Cada que se acercan los Juegos Olímpicos es común
escuchar falsas añoranzas sobre lo que fueron en la antigua Grecia. En vez de
conocer de qué se trataban, nos hemos quedado con la visión romántica,
decimonónica, de Pierre de Coubertin. Es más, la que predomina es una versión light de esa visión, que sirve para
hacer críticas igualmente ligeras.
A diferencia de lo que dice el mito moderno, los
antiguos juegos eran profesionales, comercializados, politizados y lo
importante no era competir, sino ganar. Además, algunas mujeres sí podían
asistir: las vírgenes solteras, quienes también podían participar en otros
juegos dedicados a Hera (competían únicamente en carreras, vestidas con un
peplos que les cubría sólo un hombro y un seno).
Eso no quita que hayan sido una fuente caudalosa y
maravillosa de cultura y de mitos heroicos.
La palabra atleta se refiere a quien compite por un
premio (athlon). En la Grecia clásica
el concepto de atleta amateur era un contrasentido. Para competir en los Juegos
Olímpicos (o en los Ístmicos, los Délficos o los de Nemea), además de los
requisitos de ser hombre libre y de no haber asesinado a nadie, era necesario
llegar a la sede con amplia anticipación, para demostrar que se estaba bien
entrenado. Esto no lo podía hacer cualquiera: sólo personas con dinero o que
habían encontrado algún mecenazgo. Y si bien los organizadores sólo premiaban
con coronas (de laurel, la olímpica), las ciudades ofrecían a sus vencedores
trípodes, bueyes, hasta mujeres. También ofrecía oro, dinero (una victoria
olímpica daba el equivalente a lo que obtenía un trabajador común en toda su
vida) y pensiones vitalicias, que luego podían ser vendidas y compradas. Se
trataba, pues, de profesionales.
Bajo esa lógica, es claro que para los antiguos no
tenía sentido alguno la frase de que “lo importante no es ganar, sino
competir”. En Olimpia está la tumba de un púgil de Megara que dice: “Aquí
murió, boxeando, a los 35 años, sabedor de que su destino era la victoria o la
muerte”.
El que las ciudades trataran así a sus campeones no
era sólo por la gloria que habían portado. Los juegos eran vistos como un
aparador para la grandeza de los habitantes de cada población: los
competidores, soldados simbólicos. Hubo algunos pueblos que pusieron particular
énfasis en el desarrollo de deportistas: el caso más conocido es Crotona, que
tuvo casi tantos campeones olímpicos como Esparta o Atenas (ciudades que requerían menos
de ese tipo de victorias para constatar su grandeza).
La organización de los juegos era también un buen
negocio. De hecho, hubo disputas y guerras por el control del santuario en
Olimpia –que era el equivalente a la suma del COI, el Vaticano y la ciudad
destinada a recibir mucho turismo para los juegos-. Hubo incluso una ocasión en
que Olimpia fue invadida por los arcadios en plenos juegos.
Pero la tregua olímpica funcionaba. Sólo tres veces
la guerra hizo que se suspendieran los juegos. Y las olimpiadas se extendieron
por 1170 años. Si los modernos quisieran igualar esa marca, tendríamos que
tener Juegos Olímpicos cada cuatro años, de manera ininterrumpida, hasta 3066.
Más allá de lo que nuestra mente llega a imaginar.
Y a lo largo de esos más de mil años se realizaron
enormes hazañas deportivas en todas las disciplinas: desde el pancracio (una
lucha libre en la que sólo estaba prohibido morder y estrangular) hasta las
carreras de aurigas. Existen registros de ganadores de todos los juegos (aunque
sólo en la prueba reina, la carrera del Stadion,
el registro está completo). Algunos de ellos se convirtieron en leyenda. Como en
los juegos modernos, no se trata necesariamente de los máximos ganadores, sino
de aquellos que, por su personalidad, por su estilo, por sus hechos fuera del
estadio, lograron quedar en la memoria, no sólo de sus pueblos, sino en la
historia cultural de Occidente. Eso los hace verdaderamente inmortales.
Es previsible que algo parecido suceda con los
modernos. Pocos recuerdan a Klaus Dibiasi, el más grande clavadista olímpico,
según los números; muchos, a Greg Louganis, seropositivo, reponiéndose del
golpe en la cabeza con el trampolín para alzarse con el oro en Seúl. Pocos
recuerdan a Ray Ewry, ganador de 8 medallas de oro; muchos, a Jim Thorpe,
despojado injustamente de sus medallas por haber jugado beisbol
semiprofesional. Pocos saben ya que Larisa Latynina es la máxima ganadora en la
gimnasia: ahí no puede haber ni hay nadie como Nadia. Es la esencia de los
héroes populares.
Así sucedió con los griegos. He aquí la historia de
algunos que, desde hace casi tres mil años, pasaron a esa inmortalidad sui generis.
Orsipo
de Megara fue campeón olímpico, pero pasó a la historia y al
mito por las condiciones en que lo hizo. Eran los juegos de la 15 Olimpiada
(720 AC) y Orsippo decidió competir desnudo, porque decía que los taparrabos le
estorbaban para correr. Ganó el Stadion
(200 metros). A partir de entonces, todas las competencias olímpicas se
hicieron gymnos (es decir, desnudos o
con muy poca ropa). De ahí viene la palabra “gimnasio”.
Leónidas
de Rodas fue el más grande corredor de los antiguos Juegos
Olímpicos. Obtuvo nada menos que 12 laureles en las olimpiadas 179 a 182 (164 a
152 AC). En cada uno de esos cuatro juegos ganó el Stadion, el Diaulos (400
metros) y la carrera con armadura (en la que se corría una distancia de cerca
de dos kilómetros con casco, armadura metálica y escudo). Estas competencias se
llevaban a cabo durante dos días seguidos. Leónidas era el único en combinar
velocidad y resistencia.
Para llevar a cabo una comparación basta decir que,
en más de un milenio, hubo muchos tricampeones olímpicos en las carreras a pie:
sólo él fue tetracampeón, y además en todos los eventos. Si Michael Johnson
hubiera querido empatarlo, habría tenido que repetir otras tres veces su hazaña
de Atlanta… y ganar cuatro veces los 3 mil metros con obstáculos.
Teágenes
de Tasos, campeón de box en la 75 Olimpiada (480 AC),
campeón de pancracio en la 76 Olimpiada (476 AC), fue un hombre polémico.
Aunque su especialidad era el pancracio, en 480 se inscribió en box porque
quería humillar a Eutimios, a quien derrotó en la final. En vida se le comparó
con Aquiles, pero quien contribuyó decisivamente a su mito fue su estatua,
erigida en Tasos tras su muerte.
Sucede que un rival que nunca pudo derrotar a
Teágenes iba todas las noches a escupir y golpear la estatua. Una noche, le
pegó con tal fuerza que la estatua se le vino encima: Teágenes se había cansado
de tanto insulto y mató al rival, a través de su representación en mármol.
La estatua fue sometida a juicio y condenada a
destierro. Los tasenses botaron a la culpable al mar. Poco tiempo después, una
sequía asoló la isla. El pueblo de Tasos consultó al oráculo y la sacerdotisa
dijo que habría que perdonar a todos los exiliados. Se les hizo regresar y las
lluvias siguieron sin caer. Volvieron al oráculo de Delfos. Las vísceras
revelaron que faltaba el regreso de un gran exiliado: Teágenes. Sólo después de
que unos pescadores recuperaron la estatua, esta fue lavada, pulida y repuesta
en su sitial, volvieron los tiempos de la fertilidad.
Polidamas
de Escutussa, en Tesalia, pancracista, campeón de la
93 Olimpiada (408 AC), fue uno de los primeros triunfadores olímpicos que
buscaron la fama a través de actos espectaculares. Una suerte de Zovek
primigenio. Su ambición era imitar a Hércules, por lo que hizo que soltaran un
león en pleno Monte Olimpo: lo mató con sus manos, como el héroe al León de
Nemea. Igualmente, domó un toro tomándolo por los cuernos y detuvo un carruaje
en movimiento.
Cuenta la leyenda que el emperador persa Darío, al
escuchar sobre las proezas de Polidamas, lo mandó llamar y lo retó a luchar
contra sus tres mejores atletas, a quienes apodaban “Los Inmortales”. Polidamas
no sólo aceptó el reto, sino que luchó con los tres a la vez, a tres caídas,
sin límite de tiempo. Salió victorioso.
Como Zovek, el momento más famoso de Polidamas fue
el de su muerte. Estaba con unos amigos en una cueva cuando ésta se empezó a
venir abajo. Confiado en su fortaleza, Polidamas intentó detener el derrumbe.
Murió aplastado. Es el ejemplo que usa Diódoro Sículo para decir que de nada sirve
tener mucha fuerza si se tiene poco sentido común.
Damagetos y Akusilaos cargan a Diágoras |
Se decía que Diágoras
de Rodas, inmortalizado por Píndaro, era hijo del dios Hermes. Fue campeón
de boxeo en la 79 Olimpiada (464 AC). Fue famoso no sólo por sus victorias (la
olímpica y en los Juegos Ístmicos), sino por su estilo refinado al competir, su
modestia y otras virtudes ciudadanas. Además es el primero de la familia
olímpica más triunfadora de todos los tiempos.
Sus hijos Damagetos y Akusilaos también obtuvieron
los laureles olímpicos. Damagetos en boxeo, en las Olimpiadas 82 y 83;
Akusilaos en pancracio, en la Olimpiada 83 (448 AC). Otro hijo, Dorios, ganó
tres olimpiadas sucesivas en pancracio (además de ocho Juegos Ístmicos). Dos de
sus nietos (hijo, cada uno, de una de las dos hijas de Diágoras) fueron también
campeones olímpicos.
Estatua en Rodas en homenaje a sus antiguos héroes olímpicos |
Una de las hijas de Diágoras, Kalipateira, es la
única mujer casada que pudo presenciar unos Juegos Olímpicos del mundo antiguo.
Se disfrazó de hombre y se hizo pasar como entrenador de su hijo, Peisirodos.
Cuando éste resultó victorioso, en el festejo a ella se le cayó parte de la
ropa. A pesar de que descubrieron que el entrenador era una mujer, fue
perdonada, en honor a los triunfos obtenidos por la familia.
Cuenta la leyenda que, al término de la Olimpiada
83, Damagetos y Akusilaos, recién coronados y felices, cargaron a su padre en
hombros. En la euforia, uno de los asistentes que festejaba le gritó a
Diágoras: “¡Has llegado a la inmortalidad olímpica, podrías morir ahora
mismo!”. En ese emocionado instante, Diágoras se desplomó sin vida.
Melankomas
de Caria, en Asia Menor, campeón de boxeo en la 207
Olimpiada (49 DC) era tan famoso por su belleza como por su peculiar estilo de
boxear. Venía, como casi todos los atletas, de familia noble, y escogió el
boxeo sobre la milicia porque consideraba que se necesitaba más valentía y que
era un sendero que implicaba más sacrificios.
Lo insólito de Melankomas es que ganó sin pegar un
solo golpe. Su estilo consistía en esquivarlos todos. Pero este púgil no era lo
que hoy se llamaría un “correlón”: provocaba al rival sin tocarlo y lo
exasperaba con su cabeceo y sus movimientos de cuerpo. Como se trataba de
competencias “a morir”, Melankomas –quien podía boxear un día entero sin
descanso- cansaba a sus rivales que, exasperados, se rendían o cometían alguna
falta y eran descalificados. Se cuenta que quienes competían contra Melankomas
acababan tan agotados que un golpe ligerísimo los hubiera noqueado. El de Caria
no lo daba.
Se dice que todos los héroes son jóvenes y bellos. Melankomas
murió así, de muerte natural. Sus últimas palabras fueron una pregunta:
“¿Cuándo son los próximos juegos?”.
Milo
de Crotona fue seis veces campeón olímpico: una en
lucha infantil (60 Olimpiada, 540 AC); cinco en lucha (olimpiadas 62 a 66 AC).
Todavía compitió, cuando tenía más de 40 años, en la Olimpiada 67, y perdió la
final.
Crotona, en el sur de Italia, fue la provincia
griega con más campeones olímpicos, algo así como Alemania del Este. Y Milo, su
máximo atleta. Era tal su fama que, durante una guerra, Milo salió al campo de
batalla con su corona de laurel y cubierto, como Hércules, con una piel de
león; eso bastó para causar el desorden en las filas enemigas. Cuando no estaba
en guerra o en competencia, Milo se dedicaba a la filosofía. Era miembro de la
escuela pitagórica.
Como no podía ser de otra manera, su muerte también
fue mítica: quedó atrapado entre las dos mitades del tronco de un árbol que
intentó partir con las manos y fue devorado por las bestias del bosque.
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