Decía John Maynard Keynes que “hombres prácticos, que se
creen libres de toda influencia intelectual, normalmente son esclavos de las
ideas de algún economista difunto”. Ese economista difunto fue, durante buena
parte del siglo XX, el propio Keynes. Desde el último tercio del siglo pasado y
en la primera década del actual, el economista difunto ha sido Milton Friedman,
quien hoy cumple cien años de nacido.
El problema, tanto con Keynes como con Friedman, es que la
mayor parte de los “hombres prácticos” son esclavos intelectuales de una
versión simplificada, y a menudo distorsionada, de las ideas de estos
economistas.
Friedman era originalmente un matemático, que se interesó en
la economía e hizo sus estudios de posgrado en esa área del conocimiento. Su
formación fue la de la escuela inglesa de microeconomía. Es decir, su base es
la misma que la de Keynes: Alfred Marshall. Pero, diría después el propio
Friedman: “hago la reverencia a
Marshall, pero camino junto a Walras” (este último es la figura máxima
de la Escuela de Lausana, mucho más conservadora que la inglesa).
Pocos lo saben, pero Friedman trabajó con el gobierno de
Roosevelt, durante la época del New Deal,
keynesianismo clásico, de gran gasto público para generar empleo. De hecho,
estaba a favor. Se trataba, según él, “de respuestas adecuadas al problema del
desempleo”. En lo único en que disentía de las políticas de Roosevelt era en
los controles de precios y salarios que, según Friedman, debían dejarse a la
oferta y demanda.
A partir de los años sesenta, cuando escribe, junto con Anna
Swchartz, su monumental “Historia Monetaria de Estados Unidos”, Friedman comienza
a desarrollar una teoría opuesta a la que entonces era hegemónica. Va naciendo
el monetarismo moderno.
Hay varias ideas centrales. Una es que la verdadera causa de
la Gran Depresión en EU fue una errada política monetaria, que limitó en exceso
la oferta de dinero (es decir, un shock financiero que se hizo duradero y tuvo
efectos en la economía real por una política demasiado astringente).
Otra, el concepto de que la inflación es siempre un fenómeno
monetario. En otras palabras, que no resulta de la disputa por la distribución
del ingreso (no la causan un aumento en la gasolina o en las tasas de interés,
una devaluación o un aumento salarial generalizado). Detrás de esta idea
subyace una noción fundamental para el monetarismo friedmaniano, según la cual,
la economía debe ser vista como una ciencia positiva, sustentada en las
matemáticas, y no como una ciencia social, cargada de valores políticos y
morales.
Finalmente, la idea que tuvo mayor impacto: su crítica a la
curva de Philips (que dice, grosso modo,
que a menor inflación, mayor desempleo, y viceversa), lo que implica que, si un
gobierno intenta aumentar el empleo
mediante políticas que atizan la inflación, logrará su objetivo sólo en el
corto plazo, porque a la larga el nivel de empleo estará determinado por la
oferta, la demanda y las imperfecciones de los mercados laborales.
Las implicaciones de todo eso son enormes, en términos de
política económica. Friedman dice que la política fiscal es poco eficiente para
distribuir recursos e impulsar la economía. Por eso, proponía un impuesto único
(que podría ser el IVA generalizado, por ejemplo), acompañado por “impuestos
negativos” (es decir, subsidios monetarios directos) para los más pobres (como
podría ser el Programa Oportunidades, por ejemplo). También proponía que varios
de los servicios públicos (como la escuela) pudieran ser parcialmente
sustituidos con impuestos negativos (vales para una escuela privada). Igualmente,
hablaba de “bienes comunes”, como el medio ambiente, y de la necesidad de que
quien contamine, pague. ¿Les suena conocido todo esto?
Todo lo anterior se traduce en un sector público más pequeño
y mayores libertades económicas. De manera congruente, Friedman estaba a favor
de la liberalización de las drogas y la prostitución, en contra de todos los
monopolios (aunque hacía hincapié en los públicos) y en contra del servicio
militar obligatorio y de toda
legislación que limitara las libertades individuales.
El éxito de Friedman se dio, precisamente porque pocos años
después de que saliera a luz su teoría, en las naciones industrializadas se dieron
dos fenómenos contemporáneos. Uno fue la entonces llamada “estanflación”
(estancamiento con inflación); el otro, la crisis fiscal de los Estados.
A partir de ahí, no importó que su teoría no haya dado una
nueva explicación del ciclo, sino que se haya limitado a demostrar la
inutilidad de las políticas anticíclicas del momento. Tampoco importó que, en
los hechos, la aplicación de estas políticas –en términos de distribución del
ingreso nacional- implicaba el fin de
una era de estabilidad política basada en pactos sociales implícitos o
explícitos. Menos todavía, que estaba basada en una fe profunda en el
funcionamiento automático del mercado, a pesar de sus imperfecciones y de las
expectativas no siempre informadas de manera correcta.
Lo que importaba realmente, en términos políticos, era que
ponía un hasta aquí a la progresiva disminución del área de mercado en las sociedades
capitalistas, que corporativizaba a las sociedades en la lucha contra la
inflación y que daba un modelo decoroso a políticas que profundizaban las
diferencias sociales.
Hay distintas maneras de poner fin a un pacto nacional. Una
de ellas es la dictadura. Varias de las recetas de Friedman, fueron llevadas a
cabo con exageración –ya se sabe que los acólitos suelen ser más extremistas
que los sacerdotes- , durante los primeros años de la dictadura de Pinochet en
Chile.
El economista estadunidense argumentó en su defensa que las
propias políticas que él proponía a la larga minarían el poder autoritario y
que, de todos modos, el gobierno anterior a Pinochet había roto el pacto
social. La “larga” fueron 17 años durísimos para la mayoría de los chilenos y,
en especial, los más pobres.
El verdadero triunfo de Friedman fue la aplicación de las
políticas thatcherianas en Gran Bretaña: disminución al impuesto sobre la
renta, aumento de impuestos indirectos, aumento en las tasas de interés y
disminución del gasto social, sobre todo en educación superior y vivienda. Esto
implicó, por necesidad, romperle el espinazo a los sindicatos británicos.
Al cabo de pocos años, las políticas inspiradas en Friedman
se fueron generalizando (él mismo fue importante asesor de Reagan), y dieron
como resultado una época de crecimiento económico relativo y una brecha
creciente entre los más ricos y el resto de la sociedad. También significaron
un alto a la movilidad social que había caracterizado a decenas de países desde
la posguerra: se ha hecho más difícil destacar viniendo desde abajo.
La crisis de 2008, proveniente precisamente de mercados
financieros que envían señales falsas y se llevan entre las patas a la economía
real, ha sido una fuerte llamada de atención al monetarismo. La demanda de
activos financieros está dominada por la especulación, no por el intercambio.
Las recetas de política monetaria y astringencia fiscal están dificultando la
recuperación y exasperan a la población, poco dispuesta a sacrificar su nivel
de vida. El paradigma friedmaniano –o, más exactamente, el de quienes aplicaron
selectivamente algunos de sus puntos de vista- se encuentra, francamente, en
crisis.
Lo que no está a la vista –o, cuando menos, yo lo
desconozco- es un economista, o una escuela de pensamiento, capaz de pensar por
fuera del círculo y hacer una crítica propositiva a las ideas hegemónicas, tal
y como Friedman –de manera audaz- lo hizo al pseudokeynesianismo en boga, hace
ya medio siglo.
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