El
caso del tabloide News of the World y
la rápida caída en desgracia del magnate Rupert Murdoch dan para una reflexión
más amplia sobre el papel de los medios en las democracias modernas.
Nos
hemos enterado –o, más precisamente, se ha comprobado legalmente- que parte de
la política editorial del periódico británico consistía en intervenir teléfonos
y sobornar policías para obtener exclusivas y no ser perseguidos. Las
exclusivas se transformaban en lectores, en anunciantes y en grandes ganancias.
Pero
mal haríamos en suponer que los intereses del grupo editorial transnacional que
encabeza Murdoch se limitan exclusivamente a la maximización de ganancias y la
búsqueda de la expansión de su imperio empresarial. Mal haríamos, también, en
suponer que el asunto se queda sólo en los malos manejos éticos de un
empresario sin escrúpulos.
Es
un asunto político, que aborda la relación entre los grandes medios de
comunicación y el poder, que en estos tiempos, y no sólo en Gran Bretaña, se ha
vuelto simbiótica y perversa.
Recordemos
que la buena estrella del magnate australiano se hizo refulgente cuando
Margaret Thatcher le dio el control del 40 por ciento de los medios británicos,
a cambio del ferviente apoyo editorial a las políticas de la Dama de Hierro. Recordemos que Tony
Blair utilizó a Murdoch para ganar algo de apoyo a la intervención británica en
Irak. Tengamos en cuenta, finalmente, que la relación entre las publicaciones de Murdoch y los
laboristas, a menudo difícil, se rompió de manera definitiva cuando Gordon
Brown se convirtió en primer ministro.
Esta
relación se reproduce en muchas otras partes del mundo. Magnates y políticos
que aparentemente son amigos, pero que en realidad están en una alianza de
intereses. Los políticos aprecian que los medios apuntalen el status quo, y sus
propias carreras personales, pero al mismo tiempo los ven como una posible
amenaza a través de su capacidad de lanzar campañas de desprestigio. Los políticos
suelen sobredimensionar el poder de los medios. Creen que éstos pueden llevar a
pasear a la población.
Un
ejemplo dramático de esto lo vivió el propio Gordon Brown. El ex primer
ministro cree que News Corp. hackeó
sus archivos bancarios, médicos y quizá también los fiscales. Declaró que llegó
a las lágrimas cuando Rebekah Brooks, entonces editora de The Sun, le habló por teléfono para decirle que ese periódico
revelaría que su hijo de cuatro años, Fraser, tenía fibrosis quística. Y sin
embargo, poco después, Brown asistió a la boda de Brooks. De seguro consideró
que ella era demasiado poderosa para que la ninguneara un primer ministro en
busca de reelección.
Ahora,
esa Fata Morgana del periodismo sensacionalista está bajo juicio, y el imperio
de Murdoch, si bien está todavía lejos de desmoronarse, evidentemente ya rebasó
su zenit, y se dirige hacia la decadencia.
Extraña
un poco la rapidez con la que se ha precipitado la situación. Pero hay razones
de fondo que lo explican.
La
primera es la existencia de un periodismo serio de investigación, propio de una
democracia. Durante años, The Guardian,
periódico rival del Times londinense
propiedad de Murdoch, estuvo denunciando las prácticas ilícitas y poco éticas
del periodismo-basura que ejercían The
Sun, News of the World y otras
publicaciones. Fue creando conciencia, poco a poco.
La
segunda es que hubo una historia que unió a toda una nación en la aflicción. La
de Milly Dowler, la niña que fue secuestrada y asesinada y cuyo teléfono
celular fue intervenido por la gente de News
of the World. Cuando se supo, terminó de sumarse la masa crítica y la
indignación popular tumbó anunciantes, despertó a los políticos adormilados y les
hizo sacudirse de la extorsión que sufrían. La gran audiencia se volvió en
contra de los aprendices de brujo.
La
tercera es la capacidad de las instituciones para reaccionar. El caso fue llevado a tribunales, revisado, y
el periódico fue castigado.
Se
obligó a los responsables periodísticos a rendir cuentas (nada de ampararse en
una abstracta libertad de expresión) y las autoridades parecen dispuestas a
llevar la investigación hasta sus últimas consecuencias (no se limitan a
declarar que lo harán).
Es
obvio, reiteramos, que con este escándalo no muere el periodismo amarillista y impúdico
que ha proliferado en años recientes en todo el mundo, y que desplaza a la
información de calidad. Sigue vigente la creencia de que venden más la
dramatización y el chantaje, de que no hay que apelar a la inteligencia de lectores,
radioescuchas y televidentes, sino a sus sentimientos y a sus instintos
primarios. De que hay que seducir, en vez de convencer.
Es
un tipo de periodismo que conocemos. Basta con sintonizar la mayoría de las
emisiones de la televisión abierta mexicana.
Es
un periodismo que no muere, pero que ha demostrado no ser indestructible. Ahora
se ha visto que News Corp. es un tigre de papel. No es el único monopolio de
medios que aparenta más fuerza de la que tiene.
También
se ha visto que quien consiente el abuso, está destinado a sufrir las
consecuencias. Sean personajes políticos, celebridades, o las sociedades
enteras, cuya política se ve envenenada por la perversa colusión de intereses.
Pero
quien es capaz de resistirse, termina por ganar mucha credibilidad ante el
público. En el caso británico, instituciones como el parlamento, la BBC y hasta
la familia real salieron bien libradas y fortalecidas del escándalo del
periodismo-basura. También salió
fortalecida la democracia.
Cosas
que pasan del otro lado del Atlántico. Pero podrían –algún día, se vale soñar-
también pasar aquí.
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