miércoles, abril 29, 2020

Las epidemias paralelas



De la mucha información que ha surgido en torno a la pandemia del coronavirus, hay dos datos que me han impresionado.

Uno, el doctor Hugo López-Gatell, en la famosa entrevista con The Economist señaló que la prevalencia de diabetes y obesidad entre los mexicanos equivale a aumentarle diez años en promedio a la población, con lo que se pierde la ventaja aparente de tener una nación joven frente a la pandemia, acercándonos a la situación de naciones envejecidas como Italia o España.

Dos, el doctor José Luis Alomía, en las recientes conferencias donde presenta los datos técnicos de la pandemia, ha presentado un cuadro en el que enfatiza que la población mayor de 60 años tiene una mayor tasa de letalidad que el resto. Pero en el mismo cuadro se ve algo insólito: el 56% de los muertos en México por Covid-19 tiene menos de 60 años.

Revisando los datos de Italia y España, encontramos que el porcentaje de muertes de menores de 60 años dentro del total de fallecidos por coronavirus es bajísimo: en ambos casos roza el 5%. En otras naciones, como China, la proporción alcanza el 20%. En ninguna representa más de la mitad.

La diferencia tan grande no se explica solamente a partir de la diferente longevidad de los países. Si nos vamos a  analizar la tasa de letalidad para el grupo de edad de entre 25 y 59 años, es de 1.2% en Italia, era hace dos semanas de 0.3% en España y es de 4.8% en México. Una parte de la diferencia se explica porque las dos naciones europeas aumentaron notablemente el número de pruebas, luego de no hacerlas al principio de la pandemia. Pero es la parte menor de esa diferencia.

La parte del león que explica que en México están muriendo más adultos de mediana edad es una razón: la diabetes, a menudo acompañada de obesidad. Si vemos las patologías preexistentes entre los fallecidos de los países europeos reseñados, encontraremos en primerísimo lugar la hipertensión, que duplica o triplica como factor de comorbilidad a la diabetes y es siete veces mayor que la obesidad. En México, en cambio, hipertensión, diabetes y obesidad se dan un quién vive.

Por eso tiene razón López-Gatell. En términos de salud, los mexicanos somos, en promedio, diez años más viejos de lo que dice el calendario. Y de entre las enfermedades que nos envejecen, la principal, de lejos, es la diabetes. Es el principal factor para explicar por qué los cincuentones mexicanos con coronavirus tienen tasas de mortalidad similares a las de sesentones o setentones en otras partes.  Y la obesidad, a menudo asociada, contribuye a debilitar al cuerpo ante cualquier enfermedad.

Se sabía que esa combinación era una bomba de tiempo: está explotando en esta pandemia de Covid-19.

Todos los titulares del IMSS o del ISSSTE con los que he tenido la oportunidad de conversar, en algún momento de la plática sacan el tema de la diabetes como una enfermedad cada vez más cara, que se come una porción cada vez mayor del presupuesto de la institución y suele obligar a hacer recortes en otras áreas. El problema de obesidad y diabetes le sale al Estado aproximadamente en $250 mil millones. Un cuarto de billón.

El número de fallecimientos por diabetes se ha multiplicado por siete en los últimos 30 años. Cobra muchos más muertos que el crimen organizado.

Se sabe que el genoma de los mexicanos hace que sean, en términos generales, propensos a la diabetes. Pero ese genoma era el mismo hace tres décadas. El problema se ha recrudecido debito al deterioro en los hábitos alimenticios de la población, el alto consumo de alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas, que son detonantes tanto de la obesidad como de la diabetes. Estas son epidemias paralelas a la que nos desvela y a muchos nos mantiene en casa.

Durante mucho tiempo los distintos gobiernos mexicanos han hecho como que quieren combatir esta epidemia, pero han podido más los intereses de la industria. La información que se ha dado a la sociedad, particularmente a los sectores más vulnerables, es insuficiente. “Come frutas y verduras” o “muévete” son frases para quedar bien con la conciencia, pero que sirven muy poco para que la gente pueda tomar una decisión informada.

Ha habido un avance con la nueva regulación para el etiquetado en los alimentos. Tenemos que ir más lejos, tanto en la generación de una mejor cultura alimenticia como en la regulación de una industria que a menudo produce quesos que no son queso, jamones que no son jamón, yogures que no son yogurt, aceites que son de quién sabe qué y jugos que casi no tienen fruta. La gente tiene que saber qué es lo que se está llevando a la boca. 

Ese es uno de los caminos que habrá que recorrer para hacer válido el derecho a la salud, tan amenazado en estos días.


martes, abril 21, 2020

La prima de los Larrazábal



Los Larrazábal eran unos vecinos vascos en la colonia Anzures. Yo era amigo de Iñaki y de Xabier, cuates grandes, tozudos, buenos para andar en bici y que comían ajos crudos como si fuera una golosina. A veces me invitaban a ir con ellos al cine en un testarudo Taunus que el señor Larrazábal amaba más que a cualquier otra cosa en el mundo. En ocasiones (escasas) nos tocaba una superproducción de aventuras, pero casi siempre íbamos a ver películas ñoñas, que rezumaban moralina.

En una de esas (yo he de haber tenido como once años) nos acompañó una prima que había llegado de España de vacaciones. Se llamaba Pilar. Pilar es un nombre que desde pequeño he asociado con cierto general batistiano de quien se decía "nombre de mujer, corazón de hiena", así que la españolita de pelo rubio, pajizo, tenía, de entrada, un punto en contra. Xabier se encargó de restar varios más de su cuenta, previniéndome contra ella: "es una tipa insoportable, estoy contando los días para que se regrese". Llevaba puesto un sencillo vestidito rosa, de esos que se espera que porten las niñas que se portan bien. Pero el vestidito rosa en el cuerpo de Pilar parecía una especie de contrasentido: Lo llevaba con tal desgarbo -con un desaliño en el que no tenían nada que ver los cuidadosos pliegues, el correcto planchado y la ausencia de máculas- que deban ganas de arrancárselo a desgarrones. Pilar tenía alrededor de trece años.

La película era de Rocío Dúrcal, una gachupinada melcochosa. Cuando nos presentaron, Pilar hizo una mueca apenas perceptible. Pasada la entrada del cine, mientras los papás de Iñaki y Xabier hacían cola para comprar palomitas y mis amigos se entretenían observando los carteles de los próximos estrenos, Pilarica aprovechó para darse la vuelta y sacarme la lengua. Extrañamente, no me molestó que lo hiciera y le respondí con una sonrisa divertida. Mientras pasábamos a la sala me puse a pensar, intrigado, en el porqué de mi falta de enojo (entendámonos: no me había sacado la lengua como capricho de niña maleducada, pero tampoco para decirme "te la mamo", y tales sutilezas eran difíciles de entender para un chamaquito que todavía no sabía de la existencia del fellatio; es más, que tenía, si acaso, pocos meses de enterarse de cuál era la mecánica del coito); descubrí entonces que, aunque su gesto entrañaba una sensación de asco, no me había mostrado una lengua tiesa, sino un órgano flexible y móvil. Había disgusto en ella ¿pero hacia qué? También había vida.

Nos tocó sentarnos juntos. A mi derecha había un cuerpo displicente ceñido en un vestido tieso. En la pantalla, Rocío Dúrcal cantaba acerca de los castizos piropos de su barrio, del diplodocus que acababa de casar, de sus diecisiete años de enfermedad o de otra canción que no recuerdo, porque todas sus películas se me confunden en una sola (y tal vez lo sean). En cambio recuerdo que en aquella vez era en el cine Las Américas y que en la penumbra adivinaba los ojos de Pilar clavados en mi. De cuando en cuando volteaba a verla y ahí estaban sus ojos sobre los míos. Recuerdo unos ojos fijos, reconcentrados, que hacían contraste con un cuerpo aventado así como si nada al sillón. Creo recordar el blanco de sus ojos mejor que la mano fría que se posó sobre la mía y que revelaba una tensión que no se podía notar en el resto del cuerpo. A la hora de las canciones me esforzaba por comprender el significado de aquella mueca a la entrada de la sala, de aquella lengua prensil y corajuda. Hacia el final de la cinta volví a mirarla e intenté una sonrisa. Ella me siguió escrutando, pero no movió un músculo de la cara. Xabier también había dicho que era medio retrasada mental.

Esa y otras dudas me han venido a la mente en las raras ocasiones que recuerdo la anécdota. A favor de Pilar habla que, cuando nos acomodábamos en el coche para el regreso a casa, Xabier dijo en son de broma: "Pancho y Pilar se gustan" y vi que su rostro blanquísimo se volvió del color del vestido. Pero jamás pronunció palabra alguna, no me regaló con otro gesto delator, con alguna clave. Pasados los años, creo poder interpretar su lengua altiva y provocadora como un reproche, como la señal de una constatación: lo nuevo de hoy, lo que acabo de conocer, parece ser igual, ser la misma mierda, que todo lo viejo que he conocido. También era una invitación: sé distinto, niño desconocido, a todo lo que he conocido. Finalmente, era una muestra: mira una parte de este triste cuerpo de treceañera encorsetada, esta partecilla que no sé si merezcas, que no sé si la merezca yo misma.

Años después de aquella ida al cine, vi en Interviú unas fotos de Rocío Dúrcal desnuda. Era la misma persona de aquellas películas, pero esta vez tenía labios, senos, nalgas, piel; había cuerpo detrás de los gorgoreos, un cuerpo que hasta hacía poco era invisible; la mantilla negra que cubría toda España había también cubierto los mejores años de Rocío. Cubría también a Pilarica (no sé con cuántas capas) y ella parecía esforzarse -con la falta de recursos de los trece años- en deshacer ese velo. Se me ocurre desear para Pilar, décadas después de la única vez que la vi, que en el camino de la destrucción de mantillas y vestiditos rosas haya encontrado muchos orgasmos, y que su lengua haya ganado en ubicuidad, sin dejar de ser tan expresivamente misteriosa.


(publicado en El Nacional Dominical, 29 de abril de 1991)

lunes, abril 13, 2020

Rigidez y fetiches presidenciales

Van otros tres textos publicados en Crónica, todos sobre la reacción insuficiente en materia económica del presidente López Obrador, ante la crisis desatada por la emergencia del coronavirus. Hay un nuevo leit-motiv: AMLO se aferra a sus fetiches y a lo que aprendió (mal) hace cuatro décadas.


AMLO nos está saliendo neoliberal



La pandemia del coronavirus ha hecho que muchas cosas que parecían sólidas salten por los aires. El orden mundial no será el mismo tras su paso. En particular, los efectos económicos inmediatos no serán parecidos a los de la crisis de 2008-2009; habrá que ir más atrás en el tiempo, casi un siglo, y pensar en los años de la Gran Depresión. Se habla de caídas de hasta 30% del PIB para el segundo trimestre del año en distintas naciones desarrolladas. De ese tamaño es el mazazo.

El hecho es que muchas economías del mundo están paradas, trabajando al mínimo, en terapia intensiva. Ese paro total será de varias semanas y no se sabe, bien a bien, qué tan rápido pueden recuperarse, dada la interdependencia internacional y la ruptura de las cadenas de valor. El golpe es tanto del lado de la oferta, porque se está produciendo menos, como por el de la demanda, porque se está consumiendo menos.

La gran pregunta es, si se tratará de un fenómeno temporal o de algo más profundo, una crisis de mediana duración que obligue a recomponer la estructura económica mundial bajo una nueva lógica.

Por lo pronto, todos los países serios se han dado cuenta de la gravedad de la situación y han puesto en marcha medidas de emergencia. Se han olvidado de consideraciones propias de los años de estabilidad, como el déficit fiscal, y han desarrollado diferentes estrategias que tienen como denominador común que están soltando enormes cantidades de dinero para estímulos.

La receta varía de país a país. Hay quienes buscan proteger a los pequeños y medianos negocios, como Alemania; hay quienes aplazan el pago de impuestos, como España; quienes pagan la renta y los servicios básicos de las personas, como Francia; hay quienes apoyan masivamente a individuos como Canadá; quienes suspendieron el pago de hipotecas, entre otras medidas, como Italia; quienes pagan el 75% de los salarios de toda empresa que no despida personal, pero lo tenga en casa, como Dinamarca. Y no son sólo los países ricos: Argentina incluyó un bono como “ingreso familiar de emergencia” y prorrogó el pago de los servicios, El Salvador anunció medidas más radicales, incluido el control de precios de la canasta básica.

Todos se alejan de la ortodoxia económica, con paquetes que significan del 3 al 15% del Producto Interno Bruto Nacional. Son mecanismos para evitar el colapso total: el equivalente al respirador artificial. Y son para permitir que las economías puedan reponerse tras el paso mortal del Covid-19.
Todas estas medidas se van a financiar principalmente mediante deuda pública, en una situación en la que el costo del dinero a nivel mundial es prácticamente de cero. Y el costo es tan bajo precisamente porque hay un exceso de capital en busca de colocación, como en la crisis de 1929.

Si los campeones de la prudencia económica, que son los alemanes, le están metiendo 610 mil millones de dólares extra de estímulos fiscales, eso significa que el viejo paradigma tronó en mil pedazos, que el keynesianismo (u otra cosa parecida) renace de las cenizas y que necesariamente el mundo avanzará hacia una mayor intervención del Estado en la regulación de los ciclos económicos.

Lamentablemente, de eso no parece estar enterado el presidente López Obrador, quien estudió ciencia política en los años setenta, pero parece que sus exámenes extraordinarios de economía los aprobó en los ochenta, años de Reagan y Thatcher, cuando resurgía la ola del pensamiento neoliberal.

A López Obrador le preocupan, al hablar de macroeconomía, tres cosas: que no haya déficit, que no haya deuda y que el peso esté fuerte. Esos son precisamente los tres fetiches que usó la derecha mexicana para descalificar como “docena trágica” los gobiernos que el propio AMLO señala como últimos gobiernos revolucionarios (y que sí, cometieron errores graves ante la crisis fiscal del Estado, en aquel entonces). La cuarta cosa que le importa a López Obrador, como a los panistas y tecnócratas en los años ochenta, es no aumentar impuestos. Encima de eso, le tiene fobia al concepto de “rescate”, porque lo asocia con el Fobaproa, como si ése fuera el único tipo de rescate posible a las empresas.

El problema es que, si bien la ortodoxia económica a la que se aferra el Presidente, tenía el pequeño defecto de ser recesiva en tiempos normales, ahora que vivimos tiempos excepcionales puede tener el gran defecto de profundizar una depresión.

Para colmo, el desplome de los precios internacionales del petróleo no sólo echa por la borda la idea de utilizar a Pemex como palanca del desarrollo, sino que pone en serios aprietos a la empresa productiva del Estado en varios otros campos: si el costo de extracción es mayor al precio de venta, la palanca se convierte en un lastre que lleva al fondo no sólo a Pemex, sino también a las finanzas públicas.

En estas semanas la economía mexicana sufrirá un parón muy grande, obligada por la crisis sanitaria. No hay manera responsable de evitarlo. Las entidades federativas y los ciudadanos se han adelantado a la Federación. Y los expertos en el gobierno en materia de salud, aliados con la realidad, terminarán por doblarle la mano al terco Presidente, aunque sigamos padeciendo de disonancia con sus discursos.

Pero falta lo otro. Son necesarias medidas de emergencia, que protejan en primer lugar los ingresos de las personas, pero que también permitan que las unidades económicas vuelvan lo más pronto posible a la normalidad productiva. No puede ser que, a estas alturas, el Presidente pueda seguir tan campante con la política ultraortodoxa del “dejar hacer, dejar pasar”, aderezada con unos apoyitos que más que otra cosa parecen limosnas. Hasta Trump y el Consejo Coordinador Empresarial lo están rebasando por la izquierda. Es tiempo de que la gente sensata del gabinete imponga un paquete económico de emergencia digno de ese nombre.



Rigidez y fetiches presidenciales



Ante las crisis, hay distintas maneras de actuar. Unas tienen que ver con la velocidad y la fuerza de la reacción. Otras, con la flexibilidad o la rigidez. La crisis de dos cabezas que enfrentan México y el mundo, con la pandemia del coronavirus y sus efectos económicos, exige una reacción fuerte, pero también flexible.

Es una crisis tan grande que ha echado por tierra las antiguas certidumbres. Todos los guiones han tenido que cambiar.

Al presidente López Obrador no le gusta que le cambien el guión que tenía programado para el país. Su tendencia es a la inflexibilidad. En lo referente a la crisis de salud ha tenido, a regañadientes, que ir cediendo ante una realidad que ya está aquí, y que son los contagios locales. En el tema económico, sigue aferrado a sus fetiches, tanto en lo que aborrece (deuda, impuestos, déficit), como en lo que ama (sus proyectos emblemáticos y la resurrección de Pemex).

La inflexibilidad presidencial se ha traducido en una respuesta un tanto confusa ante la llegada del coronavirus, marcada por las contradicciones entre el mensaje oficial de salud y la actitud displicente de López Obrador, pero al menos se está avanzando en la dirección correcta. Pero sobre todo se ha traducido en una suerte de pasmo en lo económico, mientras otros países del mundo están destinando sumas importantes para evitar un colapso después del colapso.

En otras palabras, no ha habido una reacción suficientemente fuerte ante el monstruo bicéfalo.

¿Qué significa una reacción fuerte? En primer lugar, darse cuenta de que la inacción es suicida y también entender, como lo han señalado varios especialistas, que los dos problemas están tan enlazados que es un error gravísimo querer separarlos. No hay manera de salir adelante en lo económico si no se ataca con seriedad y decisión el problema de salud. No hay manera de salir airosos en lo sanitario, si no se canalizan recursos económicos cuantiosos a ese sector y al problema del Covid-19 en específico.

La recesión mundial es un hecho. Su profundidad en cada país, está por definirse. Quienes tengan una crisis de salud profunda, no sólo tendrán también una recesión igualmente profunda, sino que cualquier recuperación económica será más difícil y lenta. Por eso, es un absurdo hacernos de la vista gorda ante el problema de salud, y querer dizque proteger la economía hoy, porque mañana sólo quedarán harapos. Posiciones como las que ha expresado el dueño de TV Azteca no pecan sólo de insensibles, sino también de miopes en lo económico.

En otras palabras, en el tema de la epidemia es mejor tener una sobrerreacción que bajar la guardia. Aun así, es necesaria cierta flexibilidad, dada cuenta la situación de precariedad e informalidad de buena parte de los trabajadores en el país.

Y en el tema de la economía, las voces que reclaman al gobierno un programa general de rescate son prácticamente unánimes. Desde los adoradores del libre mercado hasta la izquierda radical, todos coinciden en que tiene que haber medidas excepcionales, que vayan de acuerdo con la situación excepcional que apenas estamos empezando a vivir.

Si continúa la inacción gubernamental, va a haber una destrucción masiva de puestos de trabajo, que llevará a una espiral en la que tanto el consumo como la producción se van tirando hacia abajo. Es lo que vivieron muchos países durante la Gran Depresión (todos recuerdan las medidas proactivas de Roosevelt; nadie se acuerda del pasmo de Hoover).

Todos las propuestas, desde las que tienen como principal objetivo salvar a las empresas hasta las que apuntan, casi exclusivamente, a mantener los ingresos de los trabajadores, derrumban como fichas de dominó a los fetiches del neoliberalismo que ha adoptado López Obrador: el superávit primario en las finanzas públicas, el no endeudarse y, en el mediano plazo, el no aumentar impuestos.

Muchas de ellas subrayan también la inutilidad, a estas alturas del precio del petróleo, de continuar inyectando recursos al proyecto de la refinería de Dos Bocas. Todas, sobre la conveniencia de hacer otro tipo de inversión pública.

Sólo con deuda, déficit, reacomodos en el gasto y proyectos mayores de salvamento de la planta productiva y de los ingresos de los trabajadores podrá el país salir adelante. Los principales sectores productivos del país estarían, sin duda, de acuerdo con un acuerdo de gran calado. A estas alturas, los detalles importan menos que el hecho de realizarlo y soltar el gasto.

López Obrador ha tenido que admitir que no es epidemiólogo. Y eso ha permitido que los especialistas hayan podido empezar a trabajar, a pesar de los obstáculos de todas las mañanas. De seguro ha de haber sido complicado convencer al Presidente de modificar, aunque sea un poco, su discurso. Ese esfuerzo de los especialistas se agradece.

Ahora toca una tarea todavía más complicada. Hacer que López Obrador admita que no es economista (no lo tiene que hacer en público) y permitirle encabezar formalmente un gran programa para la reactivación económica en el que la prioridad ya no sean los fetiches ochenteros del Presidente, sino la salud de la economía nacional.

Si la rigidez presidencial en materia de salud ya tuvo y tendrá costos a la hora de combatir la pandemia, su rigidez en materia económica será catastrófica, si no le doblan la manita. ¿Habrá quien pueda?

El guión inamovible de AMLO



Era la gran oportunidad de AMLO. No sólo no la tomó, sino que la agarró a patadas.

Con la crisis económica y social asociada a la pandemia del coronavirus se ha generado un consenso mundial: son necesarias reformas de fondo, que den un vuelco a la política económica seguida en las últimas décadas, el llamado neoliberalismo. Reformas que implican un mayor papel del Estado en la economía, más peso a los servicios públicos, redistribución del ingreso, fin a los privilegios y redefinición de los mercados laborales, para revertir la precariedad y los bajos salarios. Todos estos objetivos coinciden con el discurso de campaña del Presidente, y la circunstancia excepcional permitía mover las baterías hacia allá, para evitar una depresión económica de dimensiones no conocidas por esta generación de mexicanos.

Pero López Obrador tenía otros datos que, desgraciadamente, no corresponden con la realidad.

La economía mexicana, como otras en el mundo, se está hundiendo debido a la obligada inactividad parcial, decretada por la emergencia sanitaria. Para darnos cuentas del tamaño, hagamos cuentas sencillas: si la economía cae 20% por cada mes de cuarentena, el efecto es de 1.67 puntos del PIB por mes. Sumemos dos meses y un poco más, porque la recuperación será, acaso, paulatina, agreguemos el efecto normal de la caída en la inversión, pues la demanda ha bajado, y tendremos como resultado una disminución de más del 6% del PIB, siendo prudentes.

Esto implica pérdida acelerada de empleos, en casi todos los sectores, y sobre todo en las pequeñas y medianas empresas. Implica pérdida de bienestar para millones de familias.

Por esa razón, casi todas las naciones del planeta han puesto en marcha planes ambiciosos de reactivación económica, que van desde el 3% al 16% del Producto. Naciones con gobiernos de izquierda, de centro y de derecha, en las que sus gobernantes han visto que el panorama que tenían enfrente había cambiado radicalmente y tenían que dar un golpe de timón.

Pero Andrés Manuel cree que su guión es el único, y que apartarse de él significaría traicionarse. Por eso no hace cambios, como si las cosas siguieran igual. El problema es que, al mantener el mismo guión en circunstancias muy diferentes, los resultados serán notablemente peores.

Se lo han advertido de todos lados del espectro ideológico: desde la Coparmex hasta Cuauhtémoc Cárdenas. Lo han dicho grupos de economistas, empresarios grandes y pequeños, gente de su propio partido. Pero él está atado a sus fetiches: no a aumentar impuestos, no al déficit, no a aumentar el gasto público, no a contratar deuda, así sea gratis.

En su triste discurso del domingo, López Obrador, sin darse cuenta del despropósito, citó a Franklin Delano Roosevelt, el presidente del New Deal, que con masivas intervenciones públicas empezó a sacar a su país de la Gran Depresión de 1929-32. Despropósito, porque en el resto del discurso imitó a Herbert Hoover, antecesor de Roosevelt, quien dijo que aquella crisis era “una aberración temporal” y llamó a tener confianza. Creyó que bastaba con un par de grandes proyectos, como la construcción de la enorme presa que hoy lleva su nombre para que la economía se recuperara. No fue así, tenía que cambiar todo el modelo económico. No sobra decir que su partido tardaría décadas en volver al poder.

La clave, hace 90 años como ahora, es salvar el empleo y los ingresos de los trabajadores, no sólo de unos cuantos. El efecto de los microcréditos es muy limitado; la ayuda en efectivo, también. La recesión dará un nuevo golpe a las finanzas públicas, por el lado de la recaudación. Nada de eso quiso ver el Presidente.

Lo que sí vio es una convergencia de actores sociales que le pedían un plan masivo y concertado. Y vio moros con tranchete. Personajes que no están de acuerdo con él, a los que hay que combatir.
Le molesta la idea de un acuerdo o concertación, porque significa negociar (no importa que él siga siendo el que tiene la sartén por el mango). La mera idea de un pacto social, como el que sugirieron el Grupo Nuevo Curso de Desarrollo de la UNAM o Porfirio Muñoz Ledo  le molesta: demasiados actores involucrados. Lo de Andrés Manuel es el monólogo. Y claro, la descalificación caricaturesca de quien lo contradice.

De ahí que, como se dice, se haya ido más para lo hondo, con su propuesta (u orden, no sabemos) de reducir salarios y eliminar aguinaldos a mandos medios y superiores, su propósito de que el gobierno se apriete el cinturón y pague menos por obras y trabajos, y su concepto, profundamente conservador, de Estado chiquito. No importa que rehusarse a incrementar el gasto sea lo que a la postre genere más desigualdad.

Para López Obrador es mejor continuar con una política de corte neoliberal, en la que cada quien se rasca con sus propias uñas, pero que el propio AMLO define por sus pistolas, que buscar consensos para un cambio profundo y progresista del modelo económico, aprovechando la coyuntura.

No hay espacio para optimismo alguno en materia económica. Los principales colaboradores de AMLO saben, en su fuero interno, que el Presidente se equivoca, que muchos trabajadores quedaron desprotegidos y que la depresión será peor debido a sus medidas.  Que el Presidente está desmantelando las esperanzas que él mismo creó. Pero no hacen nada. ¿Harán algo los diputados y senadores, o el Legislativo es ya, definitivamente, la cámara de eco del Ejecutivo?

Quienes sin duda sacarán fuerzas de la flaqueza, serán los ciudadanos. Pero quién sabe si alcance. 

miércoles, abril 01, 2020

Leyendas olímpicas: Alberto Braglia


Alberto Braglia era un muchacho pobre, trabajaba de ayudante de panadero, pero alcanzó una fama inaudita, en una vida de montaña rusa. De los modestos orígenes, a desfiles triunfales y a ser recibido en las cortes reales, luego polémica, más triunfos, tragedias individuales y familiares, la miseria y una suerte de rescate tardío, con paradojas increíbles.

El joven panadero decidió utilizar su tiempo libre en una sociedad de gimnasia y esgrima, situada en las afueras de su ciudad natal, Módena. Allí destacó de inmediato por su habilidad con los aparatos gimnásticos. Conquistó campeonatos regionales, nacionales, europeos y fue a los juegos intermedios de Atenas 1906 (no reconocidos por el COI), ahí se destacó como el mejor gimnasta del mundo. A su regreso a Módena, se reabrió la vieja puerta citadina para que encabezara un desfile triunfal.

Después vendría la primera prueba olímpica propiamente dicha: Londres 1908. Allí Braglia ganó en todas las pruebas, lo que en aquel entonces se llamaba “el heptatlón de la gimnasia”: piso (ejercicios libres y obligatorios), caballo con arzones, salto de caballo, barras paralelas, anillos y barra fija. Obtuvo el oro individual all-around (no se entregaban medallas por aparato), y ayudó a que Italia se llevara la plata por equipos.

En esa época, los jueces no ponían calificaciones numéricas, sino que adjetivaban: “bueno”, “excelente”, “extraordinario”, “gracioso”, “deficiente”. Con Braglia los adjetivos se les acabaron: “irrepetible” “fuera de toda imaginación” y, en el caballo con arzones, “la perfección”. Fue recibido por el rey de Inglaterra y, a su regreso, por el de Italia.

Pero no sólo de laureles vive el hombre. Tras la olimpiada, y en vista de la escasez de trabajo, Braglia se dedicó a dar exhibiciones públicas de sus habilidades como gimnasta. En tiempos del amateurismo estricto (que en realidad era el pretexto para que los Juegos Olímpicos fueran sólo para los miembros de las clases pudientes), eso significó la expulsión.  En esos días, para hacer más grande la tragedia, se le murió un hijo pequeño y tuvo un agotamiento nervioso.

Paradójicamente, el tiempo que estuvo fuera de acción por su triste situación, sirvió para que el comité italiano lo rehabilitara como amateur. Así fue que compitió en los Juegos de Estocolmo 1912, e incluso fue abanderado de su delegación. En la competencia, de nuevo los adjetivos laudatorios fueron insuficientes. Se llevó el oro individual e Italia ganó por equipos. De nuevo las recepciones con la realeza y de nuevo el regreso a un mundo incierto.

Llega la I Guerra Mundial y Braglia pasó a ser soldado de infantería. De ahí, pasó a formar un espectáculo que mezclaba la gimnasia con el teatro, en el que el campeón olímpico interpretaba un personaje popular, parecido a Chaplin e imitaba movimientos mecánicos. Tiempos de futurismo. El espectáculo tuvo éxito en varios países, pero Braglia perdió sus ahorros en el crack bursátil de 1929.

Pasó a ser entrenador de gimnasia, del equipo italiano que ganó el oro en Los Ángeles 1932. De ahí, a varios oficios modestos. Durante la II Guerra Mundial perdió la casa en un bombardeo, cayó en la miseria y tuvo que vender sus medallas de oro. En los años siguientes tuvo arterioesclerosis y terminó  en un hospicio para indigentes. Fue ahí que un periodista lo reconoció, e hizo campaña para sacar de ahí a esa gloria del deporte.

Llegamos a otra paradoja: tras sacarlo del hospicio y darle un poco de dinero, el municipio decidió darle a Alberto Braglia el puesto de vigilante del Gimnasio Alberto Braglia, muy cerca del Estadio que desde 1936 se llamaba Alberto Braglia. El hombre cuidaba, barría y limpiaba el gimnasio que llevaba su nombre. Así estuvo hasta que el Comité Olímpico Italiano le dio un estipendio que le permitió vivir con cierta tranquilidad hasta el día de su muerte.