Una de las noticias más extrañas recibidas
en torno al desmoronamiento de la Unión Soviética fue la publicación, por la
revista Argumenti e Fakti, de un
reportaje que describía la existencia de una enorme ciudad subterránea debajo
de Moscú, capaz de albergar a 120 mil personas, con comedores, cines, teatros y
centros de diversión, educación y deporte. Esta ciudad sería ocupada por
miembros de la nomenklatura y sus
familias en caso de un invierno nuclear provocado por una guerra atómica.
La noticia parece tener poco fundamento. La
nueva dirección rusa es capaz de convertir el cadáver de Lenin en un show
internacional; si la ciudad fuera real, también sería capaz de presentarla como
atractivo turístico. Todo tiene fuerte sabor a ciencia-ficción.
Hay una novela de Philip K. Dick, titulada
La penúltima verdad, en la que sucede exactamente lo contrario de lo que
publica Argumenti e Fakti. Las
distintas naciones construyen refugios atómicos en previsión de una guerra nuclear;
cuando ésta da inicio, las masas ocupan estos refugios sellados, en los que
también hay fábricas. La guerra nuclear es limitada y pronto grandes porciones
de la tierra pueden volver a ser habitadas, sólo que las nomenklaturas de las potencias se ponen de acuerdo para no avisar
al populacho que la guerra ha terminado.
Unos cuantos privilegiados ocupan la tierra
mientras los pueblos trabajan sepultados, produciendo y sacrificándose para
ganar una guerra que hace años terminó. Esta idea capturó la imaginación de
miles de lectores en la época en la que la novela fue publicada (1964), apenas
dos años después de la famosa “crisis de los misiles” en Cuba.
Pero hay una idea tal vez más inquietante
para las mentes modernas. En La penúltima
verdad, el trabajo esencial de los habitantes de la superficie es convencer
a los que están en las ciudades subterráneas de la importancia de mantenerse
allí, trabajando, sin ver la luz del sol. Deben decirles que su sacrificio es
útil y necesario. Son profesionales de la comunicación y se llaman a sí mismos Yance-men, porque el antiguo presidente,
Yancey Talbott ha sido sustituido por un androide y ellos son los que lo dotan
de imagen, movimiento, palabras, ideas. Ellos, los publicistas, son Yancey.
La clave de la novela es que será
precisamente un Yance-man, que conoce
de cerca el poder, el único capaz de sacar efectivamente a los cautivos de la
oscuridad en la que los tiene la propaganda (otros opositores, con lógica más
agresiva, no correrán la misma suerte). Sabiendo dirigir sus mensajes, haciendo
plural a Yancey Talbott, se convierte en el único Yancey, en un líder auténtico
a la luz del sol.
Muchas sociedades del siglo XX han
pretendido, de manera directa (como en el fascismo), velada pero tajante (como
en los fallecidos regímenes autoritarios de Europa del Este) o maquillada (como
a menudo sucede en Estados Unidos) propiciar la uniformidad en el pensamiento.
Buscan siempre un enemigo visible (el imperialismo, la subversión, el
comunismo) para poder prometer un tarro de mermelada para mañana y nunca dar
mermelada (de consumos o de libertad) hoy. La uniformidad en los medios de
comunicación es, casi siempre, garantía de que hay una “penúltima verdad”, algo
más que un persuasor oculto.
Tal vez no exista físicamente la ciudad
secreta bajo Moscú. Pero espiritualmente existió. El engaño fabuloso sobre las
infinitas bondades del socialismo real y las exageraciones acerca de los
defectos del sistema rival fueron capaces de mantener bajo tierra a millones de
nuevas almas muertas… no pocas de las cuales resurgieron como un Lázaro ciego y
vengativo.
De ahí que la base para la consolidación de
sociedades modernas exitosas, capaces de estar unidas en lo fundamental, sin
desgarramientos, sea la garantía de información plural y la minimización de la
propaganda. La auténtica unidad requiere del cabal reconocimiento a la
diversidad: esa es una lección que todo comunicador –Yance-man o no- debe
aprender.
Postscriptum: las verdaderas ciudades
ocultas
Este texto mío fue publicado en El Nacional Dominical 87, con fecha 19
de enero de 1992. En agosto de ese año, la revista Time recogió la historia, a partir de las declaraciones de un ex
agente de la KGB, quien afirmaba haber tomado parte en la construcción del
enorme complejo. La explicación de por qué no había salido a la luz era que
había desmantelado poco a poco en años anteriores.
Al año siguiente apareció una novela de
Vladimir Gonik, titulada Preispodniaia (Bajomundo),
sobre esta ciudad, llamada Metro-2. El autor comentó que al menos durante los
veinte años previos corrieron rumores acerca de la ciudad-bunker, que tenía
hasta su propia línea del Metro. Según Gonik, a principios de los años setenta,
Leonid Brezhnev en persona visitó la zona, y a cada miembro del Comité Central
del PCUS le tocaba un apartamento de 180 metros cuadrados, con estudio, sala,
cocina y baño.
Según otras fuentes, menos dadas a la
ciencia-ficción, en la elegante zona de Ramenki hay un enorme bunker
subterráneo, en el que podrían caber 15 mil personas, y en el que pudo haberse
alojado la casta dominante soviética en la eventualidad de una guerra.
Es el conocido mecanismo de los rumores en
sociedades cerradas. Hay algo de verdad, que es agigantado y distorsionado
hasta dimensiones fantasiosas por la población, precisamente porque no hay transparencia
ni diversidad informativa. La exageración es hija de un pueblo que percibe una
sociedad drásticamente dividida entre “ellos, los poderosos” y “nosotros, los
impotentes”.
Dos años más tarde, en 1995, apareció la
película Underground (1995), de Emir Kusturica, que combina, de manera
exuberante, la hipótesis de la penúltima verdad de Philip K. Dick (el pueblo
engañado que vive bajo tierra por una guerra que ya terminó) con el cinismo de
cierta dirigencia comunista. De esta magnífica alegoría, hay un personaje
tristísimo: el niño que nació el día en que el pueblo resistente entró al bunker
y que, ya adolescente, en sus pocas horas de vida sobre la superficie, confunde
el sol con la luna.
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