Por primera vez en la historia, los Juegos Olímpicos
no son transmitidos en México por las cadenas que dominan la televisión
abierta. El hecho tiene implicaciones de todo tipo: comerciales, económicas,
culturales y también políticas.
Desde el punto de vista del duopolio televisivo, el
efecto comercial de perderse los Juegos Olímpicos –por no haber aceptado las
condiciones del consorcio que encabeza Carlos Slim, dueño de los derechos de
transmisión- es menos fuerte de lo que muchos se imaginan, pero sí tiene importancia.
Televisa dice que el aumento de ingresos por los
Juegos Olímpicos fue de sólo 1 por ciento para 2012; Televisión Azteca pone esa
cifra en 6 por ciento. Ambas alegan que ese incremento se compensa con los
gastos de enviar equipos de producción a la ciudad sede, por lo que, a la hora
de hacer cuentas, no pierden nada.
Tal vez estaríamos de acuerdo con ellos si se
tratara exclusivamente de hacer cuentas con los resultados financieros del año,
pero el hecho es que la no cobertura olímpica afecta el rating de las empresas
en el área deportiva y también lo hace en los programas no deportivos (hay una
cosa elemental que sabe todo programador de televisión, que se llama
continuidad). También significa una merma de imagen ante los clientes, que son
los anunciantes.
Hay quienes dicen que se trata del principio del fin
de la televisión abierta. Tal vez sea, más bien, del síntoma más visible de un
proceso en marcha desde hace varios años, y que se ha acelerado con la irrupción
de las plataformas de internet.
Será el sereno, pero si la no transmisión de los
Juegos Olímpicos fuera de verdad indolora para el duopolio, Televisa no hubiera
expulsado a TVC Deportes, que le abrió un boquete en 2008 y 2012, de los
sistemas de cable que controla, y en estas fechas no estarían ambos grandes
consorcios intentando minimizar el evento –con distintos matices, Azteca es más
radical, hay que acotar-. El sol no se tapa con un dedo. Y no podrán negar que
millones de televidentes los han abandonado, al menos por estos días, para ver
las transmisiones olímpicas.
En términos económicos, durante muchas olimpiadas los
derechos de transmisión fueron para la OTI –que fungía como cártel-; ahora se
los llevó el mejor postor, peleado con el duopolio, con escasas posibilidades
de reventa en la televisión abierta, pero capaz de comercializarlo en otras
plataformas. Ese postor, ClaroTV, aunque
hubiera preferido vender caro, se vio obligado a ceder prácticamente los
derechos en TV abierta a las televisoras públicas, por razones políticas: no se
podía negar a la población sin televisión restringida el derecho a ver el
evento deportivo más importante del año.
Eso significa que, en términos coyunturales, el
negocio no le salió muy bien a Slim. Pero a mediano plazo se trata de una
fortaleza que sin duda usará el magnate a su favor.
En términos socio-culturales, se ha generado un
fenómeno con muchas aristas, a partir de una combinación incontrovertible: por
un lado, la población con acceso a la televisión restringida –que es ya la
mayoría- ha podido ver los Juegos Olímpicos como nunca antes, acompañada por
una pequeña porción de quienes sólo tienen TV abierta; por el otro, la mayoría
de este último grupo, que no ve los canales culturales y del Estado ni por
casualidad, y que no suele tener acceso a internet, ha quedado aislada del
evento (como queda aislada de tantas otras cosas.
En otras palabras, se abre una brecha (no sólo) cultural.
Se ha generado un nuevo tipo de exclusión. Hay una minoría importante de la
población que, por razones de dependencia cultural hacia el duopolio, queda
fuera de otras opciones.
Una persona con acceso a las versiones más básicas
de la televisión restringida tiene la posibilidad de ver los juegos en más de
10 canales diferentes. Los canales Once y 22, los canales estatales, el del
Sistema Público de Radiodifusión del Estado Mexicano, los de Fox Sports, los de
ESPN y alguno que se me escape. A eso se le pueden sumar varios más por
internet.
Podemos quejarnos de que de repente haya comentaristas que no tienen ni idea de lo narran (en OPMA había uno que no podía distinguir líderes de persecutores en el ciclismo y se refirió al famoso Purito como “Rodríguez Oliver”, prueba de que ni siquiera ha visto una transmisión del Tour de France), y otros que igual no sirven para un roto ni para un descosido (el insufrible señor Del Valle, en Fox Sports), pero en la mayor parte de los casos o saben más o están mejor ejercitados que los de Televisa y TV Azteca.
Aunque a veces el deporte transmitido sea el mismo,
en términos generales la variedad es extraordinaria. No estamos sometidos a la
dictadura de dos o tres deportes populares (o metidos a chaleco) y, sobre todo,
no nos tenemos que zampar pésimos comediantes de mal gusto y peores guías de
turistas, en programas-contenedor que tijeretean las transmisiones deportivas.
El hecho, pues, es que los canales de televisión
pública están realizando un servicio social indispensable y las dos grandes
cadenas transnacionales, que han estudiado bien sus nichos de audiencia y de
mercado, se han enfrascado –con estrategias diferentes- en un interesante
duelo, en el que sale ganando el espectador.
Este resultado es un ejemplo de lo que puede
suceder, pensando más allá de la celebración olímpica, si se rompe la lógica
oligopólica que domina muchos mercados. Más opciones y mejor servicio para los
consumidores.
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