Como cada cuatro años, el fin de los Juegos Olímpicos nos da
una oportunidad para evaluar el desarrollo de nuestro deporte, que es parte
integral de la cultura de una nación moderna.
Tomando en cuenta que la justa veraniega suele ser un
escenario para que las potencias demuestren supremacía, y el historial olímpico
mexicano, podemos decir sin temor a equivocarnos que en esta ocasión México
llevó una delegación digna.
El calificativo no deriva principalmente de las medallas
alcanzadas, ni mucho menos se deja llevar por la euforia del oro en futbol.
Nace de una evaluación del desempeño general de los atletas que nos
representaron.
Durante muchos años se malinterpretó la máxima del Barón
Pierre de Coubertin, aquella que dice que “lo importante no es ganar, sino
competir”, y se cambió el sentido de competir por el de participar. Lo
importante es ser competitivos, aunque no siempre se gane. De eso se trata, no
de andar regando vergüenzas.
La gran mayoría de los competidores mexicanos en los juegos
de Londres calificaron a los mismos, en procesos a menudo difíciles. Son
olímpicos con méritos. Sólo 10 de los 102 deportistas de la delegación se
colaron con “marca B”, para satisfacer la meta burocrática de la Conade de
enviar más de un centenar de atletas. De esa decena, sólo dos o tres hicieron
un papel digno.
La Conade tuvo el acierto de no pronosticar medallas, sino
finalistas (entendidos estos, normalmente, entre los primeros ocho de cada
prueba). Es un asunto lógico: finalista es aquel con posibilidades de acceder
al podio, por su calidad competitiva; la competencia en sí determina si ese
finalista es medallista o no.
El pronóstico fue de 20 finalistas, y se superó ligeramente.
Ahora bien, por simple estadística, eso debía significar –si la distribución de
los finalistas se acercaba a una curva normal- entre 5 y 9 medallas, pero podían
ser más o podían ser menos por razones circunstanciales. En 2012 se cumplió la
media.
Es interesante constatar que, en esta ocasión, al oro
correspondió un octavo lugar (Juan Luis Barrios, en 5 mil metros); que a las
tres platas correspondieron otros tantos séptimos lugares (la dupla de
trampolín sincronizado, el equipo femenil de tiro con arco, Iván García en
plataforma), y así, de manera similar con los otros puestos.
En otras palabras, en unos Juegos Olímpicos puede haber
sorpresas (buenas y malas, que de las dos tuvimos), lo que no puede haber son
milagros. En Londres, México no salió en pos de milagros, y ese es un dato
importante a tener en cuenta.
Y más allá de los finalistas, debo decir que fue agradable
ver a mexicanos en competencia que, si bien no tenían posibilidades reales de
triunfo, demostraron que tenían la capacidad y la aplicación para competir meritoriamente
y para representarnos con dignidad.
No es casual que hayamos conseguido medallas en deportes en
los que ha habido trabajo constante. México es desde hace años un país
importante en tiro con arco –a pesar de que tiene pocos practicantes-; el
trabajo en clavados se tradujo en un equipo muy fuerte –que puede debilitarse
por pugnas intestinas-; todavía gozamos de cierta inercia en el taekwondo –que
ya resiente merma por las divisiones y grillas- y la cuidadosa planificación en
futbol, para optimizar nuestros amplios recursos humanos en ese deporte, rindió
frutos dorados –una inversión en la que supieron no desesperarse y que rendirá
cuantiosos dividendos económicos en el mediano plazo a la FMF-.
Tampoco es casual que deportes ampliamente practicados en
nuestro país sigan con la sequía de medallas. Es el caso, en primer lugar, del
atletismo y el boxeo, con federaciones desastradas. Pero también del ciclismo y
el tenis, más ocupados en pequeñeces que en el desarrollo deportivo. O la natación,
que fuera de los clavados no pinta más que para negocios particulares. Ni qué
decir de los deportes de conjunto, algunos de ellos muy populares, en los que
no se estuvo ni cerca de calificar. Ese claroscuro debe también verse. Hay un
asunto sistémico (la relación Conade-COM-Codeme) que no ha sido resuelto, y que
no podrá resolverse mientras algunos deportes estén controlados por camarillas
que nada más miran a las ganancias (menores) de corto plazo, sin pensar a
futuro.
Por su población y nivel de desarrollo económico y social,
México no puede aspirar a estar dentro de las superpotencias, pero debería
tener aproximadamente el doble de medallas de las que obtuvo en estos juegos.
Eso significa que debería tener el doble de finalistas. Aspirar al medio centenar
para 2016.
Hay inercias positivas. Una es la que dejaron los Juegos
Panamericanos de Guadalajara. Otra, la cosecha de prospectos con esa gran idea
de las Olimpiadas Juveniles. La tercera, la convicción –que los medios
electrónicos se encargarán de reforzar- de que la mentalidad de las nuevas
generaciones ha cambiado (enterrado está el espíritu del Jamaicón Villegas).
Estas inercias se pueden reforzar. Los Juegos
Centroamericanos y del Caribe que se celebrarán en Veracruz en 2014 nos dan esa
ventana, y el propósito debe ser derrotar a Cuba. El proyecto de las Olimpiadas
Juveniles debe reforzarse con un amplio programa de educación física, que
impulse la competencia desde la escuela primaria, con muchos más torneos
interescolares. Los triunfos de nuestros deportistas deben servir para
recordarnos que somos mucho más capaces y fuertes de lo que suelen decir los
viejos agoreros atados al pasado.
También hay peligros. Uno es que el histórico triunfo en
futbol nos pueda llevar a una cultura todavía más unideportiva, cuando en la
pluralidad está el secreto del éxito. Otro peligro es la tentación de cambiarlo
todo a partir del cambio de gobierno, y tirar el niño con el agua sucia.
Abordar un problema sistémico, como el del deporte, que es
político, financiero, científico y de asignación óptima de recursos, es como
fabricar un campeón olímpico. No es asunto de “echarle ganas”, ni de
ocurrencias o discursos bonitos. No es un tema para empresarios. Tampoco para
ex deportistas exitosos. Mucho menos para los medios. Es un asunto de
planificación integral y de mucha negociación. Una tarea de auténtico pantalón
largo (pero camisa arremangada).
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