El mundo ha tomado con sorpresa el anuncio de la renuncia al
papado de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI. No podía ser de otra manera: es algo
que no sucedía desde hace seis siglos. Más allá de las causas más profundas de
su decisión, es momento de hacer un breve análisis de este pontificado, que el
mismo Ratzinger calificó, desde el inicio, como de transición.
Ratzinger fue escogido como sucesor de San Pedro como parte
del impulso conservador en la Iglesia Católica, que tuvo como figura principal
a Karol Woytila y que había frenado los procesos modernizadores de cambio de los
tres anteriores papas: Roncalli, Montini y Luciani, conocidos como Juan XXIII,
Paulo VI y Juan Pablo I.
Benedicto XVI, aunque compartía el carácter antiprogresista,
siempre ha sido una figura muy diferente a la de su antecesor. Juan Pablo II.
El papado de Woytila se nutrió de una esencia directamente política –en contra
del comunismo y de todo lo que se pareciera vagamente a él- de la proliferación
de movimientos carismáticos dentro de la Iglesia y del propio carisma personal
de Juan Pablo II. El de Ratzinger, ha sido fundamentalmente de reevaluación del
papel de la iglesia en la sociedad moderna, de búsqueda de la estabilidad y de
obligada limpia de muchas de las cosas sucias que proliferaron en el Vaticano
en años anteriores.
Woytila hacía espectáculo y política de masas; Ratzinger escribió
reflexiones. Juan Pablo dejó hacer (tal vez siguiendo la máxima de “todo modo
para buscar la voluntad divina”) y estuvo rodeado de un halo popular que
permitía la opacidad; Benedicto tuvo que realizar el control de daños.
¿Qué trascenderá de este papado? Tal vez al Papa saliente le
gustaría que fueran sus encíclicas sobre el amor como creación divina o sobre
la esperanza de un tiempo sin tiempo o sus críticas a los valores materialistas
y sus efectos nocivos en la sociedad, como lo sucedido tras la crisis derivada
de la especulación financiera. O cuando menos que se le recordara por sus dogmas
de la inexistencia del limbo (que dio pasaporte al cielo a los justos que no
conocieron la religión católica), la existencia física del infierno o las
precisiones sobre la infancia de Jesús (borriquitos del nacimiento excluidos). Es difícil que así sea.
Lo que ha marcado el pontificado de Ratzinger han sido los
escándalos, principalmente el de la proliferación de denuncias de pederastia
contra centenares de sacerdotes y no pocos miembros de la jerarquía. Los abusos
no son nuevos –de hecho, el primero que está registrado fue en el siglo IV, y las
denuncias actuales cubren más de la mitad del siglo XX-; lo novedoso fue que
lograran salir a la luz, que destruyeran reputaciones cuidadosamente
construidas (como la de Marcial Maciel y sus Legionarios de Cristo), que en
algunos casos hubiera castigo y que la Iglesia hiciera acto de contrición
respecto al comportamiento de muchos de sus pastores.
El control de daños fue insuficiente. En parte, porque fue
precedido de una malhadada campaña en la que el Vaticano se decía víctima,
cuando de la Iglesia provenían los victimarios. En parte, porque la opinión
pública se fijó más en la suciedad que había salido a la luz que en el acto
mínimo de limpieza que permitía verla. Con Woytila, las denuncias pudieron
esconderse debajo de la alfombra. Con Ratzinger, tuvieron que ser abordadas con
otra actitud.
Otro problema que tuvo que enfrentar Benedicto XVI fue la
corrupción dentro del Vaticano, que derivó en el cese del director del Banco
Vaticano por “irregularidades en su gestión”, incluidas denuncias de lavado de
dinero y violación de normas financieras. Lo mismo que criticaba Ratzinger en
su encíclica Caritas et Veritate, lo
realizaba la banca vaticana, interesada exclusivamente en el bienestar material
de una Iglesia de por sí riquísima.
Al escándalo de la banca vaticana siguió, de inmediato, el
de la revelación de los “secretos del Papa” a través de una filtración a los
medios realizada ni más ni menos que por el mayordomo de Ratzinger. Más allá de
los efectos reales de las filtraciones, que no fueron muchos, quedó claro que
los peores vicios del mundo laico se repetían, a menudo agigantados, en el de
la jerarquía católica.
Esta percepción le costó a Ratzinger no cumplir con su
propósito de evitar la reducción relativa de fieles en la Iglesia católica. La
Ciudad del Vaticano, convertida en tiempos de Woytila en centro turístico
religioso, sigue funcionando muy bien en ese sentido. La burocracia sigue
fuerte. Los fieles se cuentan en cientos de millones. Pero la crisis de
vocación sacerdotal se acentúa y la influencia política y social de la Iglesia
va a la baja. Las homilías del Papa sonaban cada vez más a gritos en el
desierto.
No sabemos qué papel jugaron estos elementos –u otros que
desconocemos- junto con el deterioro en la salud, en la valiente decisión del
Pontífice. El hecho es que nublarán su legado de estabilidad, de punto final al
“dejar hacer” y de vuelta a las ideas dentro de la Iglesia.
En marzo habrá una sucesión interesante. Sería ingenuo
suponer que Ratzinger no tendrá influencia en la elección del próximo Papa (así
como ingenuo, y muy mexicano, suponer un mero dedazo). Lo cierto es que será un
cónclave conservador, con un cardenalato hecho a imagen y semejanza de los dos
últimos papas. Y a pesar de que los momios hablan ahora de un pontífice
africano, lo probable es que, también a la hora de definir el humo blanco, el
resultado sea tradicional, y regrese un papa italiano, de esos que hacen
política, mucha política. A ver si es política moderna.
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