martes, julio 26, 2011

Mitos Geniales VIII: Boris Vladimirovich Mochalov (Biopics)


En el brindis navideño de 1980 en la Facultad apareció un señor muy rojo, con un traje gris lamparroso, que le quedaba ancho, acompañado por un jovencito rubio. El hombre se puso a hablar un rato con Raimundo Arroio, se despidió, se fue, y el joven lo siguió, unos pasos detrás. El hombre era un agregado de la embajada soviética en México, y traía a presentar a un estudiante moscovita, que iba a hacer su tesis de licenciatura sobre la inversión extranjera en nuestro país, apoyado por el CEDEM, que en esas fechas encabezaba Arroio.
-Haga usted que trabaje bien, y si se porta mal, me lo reporta inmediatamente –había dicho en tono severo el diplomático soviético, según la versión de Raimundo.
Así apareció en la Facultad, por unos meses, Boris Vladimirovich Mochalov. Ocupó el cubículo de uno de los colegas que estaba de año sabático. Preguntó por el horario y Raimundo, por no dejar, le dijo que era de 9 a 3 y de 5 a 7. Llegaba, enfundado en su trajecito, a las 9 en punto y cumplía el horario con rigor (no se pasaba, lo que significa que no era, precisamente, un stajanoviano). Saludaba muy atento a los profesores, pero sólo hablaba, y poquito, con los ayudantes de investigador: Estela Ramírez (Estelota) y el secretario técnico, cuyo nombre no recuerdo.
El caso es que a las pocas semanas los profesores de carrera nos hartamos de lo bien portadito del tal Boris. Se sentía uno mal de estar las horas cotorreando con los colegas en el cubículo mientras este pinche rusito leía y leía documentos. Demandamos al coordinador del Centro que lo pusiera en cintura. Raimundo –que también lo alucinaba un poco- le dijo, “mira, tú ves que aquí los profesores no vienen de traje y corbata, y que llegan y se van a distintas horas; tú también puedes hacerlo”.
-Gracias, muchas gracias –exclamó Boris, mientras tomaba con ambas manos la de Raimundo. Temimos que quisiera besarlas.
Al día siguiente, Mochalov llegó a las 9:05, con una gran sonrisa, vestido en una combinación de mezclilla que rara vez se quitó. Y se fue unos minutos después de las 7.
Estelota lo chingaba: le decía que era Boris Malosnov, y que había dejado en Moscú a su novia Natasha Fatal. Alguna vez le preguntó qué le parecía la ciudad de México.
-Muy bonita, pero es un caos.
-Kaos es la organización para la que trabajas, no te hagas.
-No te entiendo.
-Sí, tú eres un espía. Confiesa.
-No, los espías soviéticos se llaman Serguei –y esbozó una sonrisita.
En una ocasión, decidimos gastarle una broma. Se votaba para el Colegio de Profesores o para el Consejo Técnico, y quisimos que pretendiera ir a votar.
-Mira Boris, te voy a explicar lo que es la democracia burguesa –dijo Raimundo-. Hoy hay unas elecciones muy importantes en la Facultad. Hay dos planillas. En una están las fuerzas progresistas y revolucionarias. Esa planilla se llama Unidad Democrática. En la otra, los maoístas, los troskistas y los enemigos del proletariado. Tú vas a ir a la casilla, donde estará Pancho (es decir, yo) que es nuestro representante. Los enemigos del proletariado no van a querer que votes, pero si Pancho logra convencerlos, tienes que poner una cruz donde dice Unidad Democrática. Si no lo haces y votas por la otra planilla, te reporto con la embajada inmediatamente. ¿Entendiste?
-Sí, entendí.
-Y ahora ¿qué te parece la democracia burguesa?
-Muy parecida a la democracia proletaria.
Por supuesto, los maoístas, troskistas y demás enemigos del proletariado no dejaron votar al pobre Boris.
Y también, claro está, Boris hizo lo imposible por prolongar otros meses su estancia en México (es que era una investigación muy ardua). La verdad, le gustó el “caos”.

viernes, julio 22, 2011

La ciudad oculta y la penúltima verdad

Una de las noticias más extrañas recibidas en torno al desmoronamiento de la Unión Soviética fue la publicación, por la revista Argumenti e Fakti, de un reportaje que describía la existencia de una enorme ciudad subterránea debajo de Moscú, capaz de albergar a 120 mil personas, con comedores, cines, teatros y centros de diversión, educación y deporte. Esta ciudad sería ocupada por miembros de la nomenklatura y sus familias en caso de un invierno nuclear provocado por una guerra atómica.

La noticia parece tener poco fundamento. La nueva dirección rusa es capaz de convertir el cadáver de Lenin en un show internacional; si la ciudad fuera real, también sería capaz de presentarla como atractivo turístico. Todo tiene fuerte sabor a ciencia-ficción.
Hay una novela de Philip K. Dick, titulada La penúltima verdad, en la que sucede exactamente lo contrario de lo que publica Argumenti e Fakti. Las distintas naciones construyen refugios atómicos en previsión de una guerra nuclear; cuando ésta da inicio, las masas ocupan estos refugios sellados, en los que también hay fábricas. La guerra nuclear es limitada y pronto grandes porciones de la tierra pueden volver a ser habitadas, sólo que las nomenklaturas de las potencias se ponen de acuerdo para no avisar al populacho que la guerra ha terminado.

Unos cuantos privilegiados ocupan la tierra mientras los pueblos trabajan sepultados, produciendo y sacrificándose para ganar una guerra que hace años terminó. Esta idea capturó la imaginación de miles de lectores en la época en la que la novela fue publicada (1964), apenas dos años después de la famosa “crisis de los misiles” en Cuba.

Pero hay una idea tal vez más inquietante para las mentes modernas. En La penúltima verdad, el trabajo esencial de los habitantes de la superficie es convencer a los que están en las ciudades subterráneas de la importancia de mantenerse allí, trabajando, sin ver la luz del sol. Deben decirles que su sacrificio es útil y necesario. Son profesionales de la comunicación y se llaman a sí mismos Yance-men, porque el antiguo presidente, Yancey Talbott ha sido sustituido por un androide y ellos son los que lo dotan de imagen, movimiento, palabras, ideas. Ellos, los publicistas, son Yancey.

La clave de la novela es que será precisamente un Yance-man, que conoce de cerca el poder, el único capaz de sacar efectivamente a los cautivos de la oscuridad en la que los tiene la propaganda (otros opositores, con lógica más agresiva, no correrán la misma suerte). Sabiendo dirigir sus mensajes, haciendo plural a Yancey Talbott, se convierte en el único Yancey, en un líder auténtico a la luz del sol.

Muchas sociedades del siglo XX han pretendido, de manera directa (como en el fascismo), velada pero tajante (como en los fallecidos regímenes autoritarios de Europa del Este) o maquillada (como a menudo sucede en Estados Unidos) propiciar la uniformidad en el pensamiento. Buscan siempre un enemigo visible (el imperialismo, la subversión, el comunismo) para poder prometer un tarro de mermelada para mañana y nunca dar mermelada (de consumos o de libertad) hoy. La uniformidad en los medios de comunicación es, casi siempre, garantía de que hay una “penúltima verdad”, algo más que un persuasor oculto.

Tal vez no exista físicamente la ciudad secreta bajo Moscú. Pero espiritualmente existió. El engaño fabuloso sobre las infinitas bondades del socialismo real y las exageraciones acerca de los defectos del sistema rival fueron capaces de mantener bajo tierra a millones de nuevas almas muertas… no pocas de las cuales resurgieron como un Lázaro ciego y vengativo.

De ahí que la base para la consolidación de sociedades modernas exitosas, capaces de estar unidas en lo fundamental, sin desgarramientos, sea la garantía de información plural y la minimización de la propaganda. La auténtica unidad requiere del cabal reconocimiento a la diversidad: esa es una lección que todo comunicador –Yance-man o no- debe aprender.


Postscriptum: las verdaderas ciudades ocultas

Este texto mío fue publicado en El Nacional Dominical 87, con fecha 19 de enero de 1992. En agosto de ese año, la revista Time recogió la historia, a partir de las declaraciones de un ex agente de la KGB, quien afirmaba haber tomado parte en la construcción del enorme complejo. La explicación de por qué no había salido a la luz era que había desmantelado poco a poco en años anteriores.
Al año siguiente apareció una novela de Vladimir Gonik, titulada Preispodniaia (Bajomundo), sobre esta ciudad, llamada Metro-2. El autor comentó que al menos durante los veinte años previos corrieron rumores acerca de la ciudad-bunker, que tenía hasta su propia línea del Metro. Según Gonik, a principios de los años setenta, Leonid Brezhnev en persona visitó la zona, y a cada miembro del Comité Central del PCUS le tocaba un apartamento de 180 metros cuadrados, con estudio, sala, cocina y baño.
Según otras fuentes, menos dadas a la ciencia-ficción, en la elegante zona de Ramenki hay un enorme bunker subterráneo, en el que podrían caber 15 mil personas, y en el que pudo haberse alojado la casta dominante soviética en la eventualidad de una guerra.  
Es el conocido mecanismo de los rumores en sociedades cerradas. Hay algo de verdad, que es agigantado y distorsionado hasta dimensiones fantasiosas por la población, precisamente porque no hay transparencia ni diversidad informativa. La exageración es hija de un pueblo que percibe una sociedad drásticamente dividida entre “ellos, los poderosos” y “nosotros, los impotentes”.   


Dos años más tarde, en 1995, apareció la película Underground (1995), de Emir Kusturica, que combina, de manera exuberante, la hipótesis de la penúltima verdad de Philip K. Dick (el pueblo engañado que vive bajo tierra por una guerra que ya terminó) con el cinismo de cierta dirigencia comunista. De esta magnífica alegoría, hay un personaje tristísimo: el niño que nació el día en que el pueblo resistente entró al bunker y que, ya adolescente, en sus pocas horas de vida sobre la superficie, confunde el sol con la luna.




martes, julio 19, 2011

La caída del tigre británico de papel


El caso del tabloide News of the World y la rápida caída en desgracia del magnate Rupert Murdoch dan para una reflexión más amplia sobre el papel de los medios en las democracias modernas.

Nos hemos enterado –o, más precisamente, se ha comprobado legalmente- que parte de la política editorial del periódico británico consistía en intervenir teléfonos y sobornar policías para obtener exclusivas y no ser perseguidos. Las exclusivas se transformaban en lectores, en anunciantes y en grandes ganancias.

Pero mal haríamos en suponer que los intereses del grupo editorial transnacional que encabeza Murdoch se limitan exclusivamente a la maximización de ganancias y la búsqueda de la expansión de su imperio empresarial. Mal haríamos, también, en suponer que el asunto se queda sólo en los malos manejos éticos de un empresario sin escrúpulos.

Es un asunto político, que aborda la relación entre los grandes medios de comunicación y el poder, que en estos tiempos, y no sólo en Gran Bretaña, se ha vuelto simbiótica y perversa.

Recordemos que la buena estrella del magnate australiano se hizo refulgente cuando Margaret Thatcher le dio el control del 40 por ciento de los medios británicos, a cambio del ferviente apoyo editorial a las políticas de la Dama de Hierro. Recordemos que Tony Blair utilizó a Murdoch para ganar algo de apoyo a la intervención británica en Irak. Tengamos en cuenta, finalmente, que la relación  entre las publicaciones de Murdoch y los laboristas, a menudo difícil, se rompió de manera definitiva cuando Gordon Brown se convirtió en primer ministro.

Esta relación se reproduce en muchas otras partes del mundo. Magnates y políticos que aparentemente son amigos, pero que en realidad están en una alianza de intereses. Los políticos aprecian que los medios apuntalen el status quo, y sus propias carreras personales, pero al mismo tiempo los ven como una posible amenaza a través de su capacidad de lanzar campañas de desprestigio. Los políticos suelen sobredimensionar el poder de los medios. Creen que éstos pueden llevar a pasear a la población.

Un ejemplo dramático de esto lo vivió el propio Gordon Brown. El ex primer ministro cree que News Corp. hackeó sus archivos bancarios, médicos y quizá también los fiscales. Declaró que llegó a las lágrimas cuando Rebekah Brooks, entonces editora de The Sun, le habló por teléfono para decirle que ese periódico revelaría que su hijo de cuatro años, Fraser, tenía fibrosis quística. Y sin embargo, poco después, Brown asistió a la boda de Brooks. De seguro consideró que ella era demasiado poderosa para que la ninguneara un primer ministro en busca de reelección. 

Ahora, esa Fata Morgana del periodismo sensacionalista está bajo juicio, y el imperio de Murdoch, si bien está todavía lejos de desmoronarse, evidentemente ya rebasó su zenit, y se dirige hacia la decadencia.

Extraña un poco la rapidez con la que se ha precipitado la situación. Pero hay razones de fondo que lo explican.

La primera es la existencia de un periodismo serio de investigación, propio de una democracia. Durante años, The Guardian, periódico rival del Times londinense propiedad de Murdoch, estuvo denunciando las prácticas ilícitas y poco éticas del periodismo-basura que ejercían The Sun, News of the World y otras publicaciones. Fue creando conciencia, poco a poco.

La segunda es que hubo una historia que unió a toda una nación en la aflicción. La de Milly Dowler, la niña que fue secuestrada y asesinada y cuyo teléfono celular fue intervenido por la gente de News of the World. Cuando se supo, terminó de sumarse la masa crítica y la indignación popular tumbó anunciantes, despertó a los políticos adormilados y les hizo sacudirse de la extorsión que sufrían. La gran audiencia se volvió en contra de los aprendices de brujo.

La tercera es la capacidad de las instituciones para reaccionar.  El caso fue llevado a tribunales, revisado, y el periódico fue castigado.
Se obligó a los responsables periodísticos a rendir cuentas (nada de ampararse en una abstracta libertad de expresión) y las autoridades parecen dispuestas a llevar la investigación hasta sus últimas consecuencias (no se limitan a declarar que lo harán).  

Es obvio, reiteramos, que con este escándalo no muere el periodismo amarillista y impúdico que ha proliferado en años recientes en todo el mundo, y que desplaza a la información de calidad. Sigue vigente la creencia de que venden más la dramatización y el chantaje, de que no hay que apelar a la inteligencia de lectores, radioescuchas y televidentes, sino a sus sentimientos y a sus instintos primarios. De que hay que seducir, en vez de convencer.  

Es un tipo de periodismo que conocemos. Basta con sintonizar la mayoría de las emisiones de la televisión abierta mexicana.

Es un periodismo que no muere, pero que ha demostrado no ser indestructible. Ahora se ha visto que News Corp. es un tigre de papel. No es el único monopolio de medios que aparenta más fuerza de la que tiene.

También se ha visto que quien consiente el abuso, está destinado a sufrir las consecuencias. Sean personajes políticos, celebridades, o las sociedades enteras, cuya política se ve envenenada por la perversa colusión de intereses.

Pero quien es capaz de resistirse, termina por ganar mucha credibilidad ante el público. En el caso británico, instituciones como el parlamento, la BBC y hasta la familia real salieron bien libradas y fortalecidas del escándalo del periodismo-basura.  También salió fortalecida la democracia.

Cosas que pasan del otro lado del Atlántico. Pero podrían –algún día, se vale soñar- también pasar aquí.

jueves, julio 14, 2011

Biopics: Mi renuncia al PMT


Hacia finales de año, llegó Arturo Guevara de paso por México. Platicó que había habido una nueva visita de Heberto Castillo a Sinaloa, para tirar al Comité Estatal. Su argumento, ahora, era que habíamos participado en la reunión de Popo Park (por supuesto, hubo un militante mal escogido por los gordillistas, un veracruzano, que fue de soplón). Otra vez había fallado en su intento, sólo que en esta ocasión se fue encabronadísimo, llamando traidores a los compañeros y mostrándoles el dedo índice. Hubo algún revuelo en el Comité (en particular de Jaime Palacios, quien había sido excluído de las grillas con Gordillo) y decidieron hacer algunos cambios. Entre ellos, Guevara dejaba la dirección, y volvía el Nono Vega, quien siempre jaló con nosotros (meses más tarde, Mi René me comentó que también había tenido que ver en esos cambios la conducción errática de Guevara en las elecciones para rector de la UAS, que el Wally Meza perdió ante Jorge Medina Viedas).
Por mi parte, yo estaba cada vez más metido en el grupo que hacía Solidaridad y con el Consejo Sindical. De hecho, el fin de semana tras la llegada de Guevara habría una encerrona de dos días en las instalaciones de la Maestría en Docencia Económica (entonces en una casa al sur de la capital) para conformar un plan de acción, con vistas a la formación de una agrupación política.
Ese fin de semana, Guevara y su mujer fueron a Acapulco, a visitar a un hermano de él, y Patricia se fue con ellos. Pasé esos dos días en amplias e interesantes discusiones para dar forma a la agrupación. Y una noche redacté mi renuncia al PMT, que le entregué a Guevara para que la llevara a Culiacán.
El texto era de cinco cuartillas, y no agotaré al lector con todo su contenido. Estaba dirigido a Víctor Arnoldo Vega Manjarrez, es decir al Nono. Iniciaba con un reconocimiento: “tuve la satisfacción de ser compañero cercano de trabajo político del grupo de militantes sinceros, honestos y revolucionarios, que conforma la dirección política del PMT en Sinaloa” y luego hablaba de los problemas del partido.
El primero era la inexistencia de debate interno, “una política deliberada de la dirección nacional” que se convierte en “imposición de las posiciones de la dirección frente a toda discrepancia” y “apunta –no casualmente- a la autoperpetuación en el poder de la dirección nacional”.
Escribía yo que, como consecuencia, “la unidad partidaria es forzada artificialmente”, que “el aglutinante real es la confianza en la dirigencia”, se privilegia la disciplina y se desperdician las experiencias valiosas de muchos militantes, cuya creatividad se ve paulatinamente atrofiada. Terminaba señalando que “se ha dado un proceso de sustitución del partido por la organización del partido, que ha degenerado en la sustitución de la organización por el CN” Ya no seguí, pero vendría la sustitución del CN por Heberto.
El segundo punto era “la ausencia de una línea política que lleve a un proyecto alternativo de sociedad.” Decía yo que nunca había quedado claro cómo y con quién había que luchar por las distintas demandas del partido, a cuáles se les daría prioridad y cómo se entrelazarían. El resultado: un partido ubicado en la coyuntura, que se plantea “más como opositor al gobierno que como portavoz de un proyecto alternativo de funcionamiento de la sociedad mexicana” y un trabajo del CN más dedicado a la opinión pública que a la organización de masas.
El tercero se refería a algunas divergencias políticas. Estaba yo en contra de “sostener públicamente posiciones maniqueas, ver el país en blanco y negro extremos”. Concluía que “esto lleva al dogmatismo y al maximalismo radical más estériles”.
Escribí: “No se puede decir impunemente –en términos de eficacia política- que el Sistema Alimentario Mexicano es, simple y sencillamente, una trampa del gobierno burgués… que el Congreso del Trabajo es un órgano de la burguesía (¿Hay sólo una burguesía en México, el Estado burgués mexicano es un simple transmisor de decisiones que hace esa única burguesía en sus reuniones maquiavélicas, el Congreso del Trabajo es sólo un siervo fiel del gobierno?...” Había “una obcecada falta de tacto político” porque “se ha confundido la necesaria verticalidad en los principios con un purismo mal entendido, que vacía de significado el quehacer político”. 
El texto terminaba con unas aclaraciones sobre la tendencia de Gordillo, señalaba que el papel "objetivo" del Comité Estatal de Sinaloa había sido "mediar entre la tendencia citada y el compañero Heberto Castillo" y hacía una breve referencia a las acusaciones personales de Heberto, de que yo había contribuido "a socavar la unidad del partido", lo que negué rotundamente. Está fechada al 19 de diciembre de 1980.

 
Los ochenta se instalan



La victoria de las Aapaunam reseñada hace poco era una pata del trípode maldito que, con harta dosis de humor ácido, pronosticaba Raimundo Arroio para los años ochenta: Reagan en EU, las Aapaunam en el recuento y Jorge Jiménez Espriú en Rectoría. Sólo dos patas de ese trípode se sostuvieron, y la tercera al final no fue tan relevante, porque el nuevo rector, el doctor Octavio Rivero Serrano, no se destacó por nada y sólo administró la drástica disminución del subsidio que sufriría la UNAM.

Lo verdaderamente importante fue la elección de Reagan (no es que Jimmy Carter fuera santo de mi devoción, y hasta uno de izquierda se daba cuenta de que EU se había debilitado durante su mandato), que significó un importante giro a nivel mundial, con implicaciones económicas, políticas, socioculturales y hasta estéticas. Una década color pastel, en la que los grandes corrieron mucho y los demás nos quedamos atrás, en la que la crisis fiscal del Estado de bienestar que había dominado la etapa de crecimiento de posguerra se hizo definitiva, en México se desataría una crisis económica terrible, una hidra cuya cabeza principal fue la inflación desbocada que pulverizó salarios (entre ellos, el mío), y habría, además, otros cataclismas en el pàís, como el terremoto, la dominación absoluta de la peor cultura Televisa (lo de hoy es ligerito, créanme) y ese plomo llamado Miguel de la Madrid.

A mí me cayó el veinte de que las cosas estaban cambiando, y no para bien, cuando una noche de un lunes de diciembre –tras haber escuchado música alternativa con Estelota y haber platicado largo rato de Bataille y La Historia del Ojo, mientras ella me daba aventón a la casa-, me puse a ver el futbol americano por la tele. En eso, que Jorge Berry dice que desde Nueva York llega una muy mala noticia para los amantes de la música. Hizo una pausa dramática de pocos segundos (“se murió Leonard Bernstein”, pensé en esos momentos, quién sabe por qué), para al final decir: asesinaron a John Lennon.

Puta madre. The dream is over. Habría cosas maravillosas en los años ochenta (en primer lugar, el nacimiento de mis dos hijos mayores), pero buena parte de la década queda envuelta en mi memoria por la percepción de que algo sepultaba, de manera abrupta y persistente a la vez, mis sueños de adolescente.