Las
de 2012 resultaron ser unas elecciones difíciles para los encuestadores. A
diferencia de los procesos electorales de 2000 y 2006, la gran mayoría de las
mediciones hechas una semana o pocos días antes de la cita en las urnas
resultaron alejadas del resultado final en rangos por encima del margen de
error.
Es
cierto que las encuestas no son bolas de cristal capaces de adivinar el futuro
y –como insisten los expertos- simplemente toman una fotografía del instante.
Cierto,
también, que, por más que se maneje esa insistencia, más de un medio que las
contrata persiste en la lógica de la predicción, en una suerte de competencia.
Pero
es cierto, finalmente, que cuando es tan grande la distancia entre la opinión
pública medida y la opinión pública actuante –mediante su voto- pocos días
después, se hace necesario que las empresas demoscópicas revisen a fondo qué
fue lo que pasó, so pena de ver mermada su credibilidad como industria.
Para
ello, paradójicamente, los mejores instrumentos de análisis son las encuestas
mismas.
La
manera más fácil de sacarle el bulto al asunto es suponer que las mediciones
eran correctas y que, en la última semana –o incluso en el momento mismo de la
elección, hubo cambios en el electorado, ya sea porque los “indecisos” se
decidieron de modo sesgado hacia López Obrador o porque hubo cambios de
decisión de última hora.
Las
encuestas de salida sin duda ratificarán el aserto de que a AMLO le fue bien
entre los votantes que se decidieron al final, y que a Peña Nieto le fue mal.
Pero está claro, también, que la proporción de estos electores sólo explica una
parte del error, y no la más importante. ¿A qué se debió la otra?
Por
otra parte, la hipótesis de un error muestral no se sostiene. Por una parte,
varias de las encuestas de salida estuvieron mucho más cerca de los resultados finales,
y las muestras para definir las secciones (casillas) a seguir, se realizaron
con el mismo método con el que se hicieron las encuestas de seguimiento. Por la
otra, es poco creíble, por pura lógica, un error muestral que conlleva a sesgos
similares –sobrestimación del PRI, subestimación del PRD- en muchas empresas
encuestadoras diferentes. En cualquier caso, la influencia del error muestral
es menor, no generalizada y similar al pequeño sesgo que también se vio en
algunas encuestas de salida.
La
misma diferencia entre encuestas pre-electorales (erradas) y encuestas de
salida (acertadas) nos hace pensar que el problema tampoco está principalmente
en la tasa de rechazo. Si de manera sistemática una proporción mayor de
votantes por AMLO rechazara las encuestas, eso se hubiera reflejado también en
las de salida.
Esto
nos lleva, necesariamente, varios lustros de regreso, a preguntarnos si en las
encuestas electorales no basta con la información levantada, sino que hay que
hacer una depuración para distinguir el votante posible del votante probable.
Lo anterior implica no solamente hacer un análisis del comportamiento de los
“indecisos”, sino también de quienes afirman haberse decidido por algún
partido.
Según
las autoridades electorales, 62 por ciento de los ciudadanos en el padrón
asistió a las urnas el 1º de julio. Es seguro que el porcentaje de
participación real es ligeramente mayor, debido a que en el padrón, aunque
menos que antes, subsisten personas fallecidas o emigradas. Aún así, el
abstencionismo es muy superior al medido por las encuestas.
Así
que una de dos: o los “indecisos” son casi totalmente abstencionistas, o una
parte de quienes afirman inclinarse por algún candidato, al final terminarán
absteniéndose. O las dos cosas.
Ejercicios
realizados en procesos electorales anteriores indican que, efectivamente, la gran
mayoría de los indecisos termina absteniéndose; que, quienes sí votan, lo hacen
por partidos menores en proporción muy superior a la media y tendencialmente lo
hacen un poco menos por quien va adelante en las preferencias.
La
pregunta es: ¿se comportaron esta vez de manera diferente los indecisos? Si es así, ¿por qué? Por lo pronto, el único
dato que parecería sostener esa hipótesis fue la pérdida de la enorme ventaja
que tenía Peña Nieto entre los jóvenes y que casi se desvaneció el día de la
elección. Todos los demás apuntan a un comportamiento tradicional de los
indecisos.
¿Entonces?
Adelanto una hipótesis. Una parte de los entrevistados, que finalmente no fue a
votar, se decantó en las encuestas preelectorales por quien percibía iba
adelante en las preferencias.
Esto
explicaría, por ejemplo, no sólo por qué Peña Nieto resultó sobrestimado en las
encuestas preelectorales nacionales, sino también por qué lo mismo resultó con Miguel
Ángel Mancera e incluso con Andrés Manuel López Obrador, medido exclusivamente
en el Distrito Federal. (Vamos, si AMLO estaba sobrestimado en el DF,
evidentemente estaba muy subestimado fuera de la ciudad de México).
Diferentes
ejercicios demuestran que la mayor parte de los ciudadanos encuentra que la
mayoría de los familiares, vecinos y amigos votan por el mismo partido que
ellos. Esto implica la creación de conglomerados (si quieren podemos hablar de clusters sociales), en los que domina
una percepción… que no en todos los casos coincide con la realidad. El
ciudadano que dice que votará y después no vota, en realidad lo que hace al
responder es afirmar su pertenencia al cluster
social de sus familiares, amigos y conocidos. En esas circunstancias, el DF
resulta más perredista y el resto del país, más priista.
Surgirá
de inmediato la pregunta. ¿A poco es un fenómeno nuevo? ¿Por qué no tuvo efectos
en 2000 y 2006? La respuesta, creo yo, es clara: en 2000 y 2006 no se había
generado una percepción tan amplia sobre quién resultaría ganador de la
elección. De esa forma, la distribución de preferencias de los votantes
potenciales que a final de cuentas se abstuvieron, se asemejó mucho más a la
distribución final del voto.
En
fin, son muchos los temas, que tendrán que ser analizados y discutidos por los
expertos dentro de un clima de suspicacia que no va a ser fácil desterrar, al
menos en el corto plazo. Es importante que salgan conclusiones, porque existe
el riesgo para el gremio encuestador de que se quieran utilizar las fallas de
este proceso –y, como siempre, no se ven los aciertos- para limitar legalmente
la actividad de las empresas de opinión pública. Ya ven que en México se suele
regular lo que no se entiende.
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