Cuando
estaba en la preparatoria, Dick Fosbury era un buen saltador de altura, aunque
no tan excepcional como para aspirar a las competencias de alto rendimiento.
Pero tenía una característica que lo hacía extraordinario y lo llevaría muy
alto: sabía pensar fuera del cuadro.
Un día
de 1963 llegó a su escuela uno de los nuevos colchones de hule espuma que
empezaban a sustituir a los montecitos de aserrín sobre los que caían
saltadores de altura y de garrocha. Los estilos dominantes en el salto de
altura de aquel entonces eran el rodado y el ventral, mucho más eficientes que
el antiguo salto de tijera, pero que requerían de muchísima técnica. En ellos
se abordaba la barra de manera que la cabeza y el torso pasaran por encima al
mismo tiempo, y había que caer con los dos pies y una mano en la tierra. A
Fosbury, quien apenas saltaba 1.5 metros con el método de tijeras y tenía
dificultades para dominar el complejo método del rodado, se le ocurrió que
ahora, con los colchones que amortiguaban el golpe, podía saltar de otra
manera.
Durante
los dos años siguientes fue modificando su técnica, y empezó a ir sobre la
barra de espaldas, con la cabeza primero, curvando su cuerpo y haciendo una
patada hacia arriba con las piernas al final del salto. Eso implicaba también
caer de espaldas, por lo que los entrenadores le aconsejaron que no lo hiciera…
hasta que vieron que mejoraba rápidamente sus marcas.
En la
universidad, donde estudió ingeniería, Fosbury mejoró su técnica: ajustó el
tipo de recorrido para hacer una parábola a la hora de saltar. Esto
significaba, por un lado, que tenía que iniciar el salto más lejos de la barra,
pero también que podía hacerlo a más velocidad. Sus resultados fueron
suficientes para ganar un campeonato universitario y, más tarde, pasar a formar
parte, por la mínima, del equipo olímpico de Estados Unidos que iría a los
juegos de México 1968.
En la
olimpiada mexicana, Fosbury sorprendió al mundo con el estilo de salto que
llevaría su nombre -y que sólo era conocido en el cogollo del atletismo
estadunidense-, y lo que era en apariencia una curiosidad novedosa, resultó en
el ingrediente clave de una de las competencias más excitantes y divertidas de
aquellos juegos inolvidables. Al final, el joven estudiante de ingeniería se
llevó la medalla de oro, con un salto de 2.24 metros, rompiendo el récord
olímpico.
Ese 2.24
sería lo máximo que saltaría Dick Fosbury en su carrera atlética. Pero,
recordemos, su talento de excepción era más mental que físico. Para los
siguientes Juegos, en Munich 1972, el 70% de los saltadores utilizaba la
técnica que él inventó. Para la siguiente década, y desde entonces a la fecha,
ha sido el estilo absolutamente dominante, por la sencilla razón de que es el
más eficiente.
Fosbury
revolucionó su disciplina. Hizo que el salto alcanzara nuevas alturas. Demostró
la importancia de pensar fuera de los parámetros establecidos y de llevar ese
pensamiento a la práctica. Eso lo convirtió en una de las leyendas olímpicas.