Cuando mi hijo Rayo tenía 6 años y jugaba en Pumitas, en
su equipo Conejos jugaba una niña,
Lupita. Eran años en los que no había ligas femeninas de futbol infantil y unas
pocas niñas atrevidas competían con sus coetáneos varones.
A partir de la temporada 1988, Conejos –más tarde convertido en Panteras, al llegar a la categoría 8-9- se convirtió en uno de los
equipos más temibles. Sólo uno o dos podían hacerle frente sin terminar
goleados. Lupita era pieza importante en la recuperación de medio campo. En
promedio había una niña por equipo y las había de todo tipo: malas, regulares,
buenas (como Lupita) y un par de cracs. Cuando se armó una selección de Pumitas
para ir a Guadalajara y enfrentarnos a Chivas y Atlas, la portera original era
una niña.
Habrá sido en 1991, cuando ya eran Zenzontles y estaban en la categoría 10-11, que Lupita sufrió una
baja de juego considerable y que pocos nos explicábamos. A media temporada
salió el peine: el monitor del equipo le exigía menos, no la reprendía ni la
corregía y le aplaudía cualquier pasecito bien dado. La trataba diferente, de
manera condescendiente, porque era niña. Antes de finalizar el año, Lupita
defeccionó de Pumitas y probablemente del futbol.
Este recuerdo me vino a la mente después de escuchar la
narración de los locutores de Televisa en el partido México – Nueva Zelanda, dentro
del Mundial Femenil de Futbol que se desarrolla en Alemania. Un partido parejo,
en el que las mexicanas manejaban mejor el balón pero cedían terreno a las
oceánicas, era narrado como de gran dominio mexicano. Si la mexicana erraba elementalmente
un pase, decían “la neozelandesa se cruza”; si mandaba el centro a ningún lado,
“le salió un poquito largo” y un largo etcétera.
El Tri femenil iba ganando 2-0 y, aunque dependía de otro
resultado para calificar a cuartos de final, estaba haciendo historia al
conseguir su primera victoria en Mundiales. En el último cuarto de hora, las
neozelandesas cada vez tenían más control del balón, aunque eran muy imprecisas
al acercarse al área mexicana, las nuestras rara vez alcanzaban a salir y
rebasar media cancha, mientras los locutores ensalzaban a las jugadoras nacionales
y pedían al público televidente (el que se había interesado en el campeonato
femenil) que “dejaran a sus hijas jugar
futbol”, como si estuviéramos en los años 80. La misma petición hicieron a escuelas
y universidades, como si México fuera Afganistán.
Lo que tenía que
pasar, pasó. La escuadra que estaba insistiendo anotó el gol del descuento al
agonizar el tiempo regular. Nuestros locutores televisos ni se inmutaron,
siguieron regando flores con su micrófono y cantando la victoria histórica, a
pesar de que el equipo mexicano, a ojos vista, se había terminado de desdibujar.
En los minutos de reposición, en un descuido imperdonable de la defensa, las
rivales consiguieron el empate, que les supo a victoria y que resultó muy
amargo para las mexicanas y para los aficionados… pero no para los locutores,
que siguieron hablando del esfuerzo de nuestras chicas, de las condiciones
difíciles en las que trabajan, de lo maravillosas que son. ¿Les metieron dos
goles en tres minutos? No importa, son niñas. La misma tónica condescendiente y
paternalista se repitió en los noticieros deportivos y en las secciones de
deportes de la información general de la tele.
En lo personal, creo que las mexicanas dieron un gran
partido ante Inglaterra, se cayeron mentalmente ante Japón y lo volvieron a
hacer ante una escuadra inferior, la de Nueva Zelanda. A ratos se
desconcentraban y, sin una disciplina táctica constante y obsesiva, es difícil
triunfar.
Pero también es difícil hacerlo en un ambiente periodístico que las trata como aquel monitor trataba a Lupita. Toda sobreprotección es dañina. En este caso esconde un machismo inveterado que no se atreve a decir su nombre. Las jugadoras merecen una felicitación, pero también las críticas que las ayudarán a competir mejor la próxima vez. No les regalan las críticas. Total, son niñas.
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