martes, agosto 14, 2012

Londres 2012: sin milagros, una delegación digna



Como cada cuatro años, el fin de los Juegos Olímpicos nos da una oportunidad para evaluar el desarrollo de nuestro deporte, que es parte integral de la cultura de una nación moderna.

Tomando en cuenta que la justa veraniega suele ser un escenario para que las potencias demuestren supremacía, y el historial olímpico mexicano, podemos decir sin temor a equivocarnos que en esta ocasión México llevó una delegación digna.

El calificativo no deriva principalmente de las medallas alcanzadas, ni mucho menos se deja llevar por la euforia del oro en futbol. Nace de una evaluación del desempeño general de los atletas que nos representaron.

Durante muchos años se malinterpretó la máxima del Barón Pierre de Coubertin, aquella que dice que “lo importante no es ganar, sino competir”, y se cambió el sentido de competir por el de participar. Lo importante es ser competitivos, aunque no siempre se gane. De eso se trata, no de andar regando vergüenzas.

La gran mayoría de los competidores mexicanos en los juegos de Londres calificaron a los mismos, en procesos a menudo difíciles. Son olímpicos con méritos. Sólo 10 de los 102 deportistas de la delegación se colaron con “marca B”, para satisfacer la meta burocrática de la Conade de enviar más de un centenar de atletas. De esa decena, sólo dos o tres hicieron un papel digno.

La Conade tuvo el acierto de no pronosticar medallas, sino finalistas (entendidos estos, normalmente, entre los primeros ocho de cada prueba). Es un asunto lógico: finalista es aquel con posibilidades de acceder al podio, por su calidad competitiva; la competencia en sí determina si ese finalista es medallista o no.

El pronóstico fue de 20 finalistas, y se superó ligeramente. Ahora bien, por simple estadística, eso debía significar –si la distribución de los finalistas se acercaba a una curva normal- entre 5 y 9 medallas, pero podían ser más o podían ser menos por razones circunstanciales. En 2012 se cumplió la media.

Es interesante constatar que, en esta ocasión, al oro correspondió un octavo lugar (Juan Luis Barrios, en 5 mil metros); que a las tres platas correspondieron otros tantos séptimos lugares (la dupla de trampolín sincronizado, el equipo femenil de tiro con arco, Iván García en plataforma), y así, de manera similar con los otros puestos.

En otras palabras, en unos Juegos Olímpicos puede haber sorpresas (buenas y malas, que de las dos tuvimos), lo que no puede haber son milagros. En Londres, México no salió en pos de milagros, y ese es un dato importante a tener en cuenta.

Y más allá de los finalistas, debo decir que fue agradable ver a mexicanos en competencia que, si bien no tenían posibilidades reales de triunfo, demostraron que tenían la capacidad y la aplicación para competir meritoriamente y para representarnos con dignidad.

No es casual que hayamos conseguido medallas en deportes en los que ha habido trabajo constante. México es desde hace años un país importante en tiro con arco –a pesar de que tiene pocos practicantes-; el trabajo en clavados se tradujo en un equipo muy fuerte –que puede debilitarse por pugnas intestinas-; todavía gozamos de cierta inercia en el taekwondo –que ya resiente merma por las divisiones y grillas- y la cuidadosa planificación en futbol, para optimizar nuestros amplios recursos humanos en ese deporte, rindió frutos dorados –una inversión en la que supieron no desesperarse y que rendirá cuantiosos dividendos económicos en el mediano plazo a la FMF-.

Tampoco es casual que deportes ampliamente practicados en nuestro país sigan con la sequía de medallas. Es el caso, en primer lugar, del atletismo y el boxeo, con federaciones desastradas. Pero también del ciclismo y el tenis, más ocupados en pequeñeces que en el desarrollo deportivo. O la natación, que fuera de los clavados no pinta más que para negocios particulares. Ni qué decir de los deportes de conjunto, algunos de ellos muy populares, en los que no se estuvo ni cerca de calificar. Ese claroscuro debe también verse. Hay un asunto sistémico (la relación Conade-COM-Codeme) que no ha sido resuelto, y que no podrá resolverse mientras algunos deportes estén controlados por camarillas que nada más miran a las ganancias (menores) de corto plazo, sin pensar a futuro.

Por su población y nivel de desarrollo económico y social, México no puede aspirar a estar dentro de las superpotencias, pero debería tener aproximadamente el doble de medallas de las que obtuvo en estos juegos. Eso significa que debería tener el doble de finalistas. Aspirar al medio centenar para 2016.

Hay inercias positivas. Una es la que dejaron los Juegos Panamericanos de Guadalajara. Otra, la cosecha de prospectos con esa gran idea de las Olimpiadas Juveniles. La tercera, la convicción –que los medios electrónicos se encargarán de reforzar- de que la mentalidad de las nuevas generaciones ha cambiado (enterrado está el espíritu del Jamaicón Villegas).

Estas inercias se pueden reforzar. Los Juegos Centroamericanos y del Caribe que se celebrarán en Veracruz en 2014 nos dan esa ventana, y el propósito debe ser derrotar a Cuba. El proyecto de las Olimpiadas Juveniles debe reforzarse con un amplio programa de educación física, que impulse la competencia desde la escuela primaria, con muchos más torneos interescolares. Los triunfos de nuestros deportistas deben servir para recordarnos que somos mucho más capaces y fuertes de lo que suelen decir los viejos agoreros atados al pasado.

También hay peligros. Uno es que el histórico triunfo en futbol nos pueda llevar a una cultura todavía más unideportiva, cuando en la pluralidad está el secreto del éxito. Otro peligro es la tentación de cambiarlo todo a partir del cambio de gobierno, y tirar el niño con el agua sucia.

Abordar un problema sistémico, como el del deporte, que es político, financiero, científico y de asignación óptima de recursos, es como fabricar un campeón olímpico. No es asunto de “echarle ganas”, ni de ocurrencias o discursos bonitos. No es un tema para empresarios. Tampoco para ex deportistas exitosos. Mucho menos para los medios. Es un asunto de planificación integral y de mucha negociación. Una tarea de auténtico pantalón largo (pero camisa arremangada).

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