jueves, enero 16, 2020

Se pierde la guerra contra la desigualdad

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Se pierde la guerra contra la desigualdad




El presupuesto para 2020 está por aprobarse. Mientras, el presupuesto para 2019 lleva un subejercicio de 151 mil millones de pesos, incluidos varios de los programas que el gobierno federal había anunciado como prioritarios.

Al mismo tiempo, los pronósticos sobre la dinámica de la economía siguen siendo sombríos. En los hechos, seguimos viviendo, como en el gobierno anterior, en el estancamiento estabilizador. Cero crecimiento, pero sin desequilibrios en las finanzas públicas, con inflación baja y estabilidad en el tipo de cambio.

A pesar de que el Banco de México ha soltado el freno monetario, con bajas consecutivas a las tasas de interés de referencia, esto no se ha traducido en un mayor índice de inversión. Persiste lo que eufemísticamente se ha dado en llamar “prudencia” de parte de los empresarios, muchos de los cuales no están muy seguros de las reglas del juego y todos están preocupados por la falta de seguridad y los problemas para aplicar el estado de derecho.

Más allá del crecimiento del PIB, que –coincido en eso con AMLO- ha sido un fetiche para muchos analistas económicos, resulta preocupante que, dado el crecimiento desigual de los precios, el salario mínimo ya no alcance para la canasta básica, a pesar del aumento importante que tuvo a principios de año.
Junto con ello, los salarios contractuales han aumentado por debajo de la inflación, lo que significa una pérdida en el poder adquisitivo de los asalariados. Muchas empresas no han podido dar aumento alguno, porque están en la disyuntiva de disminuir puestos de trabajo, dado el flojo comportamiento de la demanda de bienes y servicios.

¿Qué significa esto? Que en términos de ingresos laborales no se está ganando la lucha contra la desigualdad.

Pensar que esa lucha puede ganarse sólo mediante transferencias directas equivale a mantener un sistema desigual, sólo que con incentivos sociales, a través de las becas, subsidios y apoyos directos, para que permanezca así. Es avanzar en un callejón sin salida.

Es en esas circunstancias que la discusión sobre el presupuesto cobra relevancia particular. Si no hay un fuerte impulso a la inversión pública, no se generará la dinámica suficiente que permita a la economía por lo menos mantener el nivel de empleo y, por esa vía, ayudar a sostener la demanda a través de salarios contractuales no tan castigados (porque las empresas ya no verán tan tristes perspectivas a futuro).

Hay otros dos caminos. Uno es dar un nuevo empujón a los salarios mínimos, que mandaría una señal clara de que van a recuperarse, a pesar del bajo o nulo crecimiento económico. Para eso, la economía mexicana tiene un colchón grande… el que se creó con bajas artificiales a los salarios reales desde hace más de tres décadas (eso de artificiales lo vengo diciendo desde los años 80: fue una decisión del gobierno de Miguel de la Madrid, no de los mercados).

El otro camino sería un mayor gasto público, posible ya sea a través de una reforma impositiva (pero ya sabemos que cualquier aumento a los impuestos es tabú para los gobiernos populistas, sean de izquierda o de derecha), o a través de un mayor déficit fiscal (que también es tabú, porque se asustan las calificadoras y se enojan los analistas, aunque ese déficit sea financiable).

Pero lo que veremos es un nuevo apretón presupuestario, con el cuento de que hay que ser austeros pero dadivosos. El presupuesto no se ejercerá con mayor eficiencia social o técnica, ahí está el actual subejercicio para demostrarlo, sino para cumplir las prioridades del titular del Ejecutivo, o para intentar cumplirlas, porque a veces son difíciles de instrumentar. Todo ello redundará en otra disminución en la inversión pública y en la continuación de un ciclo nada favorable a la recuperación.

Un presupuesto inercial como el que tendremos es la receta perfecta para continuar con los rezagos, dar pábulo a versiones catastrofistas a pesar de la prudencia en el manejo macroeconómico, y cercenar expectativas de la población. Una revisión al comportamiento del índice de confianza del consumidor, que subió muchísimo al inicio del gobierno y va de nuevo para abajo, no les hubiera venido mal a las autoridades y a los legisladores.

Pero qué va. Estoy soñando. La consigna es la consigna.

En esas condiciones, habrá que insistir –ya que los salarios públicos seguirán castigados- en al menos enviar, con un aumento sensible a los mínimos, el mensaje de que se intentará aumentar la demanda interna y de que quien tenga un trabajo, no estará en la pobreza extrema.

De otra forma, el desempeño de la economía acompañará a la percepción sobre seguridad en la erosión de la imagen de López Obrador y su gobierno. Y creo que eso sí le importa mucho al Presidente.

Prioridades


Del presupuesto federal para 2020 se desprende, creo que con bastante claridad, el concepto de economía que tiene el presidente López Obrador. En ese sentido, su libro recién publicado apenas es un complemento.

La primera prioridad de López Obrador no es el crecimiento, sino la distribución paliativa. Y no está pensando en una distribución del ingreso a partir de un nuevo acuerdo social, que otorgue más al salario frente al capital, sino en distribución del dinero a través de apoyos directos. El gasto social entra sólo de manera lateral, y con notables lagunas, como se ha visto en el sector salud.

La intención es disminuir el índice de Gini –que es el indicador conocido mundialmente para medir la desigualdad- a través de los apoyos y subsidios, no de manera estructural. En otras palabras, corregir la mala distribución del ingreso después, sin cambiar el punto de partida.

Tampoco busca hacer un cambio profundo en  esa desigualdad, porque ello implicaría llevar a cabo una reforma fiscal, que es algo que no está ni en su programa ni en su perspectiva de gobierno. Tampoco se ha mostrado mayor interés en incorporar a la formalidad el largo tramo de economía informal que existe.  

En resumen, los apoyos están limitados porque los ingresos del Estado están limitados, más allá de todos los pequeños –y a veces costosos- ahorros que puedan sumarse.

De hecho, el castigo presupuestal al agro –si bien tiene el acierto de no destinar recursos a grupos de interés- apunta a repetir, seis décadas después, los mecanismos “estabilizadores” que empobrecieron al campo mexicano, expulsaron a millones hacia las ciudades y generaron los mayores índices de desigualdad social en la historia de México, porque este país era más desigual en 1963 que en 2018 o que en 1910. La diferencia es que ahora en las ciudades no hay la demanda masiva de mano de obra barata que había cuando López Obrador era niño.

El poco interés por el crecimiento se refleja en las previsiones de inversión pública. Hay unos cuantos proyectos importantes, que pueden tener relevancia regional, pero en términos generales, estamos con niveles de inversión pública similares a los de los años 40. No hay, pues, la capacidad de que, a través de obras de infraestructura, el gasto público sirva como locomotora, genere condiciones para que también haya inversión privada, promueva en serio el empleo y jale el resto de la economía.

En ese sentido, el gobierno de López Obrador es mucho más del “dejar hacer y dejar pasar” de los fanáticos del mercado y mucho menos del Estado interventor en la economía.

El problema está en que las condiciones, a nivel nacional y mundial, apuntan a que el sector privado no se hará cargo por sí solo de grandes inversiones en el futuro próximo. En otras palabras: el estancamiento seguirá. Pero eso, aun con su cauda de pocas oportunidades de empleo productivo, parece no importar.

Tan es así el asunto, que el gobierno de López Obrador se ha puesto como objetivo tener finanzas públicas con un superávit primario de 1%. No sólo quiere evitar el gasto deficitario, sino gastar menos de lo que ingresa. Hay, incluso, quien aplaude los subejercicios. Eso puede sonar maravilloso en los oídos del FMI, pero el hecho es que, en una situación de estancamiento económico, es mejor invertir los recursos en obras que presumirlos como ahorro.

Hay dos sectores que, repetidamente, no han estado entre las prioridades del gasto. Uno es el relativo al medio ambiente. Es evidente que en este tema, el Presidente circula con placas de los años 70. En vez de estar pensando en un desarrollo innovador, con energías limpias, tiene en su mente el papel que otrora jugaran Pemex y, en menor medida, la CFE, como puntales del desarrollo industrializador. Con el problema de que el país ya está industrializado, pero con industrias tradicionales, que a menudo basan su competitividad en la baratura de la mano de obra. La lógica extractivista en pleno.

El otro no es un sector propiamente dicho, pero está claro que a este gobierno no le simpatizan las entidades autónomas. Todas, de la Fiscalía General de la República hasta el INE, han sufrido recortes severos en su presupuesto. Aquí, al parecer, el tema es político: soltar los menos recursos posibles a instituciones que puedan de alguna manera acotar el poder del gobierno central. Todo ello, sin importar el papel toral que puedan jugar para la procuración de justicia, la organización de elecciones equitativas y democráticas, la medición de la pobreza o la regulación de las grandes empresas de telecomunicaciones. En ese sentido, juega, en primer lugar, por consolidar el poder. Pero, tal vez sin saberlo, también juega a favor del capitalismo salvaje.

López Obrador cree que está superando los sofismas del antiguo modelo económico. Sólo en algunos puntos lo hace. En casi todo lo demás, y el presupuesto sirve como muestra, los está repitiendo.

De qué no presumir

Es posible que, durante el año que está comenzando, el gobierno federal tenga cosas qué presumir. De seguro lo hará. Pero lo más probable es que termine presumiendo varias cosas que no debería.

Una, por ejemplo, es el superávit fiscal del 2% del PIB. Una cosa es tener finanzas sanas, sin endeudarse excesivamente, y otra es gastar notablemente menos de lo que se ingresa. Hay faltantes en salud, en inversión de infraestructura, en cultura, ciencia y educación superior. Estos faltantes sociales se pagan con otro tipo de interés: en retrasos en el desarrollo humano de la nación.

¿Saben quiénes estarían orgullosos de ese superávit? Los más recalcitrantes neoliberales. No lo están porque no son ellos los que están instrumentando las medidas, pero el gobierno está respetando con creces uno de los dogmas más caros de las políticas estabilizadoras que tanto gustan al FMI.

Tampoco se puede presumir del comportamiento del tipo de cambio. Si bien, las políticas pro-cíclicas del gobierno ayudan a que no se dispare la inflación, más allá de los efectos coyunturales del IEPS, desde hace años el mercado cambiario del peso mexicano se utiliza como un proxy de la percepción mundial de riesgo económico. Los especuladores juegan con el peso porque es una divisa muy líquida, que se intercambia a toda hora todos los días, y puede ser convertida en una suerte de termómetro. “Cubrirse contra el peso es como sacar un kleenex cuando sientes que vas a estornudar”.

Mientras no haya esa sensación de incertidumbre mundial, el mercado cambiario seguirá estable, pero apenas pasa algo (qué se yo, que Trump mande asesinar a un importante general iraní), hay una sacudida. Esto es independiente de lo que haga el gobierno mexicano.

Tampoco se puede presumir de austeridad nomás porque sí. Una cosa es evitar los excesos y dispendios, y otra es hacer recortes sin ningún análisis de costo-beneficio, mientras la asignación de recursos sigue siendo ineficiente.  

Las entregas de ayuda directa, estrictamente monetizada, tampoco son la mejor forma de optimizar el gasto social y combatir la desigualdad. Suelen significar un poco más de dinero en casa, pero tener que pagar por servicios que antes eran gratuitos. Estas entregas tienen el agregado de que no hay registros transparentes de beneficiarios, lo que las hace un obvio caldo de cultivo para el clientelismo político.

Los ataques a las entidades autónomas del Estado no son para presumir, tampoco. El país no se construye desde cero. Las instituciones que se crearon fueron las que, precisamente por ser autónomas, y no apéndices del gobierno, permitieron una sociedad más participativa y vigilante, un incremento en la transparencia, condiciones democráticas para la transmisión del poder con alternancia y una serie de conquistas relativas a la libertad individual y los derechos humanos.

De ningún modo se pueden presumir exhibiciones de intolerancia, incapaces de distinguir, de entrada, las críticas de buena fe de las maliciosas. Y menos, cuando esas exhibiciones se utilizan para generar división entre los mexicanos, donde la línea que define a los buenos es el acuerdo, que no puede ser sino total, con los dichos y decisiones del Señor Presidente.

No son para jactarse ni la política de contención (por usar un eufemismo) hacia los migrantes centroamericanos en el sur, ni el desprecio hacia las fuentes de energía renovable (el fetiche petrolero), ni las indecisiones (por decir una palabra amable) respecto a temas como la interrupción legal del embarazo, el matrimonio entre personas del mismo sexo o la legalización de algunas drogas.

Por supuesto, tampoco debería ser para ufanarse la combinación de elementos religiosos con asuntos morales, como si los segundos fueran propiedad exclusiva de las iglesias, ni lo son los intentos por hacer más delgada la línea que separa, saludablemente, a las organizaciones religiosas del Estado.

Todo esto significa que el gobierno no puede presumirse de izquierda, por mucho que acicatee verbalmente a los conservadores. Y menos en las condiciones del siglo XXI.

No hay una crítica de la política económica anterior que indique que existen las intenciones de cambiar las relaciones económicas, para modificar estructuralmente la distribución del ingreso. Mucho menos las hay para cambiar las relaciones de poder, en donde más bien hay una involución hacia viejas formas en las que el Presidente encarnaba toda la capacidad de decisión y todas las verdades.

Lo curioso de todo esto es que una parte no menor de los electores de Andrés Manuel López Obrador depositó su voto no solamente por hartazgo hacia la antigua elite, sino también en la esperanza de que las cosas iban a cambiar de fondo, en sentido progresista, y no que las transformaciones más importantes fueran sólo a través de nuevos gestos y símbolos.

Y, la verdad, está difícil presumir el gatopardismo.