Una de las características de la denominada época
postmoderna es que han cambiado radicalmente los ejes con los que se hace
política.
En los tiempos modernos tenían primacía política la plaza,
el discurso, el periódico (la opinión publicada), la escuela, el convencimiento
ideológico. Hoy han sido sustituidos por la pantalla, el spot, la encuesta (la opinión pública medida), los medios
electrónicos y la seducción mercadotécnica.
Es un problema. Sobre todo, cuando quienes pertenecen, por
razones de formación y educación, a la época moderna, deciden tirarla enterita
por la ventana y sustituir las tácticas políticas que manejan por otras, de
carácter postmoderno, que no saben controlar. Es la historia del aprendiz de
brujo.
Cuando los aprendices de brujo juegan con fuego, el asunto
se les va de las manos y todo acaba en una hoguera de las vanidades.
El caso de las encuestas nos puede servir como hilo
conductor de un asunto que termina en un avión de Air France con una presunta
secuestradora a bordo, en clase business.
Hay dos maneras esenciales con las que un político puede
hacer uso de las encuestas. En la primera, ve cuáles políticas son aceptadas
mayoritariamente por la población y cuáles son rechazadas, y por qué. Entonces
lanza campañas, con los argumentos más convincentes en la opinión pública, para
reforzar el apoyo de las aceptadas y para disminuir el rechazo a las objetadas.
La otra manera es leer las encuestas como barómetro de
popularidad y apostar, a como sea, a mantener dicha popularidad. Esto implica,
de entrada, tirar los proyectos de largo aliento al bote de basura y gobernar a
contentillo de la opinión pública medida, que a veces ni siquiera sabe lo que
quiere.
Al menos durante los tres sexenios anteriores predominó la
segunda manera de leer las encuestas, con los resultados que la población
conoce: desde el temor de Zedillo por acabar con la infausta huelga de
1999-2000 en la UNAM, hasta la credulidad de Calderón de que, si él no tenía
una altísima tasa de rechazo a su gestión, su partido podría retener el poder,
pasando por la actitud disparatada de Fox ante el posible desafuero a Andrés
Manuel López Obrador.
Esta tendencia coincidió con un uso cada vez más extensivo
de los medios electrónicos de comunicación, señaladamente la televisión, para
hacer política. En vez de negociar, salir en pantalla a intentar poner la
agenda en la opinión pública, para que ésta repartiera culpas. En vez de
informar sobre las acciones de gobierno, hacer propaganda sobre las mismas.
Y aquí entra el papel del espectáculo y lo espectacular. En
la lógica de que una imagen vale más que mil palabras y una filmación vale más
que mil imágenes, la AFI de Genaro García Luna realizó un montaje para capturar
“en directo” a una peligrosa banda de secuestradores que, para ponerle más sal
al asunto, contaba en sus filas con una joven francesa.
El asunto resultó en un escándalo periodístico, que dio al
traste a la carrera del reportero que se prestó al montaje, pero también tuvo
resultados positivos en la imagen del gobierno (Fox, en ese entonces), que
aparecía solucionando sin miramientos uno de los problemas más sensibles para
la sociedad (en 2005 eran los secuestros, todavía no empezaba el combate
frontal calderonista al crimen organizado).
En otras palabras, no importó que se torcieran los
protocolos legales, porque lo importante eran los datos en la aceptación de las
políticas gubernamentales y la popularidad de los gobernantes.
Por eso no fue de extrañar que quien fuera señalado como
autor del montaje fuera premiado posteriormente, nada menos que con la
secretaría de Seguridad Pública, una institución destinada a estar en el ojo de
la opinión pública durante todo el sexenio de Calderón, a partir de la decisión
estratégica respecto al combate a la delincuencia organizada.
Lo vivimos todo el sexenio pasado. Desde el despliegue espectacular de fuerzas
del orden en cada estado, hasta las telenovelas con héroes policiacos o
militares, pasando por el show en las capturas de capos y armamento y hasta los
espectaculares sobre las paredes de las instituciones encargadas de la
seguridad.
En ese sentido, lo relevante –en términos de política
postmoderna mal entendida- era la percepción de que había un Presidente
“valiente”, que se había decidido a enfrentar a los “malosos” y que no
claudicaría (ni escucharía consejos) en el intento. Esa percepción funcionó muy
bien en los primeros años, después se fue diluyendo, pero nunca dejó de ser
mayoritaria. Al parecer, eso importaba más que los resultados reales, porque
generaba réditos políticos (se vio que más aparentes que reales).
Inmerso en el regusto hacia la percepción de “duro”,
Calderón se enfrascó, en el caso Cassez, con un político todavía más postmoderno
y vacío, Nicolas Sarkozy, que utilizó el asunto para posicionarse ante sus
electores como un defensor de los franceses de ultramar maltratados en el
tercer mundo.
Las reuniones que sostuvieron los dos ex mandatarios fueron
una feria de vanidades y de propaganda. Cada quien apelaba a su electorado
potencial, en sus respectivos países, y ninguno tenía el menor interés en
resolver el diferendo. Era demasiado redituable.
Pasó el tiempo, ambos mandatarios dejaron el poder. Vino la
revisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, cuyos miembros
coincidieron en que a Florence Cassez no se le otorgó el beneficio del debido
proceso, pero se dividieron respecto a los alcances del mismo. Al final, fue
liberada no porque se le supusiera inocente, sino por las graves fallas
procedimentales.
La gran mayoría de la sociedad mexicana repudia esa
liberación, según dicen las encuestas. No por ilegal. No porque no supieran del
montaje. Simplemente es por la creencia general de que Cassez es culpable –y me
incluyo en esta creencia-. Pero no es con creencias -medibles en la opinión
pública- como se hace justicia en un estado de derecho. Es con leyes
correctamente aplicadas, que es, opino, lo que está tratando de enmendar la
SCJN. Por eso tiendo a coincidir con Mexico SOS, cuando dice que “a la
ciudadanía no le corresponde determinar la culpabilidad o inocencia de
procesados o presuntos culpables, sino exigir al sistema judicial procesos
efectivos…”.
Ahí no acaba la cosa. El actual presidente francés, Francois
Hollande, sigue poniéndole fuego a la hoguera de las vanidades, al recibir a
Cassez como si fuera una heroína (y la cínica verdad, creo que el mandatario no
está seguro de su inocencia). Y le da palomita a México de democracia bien
portada. Todo sea por la popularidad, aunque queme.
Me pregunto si seguiremos viendo cómo se hace política,
mucha política, pero más postmoderna.
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