Hacia finales
de año, llegó Arturo Guevara de paso por México. Platicó que había habido una
nueva visita de Heberto Castillo a Sinaloa, para tirar al Comité Estatal. Su
argumento, ahora, era que habíamos participado en la reunión de Popo Park (por
supuesto, hubo un militante mal escogido por los gordillistas, un veracruzano, que
fue de soplón). Otra vez había fallado en su intento, sólo que en esta ocasión
se fue encabronadísimo, llamando traidores a los compañeros y mostrándoles el
dedo índice. Hubo algún revuelo en el Comité (en particular de Jaime Palacios,
quien había sido excluído de las grillas con Gordillo) y decidieron hacer
algunos cambios. Entre ellos, Guevara dejaba la dirección, y volvía el Nono Vega, quien siempre jaló con
nosotros (meses más tarde, Mi René me
comentó que también había tenido que ver en esos cambios la conducción errática
de Guevara en las elecciones para rector de la UAS, que el Wally Meza perdió ante Jorge Medina Viedas).
Por mi
parte, yo estaba cada vez más metido en el grupo que hacía Solidaridad y con el
Consejo Sindical. De hecho, el fin de semana tras la llegada de Guevara habría
una encerrona de dos días en las instalaciones de la Maestría en Docencia
Económica (entonces en una casa al sur de la capital) para conformar un plan de
acción, con vistas a la formación de una agrupación política.
Ese fin
de semana, Guevara y su mujer fueron a Acapulco, a visitar a un hermano de él,
y Patricia se fue con ellos. Pasé esos dos días en amplias e interesantes discusiones
para dar forma a la agrupación. Y una noche redacté mi renuncia al PMT, que le
entregué a Guevara para que la llevara a Culiacán.
El
texto era de cinco cuartillas, y no agotaré al lector con todo su contenido.
Estaba dirigido a Víctor Arnoldo Vega Manjarrez, es decir al Nono. Iniciaba con un reconocimiento: “tuve
la satisfacción de ser compañero cercano de trabajo político del grupo de
militantes sinceros, honestos y revolucionarios, que conforma la dirección política
del PMT en Sinaloa” y luego hablaba de los problemas del partido.
El
primero era la inexistencia de debate interno, “una política deliberada de la
dirección nacional” que se convierte en “imposición de las posiciones de la
dirección frente a toda discrepancia” y “apunta –no casualmente- a la
autoperpetuación en el poder de la dirección nacional”.
Escribía
yo que, como consecuencia, “la unidad partidaria es forzada artificialmente”,
que “el aglutinante real es la confianza en la dirigencia”, se privilegia la
disciplina y se desperdician las experiencias valiosas de muchos militantes,
cuya creatividad se ve paulatinamente atrofiada. Terminaba señalando que “se ha
dado un proceso de sustitución del partido por la organización del partido, que
ha degenerado en la sustitución de la organización por el CN” Ya no seguí, pero
vendría la sustitución del CN por Heberto.
El
segundo punto era “la ausencia de una línea política que lleve a un proyecto
alternativo de sociedad.” Decía yo que nunca había quedado claro cómo y con
quién había que luchar por las distintas demandas del partido, a cuáles se les
daría prioridad y cómo se entrelazarían. El resultado: un partido ubicado en la
coyuntura, que se plantea “más como opositor al gobierno que como portavoz de
un proyecto alternativo de funcionamiento de la sociedad mexicana” y un trabajo
del CN más dedicado a la opinión pública que a la organización de masas.
El
tercero se refería a algunas divergencias políticas. Estaba yo en contra de “sostener
públicamente posiciones maniqueas, ver el país en blanco y negro extremos”.
Concluía que “esto lleva al dogmatismo y al maximalismo radical más estériles”.
Escribí:
“No se puede decir impunemente –en términos de eficacia política- que el
Sistema Alimentario Mexicano es, simple y sencillamente, una trampa del
gobierno burgués… que el Congreso del Trabajo es un órgano de la burguesía
(¿Hay sólo una burguesía en México, el Estado burgués mexicano es un simple
transmisor de decisiones que hace esa única burguesía en sus reuniones
maquiavélicas, el Congreso del Trabajo es sólo un siervo fiel del gobierno?...”
Había “una obcecada falta de tacto político” porque “se ha confundido la
necesaria verticalidad en los principios con un purismo mal entendido, que
vacía de significado el quehacer político”.
El texto terminaba con unas aclaraciones sobre la tendencia de Gordillo, señalaba que el papel "objetivo" del Comité Estatal de Sinaloa había sido "mediar entre la tendencia citada y el compañero Heberto Castillo" y hacía una breve referencia a las acusaciones personales de Heberto, de que yo había contribuido "a socavar la unidad del partido", lo que negué rotundamente. Está fechada al 19 de diciembre de 1980.
Los
ochenta se instalan
La
victoria de las Aapaunam reseñada hace poco era una pata del trípode maldito
que, con harta dosis de humor ácido, pronosticaba Raimundo Arroio para los años
ochenta: Reagan en EU, las Aapaunam en el recuento y Jorge Jiménez Espriú en
Rectoría. Sólo dos patas de ese trípode se sostuvieron, y la tercera al final
no fue tan relevante, porque el nuevo rector, el doctor Octavio Rivero Serrano,
no se destacó por nada y sólo administró la drástica disminución del subsidio
que sufriría la UNAM.
Lo
verdaderamente importante fue la elección de Reagan (no es que Jimmy Carter
fuera santo de mi devoción, y hasta uno de izquierda se daba cuenta de que EU
se había debilitado durante su mandato), que significó un importante giro a
nivel mundial, con implicaciones económicas, políticas, socioculturales y hasta
estéticas. Una década color pastel, en la que los grandes corrieron mucho y los
demás nos quedamos atrás, en la que la crisis fiscal del Estado de bienestar
que había dominado la etapa de crecimiento de posguerra se hizo definitiva, en
México se desataría una crisis económica terrible, una hidra cuya cabeza
principal fue la inflación desbocada que pulverizó salarios (entre ellos, el
mío), y habría, además, otros cataclismas en el pàís, como el terremoto, la
dominación absoluta de la peor cultura Televisa (lo de hoy es ligerito,
créanme) y ese plomo llamado Miguel de la Madrid.
A mí me
cayó el veinte de que las cosas estaban cambiando, y no para bien, cuando una
noche de un lunes de diciembre –tras haber escuchado música alternativa con
Estelota y haber platicado largo rato de Bataille y La Historia del Ojo, mientras ella me daba aventón a la casa-, me
puse a ver el futbol americano por la tele. En eso, que Jorge Berry dice que
desde Nueva York llega una muy mala noticia para los amantes de la música. Hizo
una pausa dramática de pocos segundos (“se murió Leonard Bernstein”, pensé en
esos momentos, quién sabe por qué), para al final decir: asesinaron a John
Lennon.
Puta
madre. The dream is over. Habría
cosas maravillosas en los años ochenta (en primer lugar, el nacimiento de mis
dos hijos mayores), pero buena parte de la década queda envuelta en mi memoria
por la percepción de que algo sepultaba, de manera abrupta y persistente a la
vez, mis sueños de adolescente.
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