viernes, julio 22, 2011

La ciudad oculta y la penúltima verdad

Una de las noticias más extrañas recibidas en torno al desmoronamiento de la Unión Soviética fue la publicación, por la revista Argumenti e Fakti, de un reportaje que describía la existencia de una enorme ciudad subterránea debajo de Moscú, capaz de albergar a 120 mil personas, con comedores, cines, teatros y centros de diversión, educación y deporte. Esta ciudad sería ocupada por miembros de la nomenklatura y sus familias en caso de un invierno nuclear provocado por una guerra atómica.

La noticia parece tener poco fundamento. La nueva dirección rusa es capaz de convertir el cadáver de Lenin en un show internacional; si la ciudad fuera real, también sería capaz de presentarla como atractivo turístico. Todo tiene fuerte sabor a ciencia-ficción.
Hay una novela de Philip K. Dick, titulada La penúltima verdad, en la que sucede exactamente lo contrario de lo que publica Argumenti e Fakti. Las distintas naciones construyen refugios atómicos en previsión de una guerra nuclear; cuando ésta da inicio, las masas ocupan estos refugios sellados, en los que también hay fábricas. La guerra nuclear es limitada y pronto grandes porciones de la tierra pueden volver a ser habitadas, sólo que las nomenklaturas de las potencias se ponen de acuerdo para no avisar al populacho que la guerra ha terminado.

Unos cuantos privilegiados ocupan la tierra mientras los pueblos trabajan sepultados, produciendo y sacrificándose para ganar una guerra que hace años terminó. Esta idea capturó la imaginación de miles de lectores en la época en la que la novela fue publicada (1964), apenas dos años después de la famosa “crisis de los misiles” en Cuba.

Pero hay una idea tal vez más inquietante para las mentes modernas. En La penúltima verdad, el trabajo esencial de los habitantes de la superficie es convencer a los que están en las ciudades subterráneas de la importancia de mantenerse allí, trabajando, sin ver la luz del sol. Deben decirles que su sacrificio es útil y necesario. Son profesionales de la comunicación y se llaman a sí mismos Yance-men, porque el antiguo presidente, Yancey Talbott ha sido sustituido por un androide y ellos son los que lo dotan de imagen, movimiento, palabras, ideas. Ellos, los publicistas, son Yancey.

La clave de la novela es que será precisamente un Yance-man, que conoce de cerca el poder, el único capaz de sacar efectivamente a los cautivos de la oscuridad en la que los tiene la propaganda (otros opositores, con lógica más agresiva, no correrán la misma suerte). Sabiendo dirigir sus mensajes, haciendo plural a Yancey Talbott, se convierte en el único Yancey, en un líder auténtico a la luz del sol.

Muchas sociedades del siglo XX han pretendido, de manera directa (como en el fascismo), velada pero tajante (como en los fallecidos regímenes autoritarios de Europa del Este) o maquillada (como a menudo sucede en Estados Unidos) propiciar la uniformidad en el pensamiento. Buscan siempre un enemigo visible (el imperialismo, la subversión, el comunismo) para poder prometer un tarro de mermelada para mañana y nunca dar mermelada (de consumos o de libertad) hoy. La uniformidad en los medios de comunicación es, casi siempre, garantía de que hay una “penúltima verdad”, algo más que un persuasor oculto.

Tal vez no exista físicamente la ciudad secreta bajo Moscú. Pero espiritualmente existió. El engaño fabuloso sobre las infinitas bondades del socialismo real y las exageraciones acerca de los defectos del sistema rival fueron capaces de mantener bajo tierra a millones de nuevas almas muertas… no pocas de las cuales resurgieron como un Lázaro ciego y vengativo.

De ahí que la base para la consolidación de sociedades modernas exitosas, capaces de estar unidas en lo fundamental, sin desgarramientos, sea la garantía de información plural y la minimización de la propaganda. La auténtica unidad requiere del cabal reconocimiento a la diversidad: esa es una lección que todo comunicador –Yance-man o no- debe aprender.


Postscriptum: las verdaderas ciudades ocultas

Este texto mío fue publicado en El Nacional Dominical 87, con fecha 19 de enero de 1992. En agosto de ese año, la revista Time recogió la historia, a partir de las declaraciones de un ex agente de la KGB, quien afirmaba haber tomado parte en la construcción del enorme complejo. La explicación de por qué no había salido a la luz era que había desmantelado poco a poco en años anteriores.
Al año siguiente apareció una novela de Vladimir Gonik, titulada Preispodniaia (Bajomundo), sobre esta ciudad, llamada Metro-2. El autor comentó que al menos durante los veinte años previos corrieron rumores acerca de la ciudad-bunker, que tenía hasta su propia línea del Metro. Según Gonik, a principios de los años setenta, Leonid Brezhnev en persona visitó la zona, y a cada miembro del Comité Central del PCUS le tocaba un apartamento de 180 metros cuadrados, con estudio, sala, cocina y baño.
Según otras fuentes, menos dadas a la ciencia-ficción, en la elegante zona de Ramenki hay un enorme bunker subterráneo, en el que podrían caber 15 mil personas, y en el que pudo haberse alojado la casta dominante soviética en la eventualidad de una guerra.  
Es el conocido mecanismo de los rumores en sociedades cerradas. Hay algo de verdad, que es agigantado y distorsionado hasta dimensiones fantasiosas por la población, precisamente porque no hay transparencia ni diversidad informativa. La exageración es hija de un pueblo que percibe una sociedad drásticamente dividida entre “ellos, los poderosos” y “nosotros, los impotentes”.   


Dos años más tarde, en 1995, apareció la película Underground (1995), de Emir Kusturica, que combina, de manera exuberante, la hipótesis de la penúltima verdad de Philip K. Dick (el pueblo engañado que vive bajo tierra por una guerra que ya terminó) con el cinismo de cierta dirigencia comunista. De esta magnífica alegoría, hay un personaje tristísimo: el niño que nació el día en que el pueblo resistente entró al bunker y que, ya adolescente, en sus pocas horas de vida sobre la superficie, confunde el sol con la luna.




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