería una multiplicación exponencial en la capacidad de la gente para procesar la información y distinguir la que tiene sustento de la que no la tiene. De ese tamaño es el reto.

Hay algunos aspirantes burdos a Gran Hermano, como Putin, a quien la propaganda se le está cayendo a pedazos de tan evidente (salvo para unos cuantos adocenados). Pero no son los únicos. Ni en esta guerra, ni a lo largo y ancho del mundo.

El remedio: revisar y cotejar fuentes, y buscar contexto analítico. Ni modo. Informarse bien no es tan fácil como parece.

viernes, marzo 04, 2022

El consenso reaccionario y la nostalgia por la homogeneidad


Una de las pulsiones más extrañas en el mundo de hoy es la del deseo al retorno de la homogeneidad social.

Hace tiempo que los temas sociales y de distribución del ingreso, que solían ser el asunto más importante de la discusión política mundial, pasaron a segundo plano. Pareciera que, en la medida en que no se resolvieron, la atención pasó a otros, en la esperanza de que, automáticamente, se generaría una solución.

Hace unas cuantas décadas, las preocupaciones centrales eran educación, empleo, salud, crecimiento económico, salarios y, en países como México, democracia. Poco a poco -lo paradójico es que sucedió en la medida en que los avances eran claramente insuficientes- fueron dejando su lugar a otras: la seguridad, por un lado; y, por el otro, la lógica de exclusión: dejar simbólicamente fuera de la sociedad (y a veces no tan simbólicamente) a otras personas, por razones de raza, nacionalidad, religión, estilo de vida o ideología.

Si el Estado, luego de su crisis fiscal, es incapaz de garantizar condiciones sociales suficientes; si la educación y la salud van a la baja, si no se construye la infraestructura necesaria, si el poco empleo que se genera es precario y mal pagado, le conviene arrinconar esos temas y centrarse, al menos en el discurso, en los otros.

Si ese discurso viene acompañado con la promesa nostálgica de volver a un pasado en el que, si bien los problemas sociales no estaban resueltos, al menos había una homogeneidad, hoy perdida por la globalización, las migraciones y los nuevos derechos y valores, se puede encontrar una suerte de consenso reaccionario: regresemos a los buenos viejos tiempos en los que cada quien tenía su lugar en la sociedad.

Ahí se genera una tensión natural entre quienes anhelan ese pasado mítico y quienes asumieron al menos la parte sustancial de los cambios que trajo la globalización.

A veces la opinión política de las naciones se ha partido por mitades. En la votación del Brexit fue apenas más grande la que anhelaba la vieja Gran Bretaña proteccionista, con sus frijoles dulces y sus sueños de gloria aislada. En Estados Unidos primero fue la que quería devolver los valores de los míticos años cincuenta, con predominio de los hombres blancos; luego se volteó ligeramente la tortilla. En Polonia, primó la tradición católica y, con ella, la supresión de derechos de mujeres y de la comunidad LBGT.

A veces, una mitad es notablemente más grande que la otra, y se genera un efecto tsunami. Sucedió en Hungría, con Orban y en Turquía, con Erdogan, políticos que han acumulado un poder metaconstitucional e impuesto, de manera cada vez más autoritaria, sus puntos de vista, siempre teniendo en la mira la unidad de la cultura nacional, a punto de ser contaminada por las influencias del exterior.

Sucede, lamentablemente, con los nacionalismos en Rusia y Ucrania, con resultados peligrosos para la estabilidad política mundial.

En todas las naciones, quienes más se han movido hacia las opciones populistas excluyentes no han sido los más pobres, sino quienes se perciben como “nuevos pobres”. Aquellos que sienten que las oportunidades de bienestar y realización personal se fueron haciendo cada vez más delgadas e improbables, tanto por deficiencias en su preparación respecto a las necesidades del mercado de trabajo, como por el mal manejo social de los gobiernos liberales.

Estos “nuevos pobres” se sienten bien cuando un demagogo los hace sentirse “el verdadero pueblo”, a diferencia de otros con los que no comparten cultura. Esos otros pueden ser los migrantes, los miembros de otra raza, de otra religión; los que hablan otro idioma, los que practican otro estilo de vida; los políticos tradicionales o, simplemente, aquellos que son vistos, por la razón que sea, como beneficiarios del sistema. Y así se genera una línea divisoria entre un pueblo verdadero (y bueno) y otro falso (y, por lo tanto, corrupto).

Esa pulsión luego se traduce en la lógica política de las dos sopas, que suelen manejar los demagogos. O estás conmigo o estás contra mí. Toda crítica es un ataque. Todo ataque es traición golpista al pueblo y a la Patria. No hay espacio para la deliberación pública, porque todo se resuelve en la descalificación y el insulto. Tampoco hay diferencia entre la verdad y la mentira, todo depende del cristal con que se mira. Las trincheras están marcadas. Es, por cierto, exactamente lo que vimos en la ignominiosa carta de apoyo de los senadores de Morena al presidente López Obrador, convertido en encarnación del pueblo, la Nación y la patria.

A estas alturas, debería quedar claro que la idea de cavar más hondo las trincheras sólo conviene a quienes, a cambio de fallar en la conducción política y económica del país, apuestan a la política de identidad y a la erosión de las instituciones democráticas, como tablas de salvación para seguir en el poder.

Pero no queda claro. Y hay quienes insisten, desde el otro lado, en ahondar las trincheras, descalificando en paquete, expidiendo certificados de pureza antipeje, y jugando, estúpidamente, a que las viejas recetas económicas y políticas serán suficientes para exorcizar los demonios del populismo, sólo que ahora con el añadido de la revancha. Es exactamente el otro lado del espejo.

El nuevo-viejo nacionalismo políticamente excluyente no se va a ir de manera mágica, como no se ha acabado de ir la democracia liberal. Y, cuando se vaya, no dejará las cosas en un estado que permita la vuelta atrás (al otro pasado mítico, el de los liberales). Tendrán que desarrollarse nuevas formas de convivencia política. Ojalá logremos entenderlo.

miércoles, marzo 02, 2022

En arenas movedizas

 


Entre la prisa por las transformaciones y las fobias hacia los adversarios, y ante una denuncia periodística que le pegaba en el plexo solar, el presidente López Obrador se ha ido adentrando en terrenos pantanosos y ha sido atrapado en arenas movedizas. Cada movimiento que hace, lo hunde más.

Estamos ante un caso extraño. La principal fortaleza de López Obrador, a lo largo de estos años, había sido la comunicación. Sencilla, directa, tramposa cuando era necesario. Al mismo tiempo, un uso de los símbolos dirigido a crear la sensación de cercanía con el pueblo llano y una imagen de honestidad austera. Ante cualquier problema, el subterfugio de encontrar otro tema para desviar, exitosamente, la atención. Y en estas semanas, la comunicación presidencial parece desmoronarse y convertirse en una debilidad.

Desde antes de que surgiera el asunto de la casa en Houston de José Ramón López Beltrán, se percibía que el Presidente iba acelerando en su retórica de confrontación con quienes disienten de él, en su deseo de apurar reformas y en su pleito personal con la prensa profesional. En esa aceleración no fue capaz de ver que un tema que tocaba los valores de honestidad y austeridad con los que se ha presentado toda su vida, obligaba a poner freno, responder con claridad y demostrar, con ello, sus diferencias respecto a sus antecesores en el gobierno.

Pero no fue así. Se siguió de frente, dobló la apuesta y, en el camino, rompió con varias reglas, tras dejar que el tiempo corriera en su contra, creyendo que el petardo de la pausa diplomática con España iba a ser distractor suficiente.

La primera regla, en vez de dar una respuesta institucional al contenido de lo que él considera una calumnia, se fue al ataque personal contra quien develó la información. En vez de aclarar el mensaje, se fue contra el mensajero. La segunda, es que lo hizo de una manera burda: al hacer públicos desde el púlpito presidencial los supuestos ingresos millonarios de Loret de Mola, incurrió en una de dos faltas: o la ilegal utilización de información gubernamental -si los datos son ciertos- o la mentira -si son falsos-.

Incurrió, además, en una cuestión que lo pinta de cuerpo entero. En una democracia, los ciudadanos son quienes exigen cuentas a los servidores públicos, y no al revés, porque allí donde es el Estado el que lo hace a los ciudadanos -mientras mantiene su propia información en la opacidad, por razones de “seguridad nacional” o lo que sea-, lo que hay es un régimen autoritario.  

En vez de responder a las supuestas falsedades de la nota de Loret con información verificada, lo que mostró López Obrador fue la inquina personal, con el agravante de que lo hizo abusando del poder y amedrentando. Luego fue más allá, en un ataque generalizado a la prensa: “no hay en medio, entre estar con el pueblo y tener como ética la verdad, o ser un mercenario. Ya no hay medias tintas”, declaró en Sonora.

Esa lógica se replicó entre los seguidores más incondicionales del Presidente, que empezaron a distribuir, desde quién sabe qué magisterio, certificados de “periodista” o de “mercenario”, según los gustos (ya habíamos tenido una probadita de esto cuando se dijo que uno de los seis periodistas asesinados en el año, en realidad no lo era porque tenía otro trabajo). Pero no había manera de abordar el tema real, y el resultado fue de búmerang. Y Loret de Mola, más allá de la agenda y los estilos que maneja, se convirtió en víctima digna de la solidaridad gremial y social.

Por si faltara algo, vino, con el mejor estilo del priismo de hace más de medio siglo, la declaración de apoyo a López Obrador de parte de los gobernadores del partido, con todo y frases entresacadas de anteriores informes presidenciales. El tono es el mismo de entonces, centrado contra los enemigos de la Patria, ajenos al pueblo, que está de manera entusiasta a favor del ideario de la Revolución Mexicana (perdón, de la Cuarta Transformación) que encarna el Señor Presidente. El efecto, único, es el mismo: señalar públicamente que no hay fisuras (aunque pueda haberlas).

Y para acabarla de amolar, vinieron las aclaraciones de José Ramón López Beltrán, para intentar explicar sus ingresos. Un empleo en una empresa de bienes raíces de lujo en Estados Unidos, en la que es socio de los hijos de un empresario, Daniel Chávez, que a su vez es el dueño de Vidanta, corporación que maneja varios resorts de lujo en las zonas turísticas de México.

López Obrador explicó en la mañanera que este empresario actúa como asesor en el Tren Maya “sin cobrar un peso” y concluye que “no hay conflicto de interés”. El problema es que, si las asesorías le permiten mejorar la plusvalía de sus hoteles y campos de golf, el conflicto de interés asoma sus narices. Las arenas movedizas.

El contrapunto entre el discurso austero de López Obrador y la rama de negocios en la que trabaja su hijo -y en la que tiene enormes intereses su asesor “honorario”- no podía ser más grande. Coincide con el sueño y el modelo neoliberal de ricos que viven en el lujo más ostentoso, mientras son servidos por el pueblo mal pagado. Y la imagen del hijo de López Obrador tampoco queda bien parada: vive de las relaciones sociales de su padre, como los privilegiados que tanto gusta de criticar el Presidente.

El control de daños en Presidencia ha sido, hasta ahora, contraproducente. Ahora se requerirá de mucha más habilidad para que salga del atolladero. Y mal harían en suponer que, al cabo, como las colas en el Banco del Bienestar siguen siendo kilométricas, eso se traducirá en un apoyo político decisivo a la hora de la verdad.