jueves, febrero 27, 2020

Las ligas profesionales como espejo de sus sociedades













Durante un chat en Twitter, a partir de una discusión sobre qué liga de futbol se veía más en Europa, si la MLS o la LigaMx (la respuesta es obvia: ninguna), recordé que, durante mi estancia en Italia, sólo había una persona muy interesada en el futbol mexicano, y más en organización, salarios y tipo de hinchada, que en los equipos y jugadores propiamente dichos. Cuando lo conocí era un asistente de profesor y, años más tarde, ya tenía su cátedra en la facultad. Su nombre: Gian Paolo Caselli. Me dije: “capaz que este cuate se dedicó esencialmente a la economía del futbol”. Busqué en Google y bingo, ahí estaban un par de artículos, otro que lo citaba profusamente y una entrada en la enciclopedia. Todo escrito entre 1988 y 2005, lo que quiere decir que mi cuate era de los pioneros en el tema de la relación economía-deporte fuera de Estados Unidos.

El principal ángulo de Caselli es estudiar las diferencias entre las ligas profesionales de Estados Unidos y las del futbol europeo. A primera vista, saltan algunas obvias: en EU no hay ascenso o descenso y las ligas tienden a ser parejas; en Europa, hay diferentes divisiones y las ligas grandes tienden a ser dominadas por un puñado de clubes, o a veces sólo por uno o dos. Pero leyendo los textos, resulta que esas características son sólo algunas, porque cada tipo de organización refleja una cultura distinta, en lo económico y en lo social.

La primera cosa es que las ligas de Estados Unidos nacen como espectáculo y como negocio, más que como deporte. En esa lógica, el producto que se vende es la liga misma, no cada equipo. La liga, y no los equipos o la federación, es la que manda. Y se vuelve importante que haya incertidumbre sobre el resultado, para generar expectación. De ahí que se busque, mediante el draft universitario, topes salariales o impuestos de lujo a los equipos con demasiadas estrellas bien pagadas, que la liga no sea dispareja. Y mediante el esquema de playoffs,  añado, se agrega otro componente a la incertidumbre.

El objetivo de las ligas en Estados Unidos es la maximización de la ganancia. En primer lugar, la ganancia de la liga, que es la que se encarga de negociar los contratos nacionales de televisión, dejando a los equipo la negociación de los contratos locales. En ese sentido, la competencia económica no es de un equipo contra otro, sino de la liga específica –que tiene el monopolio de facto en su deporte- contra otras ligas. Caselli cita el caso de los distintos intentos por hacer ligas alternativas. Históricamente, sólo ha habido dos casos en los que la liga nueva ha sido lo suficientemente exitosa como para lograr la fusión con la original. En el beisbol, a principios del siglo XX y en el americano, 60 años después. En EU, cualquier liga que esté fuera del monopolio es considerada “pirata”.

La historia de las ligas de futbol en Europa es diferente. Muchos de los equipos nacen como clubes amateurs, y van evolucionando a lo largo de décadas, generando identificaciones en la hinchada que muchas veces están cargadas de elementos políticos, de clase o religiosos. Según Caselli y otros autores, el objetivo principal de los equipos europeos de futbol no es la maximización de la ganancia, sino la maximización de la utilidad, entendida esta última como la combinación de prestigio deportivo, prestigio político y estados financieros razonables. El peso que cada equipo le da a cada uno de los factores de la utilidad depende, normalmente, de las preferencias del dueño, del patronato o de la directiva del club. En otras palabras, la liga es precisamente eso, un pacto, una coalición, y no siempre es el protagonista principal. Por ejemplo, acoto, los presidentes de una liga de futbol europeo no tienen el peso del comisionado en el beis o en el americano de EU.

Por eso se generó en Europa una suerte de jerarquización. No hay draft, pero sí una inversión en las canteras de los respectivos equipos, acompañada –de manera cada vez más relevante- de un mercado secundario de compra-venta de jugadores. Las ligas europeas tienen equipos superpoderosos, otros que son históricamente de media tabla y muchos que se la pasan entre ascenso y descenso, porque se trata de mercados menores y el premio esperado no es el campeonato, sino la permanencia. En esas condiciones no importa que el resultado de un Juventus-Cagliari o un Real Madrid-Espanyol sea predecible.

Ahora bien, junto con el aspecto deportivo está el aspecto político. Ser directivo de un equipo exitoso de futbol da prestigio político, sobre todo por la identificación entre los equipos y las ciudades (o las comunidades). Y ayuda para hacer otros negocios, conseguir contratos, prebendas, etcétera. Ha sido vehículo para constructores, transportistas, magnates de medios y demás. Sirve para el lavado de dinero y para conquistar el poder político. Ahí están los ejemplos de Jesús Gil, con el Atlético de Madrid y de Silvio Berlusconi, con el Milan (y yéndonos a América Latina, el de Mauricio Macri con el Boca Juniors).

El modelo europeo presupone una comunidad de intereses entre la directiva, los jugadores, la hinchada y los accionistas, cosa que no sucede en la versión gringa. A veces la búsqueda de notoriedad implica un desbalance entre los propósitos de la maximización de la utilidad, y las pérdidas financieras son mucho más comunes que en Estados Unidos.

El papel de la televisión también es diferente, al menos históricamente. Mientras que en Estados Unidos la TV siempre ha sido privada y relativamente atomizada, en Europa tanto el deporte como la televisión tuvieron inicialmente una organización nacional, con canales públicos y un federación por deporte en cada país, después convertidos –en el futbol- en organizaciones continentales: la UEFA o la EBU (European Broadcasting Union). Y la intervención estatal en regular la difusión de los eventos es muy superior en Europa. El deporte en Europa es resultado de actividades públicas y privadas, con diferentes grados de intervención estatal, según el país. Muchas federaciones deportivas reciben subvenciones del Estado y hay casos, como el italiano, en el que la de futbol financia al Comité Olímpico a través de las apuestas de pronósticos deportivos.

Todo esto, por supuesto, tiende a cambiar. Y Europa poco a poco se está acercando al modelo americano, pero con las características propias de su historia económica y cultural reciente. Las ingentes cantidades de dinero que se mueven en la Champions League son el principal elemento impulsor, al grado que se ha buscado hacer un campeonato europeo, una liga supranacional de clubes en la que participen sólo los “grandes”. Esa iniciativa no sólo se ha topado con el rechazo de los clubes menores –particularmente los de media tabla-, sino también con el de la Comunidad Europea. En su libro La Economía y el Futbol, de 2013, Ciro Murayama aborda este tema, y da cuenta de los cambios en el futbol europeo en las últimas décadas, encabezados por la Premier League (no casualmente, Gran Bretaña tiene una cultura más liberal en lo económico que Europa continental).



Luego de ver las diferencias entre los modelos estadunidense y europeo, y ver también que son una suerte de espejo de sus sociedades, uno se pregunta, “¿Y qué pasa en México?”. Se podría responder que México es un híbrido en constante transformación. También, de manera más contundente, que México trae un desmadre.

La organización nació como en Europa, e incluso con las típicas formas de identificación de clase, origen e ideología (los “prietitos” del Atlante, los “millonetas” del América, el Necaxa, de clase media y aristocracia obrera, el nacionalismo de las Chivas… o, antes, los equipos de comunidades de emigrantes como el España o el Asturias), pero con una intervención del Estado diferente. Algo de regulación nacionalista (algunos recordarán los límites para jugadores extranjeros), hartas prebendas y la intervención milagrosa del gobierno, ya sea federal (¿alguien se acuerda del Atlante-IMSS o del Oaxtepec?) o, más comúnmente, estatal: el equipo en primera división como bandera de la importancia de la entidad. Estas intervenciones, a cargo, por supuesto, del erario público.

Al mismo tiempo, la relación de la liga con la televisión ha sido enfermiza, con la hegemonía detentada sobre ella por Televisa, durante muchos años, y los problemas, a veces lindando en el caos, con los derechos de transmisión. La liga es una coalición, sí, pero desigual, con una intervención decisiva de las empresas de televisión. Y a veces los poderosos cometen locuras (¿se acuerdan de Chivas TV?).  Existe la lógica de la cantera, pero a menudo es rebasada por los intereses de los intermediarios, que –salvo honrosas excepciones- suelen vender petardos sudamericanos como si fueran futbolistas.  Murayama da cuenta de que, mientras en otros países hay competencia entre agentes y representantes, en México hay prácticamente un oligopolio. Aquí existe el descenso, pero también la posibilidad de compra del no- descenso. Existe el ascenso, pero te puede suceder como a Unión de Curtidores: su victoria fue su desaparición del mapa. En otras palabras, existen leyes y reglamentos, pero no hay estado de derecho. Las leyes son de chicle. Y por supuesto, existe la parte europea del uso del prestigio deportivo para hacer negocios, sobre todo ligados a la política.

La Liga Mexicana de Beisbol se parece mucho más al modelo estadunidense. Y actuó precisamente como monopolio cuando apareció la Liga Nacional, organizada por los peloteros disidentes. Con dos o tres salvedades. Una es que, en vez del draft, tienen las academias que distribuyen peloteros en los equipos. Otra, que la presencia de los gobiernos es mucho más notable (recordemos la solicitud de López Obrador para que el gobierno de Tabasco rescatara a los Olmecas, por dar sólo uno de muchos ejemplos). La tercera, que las finanzas en general son mucho más endebles, dando como resultado una rotación de equipos que no se da del otro lado de la frontera.


Pues sí, la manera en la que se organiza el deporte suele ser espejo de las sociedades. Y a veces uno se ve al espejo y se encuentra hartos defectos.


Bibliografía.

Caselli, Gian Paolo, "L'economia dello sport nella società moderna", in Enciclopedia Treccani dello Sport, Treccani, 2003, 

 Caselli, G. P. y A. Roversi  "Il calcio e la sua crisi." Il Mulino n. 1 (1988)

Murayama, Ciro, La Economía del Futbol, Cal y Arena, 2013

miércoles, febrero 26, 2020

Glorias olímpicas: Michael Phelps


Hace apenas poco más de una década, había una viva discusión sobre quién era el más grande deportista olímpico de todos los tiempos. Que si Paavo Nurmi, Larisa Latynina o Carl Lewis. Hace años que esa discusión terminó. El más grande de todos los tiempos se llama Michael Phelps y sus marcas difícilmente serán alcanzadas, al menos en una generación.

Michael Phelps era un niño en Baltimore que tenía problemas en la escuela. De aprovechamiento y de socialización. Se le había diagnosticado déficit de atención. Era hiperactivo y nada parecía interesarle de veras. Como terapia, su madre decidió inscribirlo a clases de natación, donde ya estaban sus dos hermanas. Al pequeño Michael no le gustaba meter la cabeza bajo el agua, su monitor lo enseñó a flotar y empezó a nadar de espaldas. Un día sintió que nadando podía entrar a otro mundo, en el que se deshacía de tantas cosas que lo distraían. Se volvió fanático de la alberca. En la escuela su mejora fue sólo relativa, pero constante.

En la secundaria, entró al equipo de natación y encontró al entrenador que lo acompañaría hasta la gloria olímpica, Bob Bowman. Dice Bowman que jamás ha conocido alguien tan concentrado –paradojas- ni tan competitivo.  A los 15 años logró formar parte del equipo olímpico de Estados Unidos que fue a los juegos de Sydney 2000, pero ahí no ganó medallas. Al año siguiente obtendría su primer título mundial.

En Atenas 2004 fue cuando en realidad empezó su deslumbrante carrera olímpica. Ganó 6 medallas de oro: 400 metros combinados (con récord mundial), 100 metros mariposa, 200 metros mariposa, 200 metros combinados, relevo 4 x 200 libre y 4 x 100 combinado; también se llevó dos bronces: en los 200 libres y en el relevo 4 x 100  libre. Rozaba los niveles, que se antojaban inalcanzables, de Mark Spitz.

Entró a la universidad, siguió rompiendo récords mundiales y ganando medallas, merced a una disciplina de entrenamiento que buscaba llevar el cuerpo al límite. 5 horas diarias por 6 días a la semana, sin vacación alguna.  Su dieta rica en calorías, con cantidades industriales de pasta, se hizo famosa. “Comer, dormir y nadar, es todo lo que hacía”. Así se preparó rumbo a la cita de Pekín, donde se propuso romper el récord de Spitz para unos juegos.

Phelps lo cumplió. Participó en ocho competencias y se llevó 8 medallas de oro. No sólo eso. Salvo en los 100 metros mariposa donde sólo rompió su récord olímpico, en cada una de las pruebas rompió el récord mundial. Hubo dos ocasiones en las que Phelps estuvo a punto de perder el perfecto. Una fue precisamente los 100 mariposa, prueba en la que se fue adelante el serbio Milorad Cavic, pero que acabó ganando por una milésima de segundo (“¿Qué es una milésima de segundo? Es nada”, dijo para la historia el narrador serbio). La otra, el relevo 4 x100 libres, en el que Estados Unidos empezó atrás y el héroe fue Ryan Lohte en el tramo final. En Pekín se convirtió en el atleta olímpico con más medallas de oro.

Pero vendrían más. En Londres 2012 se llevó 6 medallas: 4 de oro y 2 de plata. Los oros fueron en los relevos 4 x 100 combinados y 4 x 200 libres y en sus pruebas favoritas: 100 mariposa y 200 combinados; las platas, en 4 x 100 libres y 200 metros mariposa. Su cuenta llegó a 22 preseas olímpicas, deshaciendo la marca que tenía la soviética Latynina.

Entonces Phelps anunció su retiro. En realidad, estaba batallando contra un mal común en esta época: la depresión, de la que quería salir a través de las drogas y el alcohol. En dos ocasiones fue arrestado por manejar borracho y se hizo famosa una foto de él fumando bong. Se pasaba días en la cama: “no quiero hacer más deporte, no quiero seguir vivo”, dice que llegó a pensar. Pero buscó ayuda profesional. Identificó algo como “depresión post-olímpica”, que –afirma el propio Phelps- sucede a muchos atletas de alto rendimiento. Dos años después, volvió a entrenar. Y llegaría a Río 2016, sus quintos Juegos Olímpicos.

En Río, a los 31 años, obtuvo oro en los 4 x 100 libres, en los 200 mariposa, en el 4 x 200, en el 4 x 100 combinado; también logró vencer a su amigo y rival Lochte en los 200 combinados (cuarta vez que subía a lo más alto del podio en esa prueba)  y se llevó la plata en los 100 mariposas.

Hagamos cuentas: En Juegos Olímpicos obtuvo 23 medallas de oro, 3 de plata y 2 de bronce. Agreguemos: en Campeonato Mundial se llevó 27 oros, 6 platas y un bronce. De locura.

Por eso Phelps está en lo más alto del podio en la historia de la natación.

viernes, febrero 14, 2020

American Factory: Lo que un día fue no será



El documental American Factory acaba de ganar el Óscar en esa categoría. Tal vez no sea un filme particularmente entretenido, pero desmenuza con bastante claridad los cambios que están ocurriendo en el mundo laboral, ligados a la crisis del viejo modelo industrial, a la globalización y a la creciente vulnerabilidad de los trabajadores. También, quizá, nos ayude a comprender un poco mejor el ascenso del populismo en Estados Unidos y, de paso, algunos sueños guajiros que se dan en estas tierras.

El filme inicia con el cierre de la planta de General Motors en Dayton, Ohio, ligado a la crisis de 2008, y cuenta cómo en el mismo lugar se instaló una fábrica de vidrios para automóviles, con el capital de un multimillonario chino. Es el shock de diferentes estilos de trabajo, de distintas culturas y, encima de todo ello, de los efectos políticos y sociales de la globalización en aquellas zonas que alguna vez fueron prósperas y ya no lo son.

Según las declaraciones de los trabajadores estadunidenses en el documental, en los tiempos de General Motors se vivía una bonanza, los salarios eran muy altos y los obreros se consideraban a sí mismos como parte de la clase media estadunidense. Tras el cierre de la planta, hubo años de desempleo, hasta que llegaron los chinos a crear nuevas esperanzas.

La historia de American Factory es la historia de obstáculos que parecían irremontables. Fuyao, la empresa china, envía técnicos para entrenar a los obreros de EU –que saben armar autos, pero no son expertos en vidrios- en sus nuevas tareas. Los chinos pasan dos años separados de sus familias y se les enseña a lidiar con obreros pasados de peso, “torpes y flojos”, que no están dispuestos a trabajar horas extras, que no tienen amor a la empresa y que todo el tiempo amenazan con sindicalizarse. A todas estas, el salario de los obreros gringos es la mitad de lo que ganaban en los buenos viejos tiempos. Pero significa estar mucho mejor que en el desempleo: significa volver a soñar, aunque sea, en ser “clase media”.

Un grupo de jefes de escuadrilla viaja a China a la fábrica central, y las escenas son, para quien está de este lado del mundo –y de seguro para ellos-, bastante alucinantes. Por una parte, vemos la dedicación, calidad y eficiencia del trabajo de los chinos, que llevan jornadas de doce horas. Por otra, su organización casi militar. Por otra más, el papel del sindicato allá: el líder es cuñado del dueño, el sindicato comparte sede con el Partido, y evidentemente es blanco: la tarea es mantener los puestos de trabajo haciendo que la compañía tenga grandes ganancias. Pero lo más interesante es que la empresa tiene un papel dominante en la vida social y el dueño hace las veces de caudillo. Hay una fiesta en la que se canta el himno de la empresa, se hacen bailables con contenido nacionalista, otros relativos al trabajo de la empresa y hasta hay una boda colectiva en la que el dueño es padrino múltiple.

Es una vida regimentada, que también tiene la característica de crear un fuerte sentido de pertenencia. A la comunidad de la empresa y a China. Ese sentido de pertenencia genera lazos difíciles de romper, entre otras cosas porque les resultaría carísimo a los trabajadores dejarla. De ahí las horas extras sin pago, los dos años alejados de la familia, etcétera.

En algún momento un técnico chino explica: “para los estadunidenses se trata sólo de un trabajo, y luego hacen otra vida”. Para ellos es distinto. Y lo dice el dueño-caudillo, antes de entrar en una especie de depresión: “el verdadero propósito de la vida es el trabajo que hace uno”.

Se trata de una tensión que nunca termina de resolverse. Hay en la fábrica de Dayton un intento de sindicalización masiva, movilizada en parte por la falta de una cultura de prevención de accidentes de trabajo de parte de los chinos, una contraofensiva monetaria e ideológica de parte de la empresa, hay dramas personales, hay amistades que se forjan por encima de las diferencias culturales, pero pueden deshacerse porque los intereses del capital son más fuertes. Al final, después de varios años de pérdidas, la sucursal gringa de Fuyeo llega a los números negros.

Al momento de hacer las cuentas, uno de los técnicos chinos llega a una conclusión: la diferencia fundamental entre ellos y los americanos es que los chinos vienen de una generación que se conformaba con darle de comer a sus hijos y la de ahora, gracias a sus esfuerzos, puede viajar y tener otras cosas, y está pensando en la siguiente, que tendrá una vida todavía mejor, mientras que los de Ohio no vienen de esas carencias y no ven al futuro, sólo al presente.

Y del otro lado, un obrero estadunidense dice que, pase lo que pase, nunca volverán los buenos viejos tiempos en los que trabajabas 40 horas semanales y ganabas casi 30 dólares la hora. Lo que un día fue no será.

Lo que vemos, pues, es el capitalismo salvaje que hace su entrada con la veste de la globalización, transformando para mal la vida de lo que alguna vez fue la aristocracia obrera. Peores condiciones laborales, mayor estrés, y los procesos de automatización que penden como espada de Damocles encima de todos. En esas circunstancias es fácil escuchar el canto de la sirena que te promete que todo volverá a ser como antes. Fue lo que hizo Trump, que ganó Ohio y otras zonas del “cinturón del óxido”. El problema es que la automatización va tan fuerte que no hay manera que lo que un día fue pueda volver a ser.

En México hay quienes ven con nostalgia una mítica “edad de oro” en zonas petroleras que hoy están en plena crisis. Le han dicho que no a la globalización (las empresas extranjeras del ramo, que hubieran podido dar un buen símil con la china del documental), pero sueñan en que regresen, por alguna magia, las oscuras golondrinas. Les han prometido que todo volverá a ser como antes. Aunque no haya manera.

Hay dos detalles en los que, considero, el documental es omiso. Uno es el origen de todo, que fue la crisis de 2008, basada en la preeminencia del capital financiero especulativo. Y otra, que en el rescate a las empresas de la industria del automóvil, el dinero público terminó traduciéndose en ganancias para los accionistas, pero igual en desempleo para los trabajadores.

Finalmente, hay un filme de ficción de 1986, titulado Gung-Ho, en el que pasa algo similar a lo que trata American Factory, con la salvedad de que en aquella ficción, la empresa es japonesa, los obreros gringos sí se ponen las pilas, entran a la mística oriental de trabajo, cumplen las metas de producción y evitan que la fábrica emigre. La fecha de Gung-Ho es significativa: es de cuando se instauraba el nuevo orden económico reaganiano. De ahí el optimismo. El contraste con el pesimismo realista de American Factory es también una manera de dejar claro que aquel orden se hizo pedazos (aunque todavía haya quien lo dude).   

miércoles, febrero 12, 2020

La Comunidad de la Fe contra el INE


Si atendemos a la historia de la democratización en México, encontraremos una constante: quienes han pugnado por ella han sido quienes no han estado en el poder. La paulatina erosión del régimen autoritario priista no fue resultado de una graciosa concesión de los gobiernos tricolores, sino principalmente de las luchas políticas y sociales de los opositores a esos gobiernos.

Los primeros signos de apertura, como por ejemplo la legalización en 1978 de partidos políticos que antes habían sido ilegales, resultaron de una pulsión social que obligaba al gobierno a abrir cauces a aquellos que buscaban el cambio a través de las urnas, y no de la violencia. Las resistencias dentro del gobierno hicieron que la reforma no fuera integral y que, en el fondo, simplemente se reservaran mejores espacios de diálogo a las minorías con derecho de pataleo.

Y cada uno de los siguientes pasos resultó de una movilización ciudadana que hacía imposible el mantenimiento del anterior estado de cosas. La ola cardenista de 1988 obligó a que la organización de las elecciones ya no fuera atributo de la Secretaría de Gobernación, y a la creación del Instituto Federal Electoral, a que se generara control de quién votaba a través de una credencial única de elector, y a que los ciudadanos tuvieran una participación cada vez más activa.

En sucesivos pasos se fue avanzando. Un paso particularmente importante fue la plena ciudadanización y la autonomía del IFE. Y a la medida en que ello sucedía, también se acumulaban las tensiones en el gobierno, entre quienes veían la democratización como un peligro, por la posibilidad de perder el control y quienes la veían como una necesidad, precisamente con la intención de no perder ese control. El empuje de las oposiciones fue el fiel de la balanza y las reformas sucesivas tomaron cauce, para hacer elecciones cada vez más confiables.

Luego de la alternancia, se vio que algunos sujetos políticos que habían luchado por la democracia, en realidad habían luchado por algo así como el “quítate tú para ponerme yo”. Hubo intentos, tanto de Felipe Calderón –desde que era diputado- como de Enrique Peña Nieto para intentar acotar la pluralidad que se expresaba con cada vez más fuerza. Estos intentos tuvieron dos vías: una era la disminución de la autonomía de la autoridad electoral; la otra, una reforma regresiva en materia de representatividad, para que hubiera menos diputados y senadores “de partido”, que son los de las listas plurinominales.

En ambos casos, confiados en la aparente mayoría de la que disponían, lo que se intentaba era un regreso al bipartidismo, con hegemonía del partido en el poder. En ambos casos toparon con la pared de la oposición. Por un lado, la izquierda se los impidió y, por el otro, los priistas encontraron la magia del pluralismo cuando dejaron el gobierno y lo mismo pasó con los panistas.

Resulta sintomático que, en las dos ocasiones, se manejaron argumentos relativos al costo excesivo de la democracia, y en particular al costo de tener tantos diputados y senadores. Los promotores, desde el poder, se agarraban de la mala imagen de los legisladores entre la población y la utilizaban tramposamente, a sabiendas de que los supuestos ahorros obtenidos serían piscachas que no pintan en el cuadro del gasto público federal. No importa. En México uno dice “millones” y eso basta para generar indignación.

Uno imaginaría, ingenuo que es, que con la llegada de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia, ese tipo de actitudes y de iniciativas tendería a desaparecer. Pero qué va. Hay, dentro de la coalición gobernante, quienes quieren echar para atrás las reformas electorales que tanto trabajo costaron a la sociedad –y particularmente a la izquierda- porque, al cabo, piensan que ellos son la democracia. Y que, por tanto, su permanencia en el poder es la mejor garantía de que la democracia está viva. En otras palabras, se portan igualito que sus antecesores. O tal vez peor.

El primer objetivo es la autonomía del INE. De ahí, una serie de ataques de todo tipo, incluso personales, hacia los integrantes de su Consejo. Ninguno de esos ataques ha podido hacer mella en la institución y, si acaso, lo que ha logrado es calentar los ánimos de la Comunidad de la Fe, ese grupo de activistas que piensa que todos los que no lo apoyan ciegamente, están coludidos en contra de AMLO.

El segundo, crear condiciones para una menor fiscalización de los recursos, tanto los que se destinan a los partidos como los que pueden ser utilizados de manera clientelar.

El tercero, la búsqueda de fórmulas de asignación de escaños que favorezca a la mayoría (“a la gobernabilidad”, dice el eufemismo) y que reduzca, de manera paralela, la representación legislativa de las minorías.

Varios de esos temas estarán en la palestra en los próximos meses. De inmediato se avecina la sustitución de cuatro de los consejeros generales del INE. Es un proceso que debe ser lo más transparente posible, y en el que se deben buscar consensos, y no la lógica del mayoriteo.

Rumbo a las elecciones federales de 2021 también sería conveniente fortalecer las reglas de transparencia en la política de entrega de apoyos sociales. Ya ha habido varias denuncias sobre el mal uso que hacen de ello los “superdelegados”.        

Finalmente, si hubiera alguna adecuación que hacer a las fórmulas de representación, debería ser en el mismo sentido de las anteriores: buscar que sea cada vez más parecida a la proporcionalidad pura. No al contrario. Lo primero es apostar por la política y el éxito. Lo segundo es hacerlo por el agandalle elemental.  

jueves, enero 16, 2020

Se pierde la guerra contra la desigualdad

Tres textos con temas relacionados.


Se pierde la guerra contra la desigualdad




El presupuesto para 2020 está por aprobarse. Mientras, el presupuesto para 2019 lleva un subejercicio de 151 mil millones de pesos, incluidos varios de los programas que el gobierno federal había anunciado como prioritarios.

Al mismo tiempo, los pronósticos sobre la dinámica de la economía siguen siendo sombríos. En los hechos, seguimos viviendo, como en el gobierno anterior, en el estancamiento estabilizador. Cero crecimiento, pero sin desequilibrios en las finanzas públicas, con inflación baja y estabilidad en el tipo de cambio.

A pesar de que el Banco de México ha soltado el freno monetario, con bajas consecutivas a las tasas de interés de referencia, esto no se ha traducido en un mayor índice de inversión. Persiste lo que eufemísticamente se ha dado en llamar “prudencia” de parte de los empresarios, muchos de los cuales no están muy seguros de las reglas del juego y todos están preocupados por la falta de seguridad y los problemas para aplicar el estado de derecho.

Más allá del crecimiento del PIB, que –coincido en eso con AMLO- ha sido un fetiche para muchos analistas económicos, resulta preocupante que, dado el crecimiento desigual de los precios, el salario mínimo ya no alcance para la canasta básica, a pesar del aumento importante que tuvo a principios de año.
Junto con ello, los salarios contractuales han aumentado por debajo de la inflación, lo que significa una pérdida en el poder adquisitivo de los asalariados. Muchas empresas no han podido dar aumento alguno, porque están en la disyuntiva de disminuir puestos de trabajo, dado el flojo comportamiento de la demanda de bienes y servicios.

¿Qué significa esto? Que en términos de ingresos laborales no se está ganando la lucha contra la desigualdad.

Pensar que esa lucha puede ganarse sólo mediante transferencias directas equivale a mantener un sistema desigual, sólo que con incentivos sociales, a través de las becas, subsidios y apoyos directos, para que permanezca así. Es avanzar en un callejón sin salida.

Es en esas circunstancias que la discusión sobre el presupuesto cobra relevancia particular. Si no hay un fuerte impulso a la inversión pública, no se generará la dinámica suficiente que permita a la economía por lo menos mantener el nivel de empleo y, por esa vía, ayudar a sostener la demanda a través de salarios contractuales no tan castigados (porque las empresas ya no verán tan tristes perspectivas a futuro).

Hay otros dos caminos. Uno es dar un nuevo empujón a los salarios mínimos, que mandaría una señal clara de que van a recuperarse, a pesar del bajo o nulo crecimiento económico. Para eso, la economía mexicana tiene un colchón grande… el que se creó con bajas artificiales a los salarios reales desde hace más de tres décadas (eso de artificiales lo vengo diciendo desde los años 80: fue una decisión del gobierno de Miguel de la Madrid, no de los mercados).

El otro camino sería un mayor gasto público, posible ya sea a través de una reforma impositiva (pero ya sabemos que cualquier aumento a los impuestos es tabú para los gobiernos populistas, sean de izquierda o de derecha), o a través de un mayor déficit fiscal (que también es tabú, porque se asustan las calificadoras y se enojan los analistas, aunque ese déficit sea financiable).

Pero lo que veremos es un nuevo apretón presupuestario, con el cuento de que hay que ser austeros pero dadivosos. El presupuesto no se ejercerá con mayor eficiencia social o técnica, ahí está el actual subejercicio para demostrarlo, sino para cumplir las prioridades del titular del Ejecutivo, o para intentar cumplirlas, porque a veces son difíciles de instrumentar. Todo ello redundará en otra disminución en la inversión pública y en la continuación de un ciclo nada favorable a la recuperación.

Un presupuesto inercial como el que tendremos es la receta perfecta para continuar con los rezagos, dar pábulo a versiones catastrofistas a pesar de la prudencia en el manejo macroeconómico, y cercenar expectativas de la población. Una revisión al comportamiento del índice de confianza del consumidor, que subió muchísimo al inicio del gobierno y va de nuevo para abajo, no les hubiera venido mal a las autoridades y a los legisladores.

Pero qué va. Estoy soñando. La consigna es la consigna.

En esas condiciones, habrá que insistir –ya que los salarios públicos seguirán castigados- en al menos enviar, con un aumento sensible a los mínimos, el mensaje de que se intentará aumentar la demanda interna y de que quien tenga un trabajo, no estará en la pobreza extrema.

De otra forma, el desempeño de la economía acompañará a la percepción sobre seguridad en la erosión de la imagen de López Obrador y su gobierno. Y creo que eso sí le importa mucho al Presidente.

Prioridades


Del presupuesto federal para 2020 se desprende, creo que con bastante claridad, el concepto de economía que tiene el presidente López Obrador. En ese sentido, su libro recién publicado apenas es un complemento.

La primera prioridad de López Obrador no es el crecimiento, sino la distribución paliativa. Y no está pensando en una distribución del ingreso a partir de un nuevo acuerdo social, que otorgue más al salario frente al capital, sino en distribución del dinero a través de apoyos directos. El gasto social entra sólo de manera lateral, y con notables lagunas, como se ha visto en el sector salud.

La intención es disminuir el índice de Gini –que es el indicador conocido mundialmente para medir la desigualdad- a través de los apoyos y subsidios, no de manera estructural. En otras palabras, corregir la mala distribución del ingreso después, sin cambiar el punto de partida.

Tampoco busca hacer un cambio profundo en  esa desigualdad, porque ello implicaría llevar a cabo una reforma fiscal, que es algo que no está ni en su programa ni en su perspectiva de gobierno. Tampoco se ha mostrado mayor interés en incorporar a la formalidad el largo tramo de economía informal que existe.  

En resumen, los apoyos están limitados porque los ingresos del Estado están limitados, más allá de todos los pequeños –y a veces costosos- ahorros que puedan sumarse.

De hecho, el castigo presupuestal al agro –si bien tiene el acierto de no destinar recursos a grupos de interés- apunta a repetir, seis décadas después, los mecanismos “estabilizadores” que empobrecieron al campo mexicano, expulsaron a millones hacia las ciudades y generaron los mayores índices de desigualdad social en la historia de México, porque este país era más desigual en 1963 que en 2018 o que en 1910. La diferencia es que ahora en las ciudades no hay la demanda masiva de mano de obra barata que había cuando López Obrador era niño.

El poco interés por el crecimiento se refleja en las previsiones de inversión pública. Hay unos cuantos proyectos importantes, que pueden tener relevancia regional, pero en términos generales, estamos con niveles de inversión pública similares a los de los años 40. No hay, pues, la capacidad de que, a través de obras de infraestructura, el gasto público sirva como locomotora, genere condiciones para que también haya inversión privada, promueva en serio el empleo y jale el resto de la economía.

En ese sentido, el gobierno de López Obrador es mucho más del “dejar hacer y dejar pasar” de los fanáticos del mercado y mucho menos del Estado interventor en la economía.

El problema está en que las condiciones, a nivel nacional y mundial, apuntan a que el sector privado no se hará cargo por sí solo de grandes inversiones en el futuro próximo. En otras palabras: el estancamiento seguirá. Pero eso, aun con su cauda de pocas oportunidades de empleo productivo, parece no importar.

Tan es así el asunto, que el gobierno de López Obrador se ha puesto como objetivo tener finanzas públicas con un superávit primario de 1%. No sólo quiere evitar el gasto deficitario, sino gastar menos de lo que ingresa. Hay, incluso, quien aplaude los subejercicios. Eso puede sonar maravilloso en los oídos del FMI, pero el hecho es que, en una situación de estancamiento económico, es mejor invertir los recursos en obras que presumirlos como ahorro.

Hay dos sectores que, repetidamente, no han estado entre las prioridades del gasto. Uno es el relativo al medio ambiente. Es evidente que en este tema, el Presidente circula con placas de los años 70. En vez de estar pensando en un desarrollo innovador, con energías limpias, tiene en su mente el papel que otrora jugaran Pemex y, en menor medida, la CFE, como puntales del desarrollo industrializador. Con el problema de que el país ya está industrializado, pero con industrias tradicionales, que a menudo basan su competitividad en la baratura de la mano de obra. La lógica extractivista en pleno.

El otro no es un sector propiamente dicho, pero está claro que a este gobierno no le simpatizan las entidades autónomas. Todas, de la Fiscalía General de la República hasta el INE, han sufrido recortes severos en su presupuesto. Aquí, al parecer, el tema es político: soltar los menos recursos posibles a instituciones que puedan de alguna manera acotar el poder del gobierno central. Todo ello, sin importar el papel toral que puedan jugar para la procuración de justicia, la organización de elecciones equitativas y democráticas, la medición de la pobreza o la regulación de las grandes empresas de telecomunicaciones. En ese sentido, juega, en primer lugar, por consolidar el poder. Pero, tal vez sin saberlo, también juega a favor del capitalismo salvaje.

López Obrador cree que está superando los sofismas del antiguo modelo económico. Sólo en algunos puntos lo hace. En casi todo lo demás, y el presupuesto sirve como muestra, los está repitiendo.

De qué no presumir

Es posible que, durante el año que está comenzando, el gobierno federal tenga cosas qué presumir. De seguro lo hará. Pero lo más probable es que termine presumiendo varias cosas que no debería.

Una, por ejemplo, es el superávit fiscal del 2% del PIB. Una cosa es tener finanzas sanas, sin endeudarse excesivamente, y otra es gastar notablemente menos de lo que se ingresa. Hay faltantes en salud, en inversión de infraestructura, en cultura, ciencia y educación superior. Estos faltantes sociales se pagan con otro tipo de interés: en retrasos en el desarrollo humano de la nación.

¿Saben quiénes estarían orgullosos de ese superávit? Los más recalcitrantes neoliberales. No lo están porque no son ellos los que están instrumentando las medidas, pero el gobierno está respetando con creces uno de los dogmas más caros de las políticas estabilizadoras que tanto gustan al FMI.

Tampoco se puede presumir del comportamiento del tipo de cambio. Si bien, las políticas pro-cíclicas del gobierno ayudan a que no se dispare la inflación, más allá de los efectos coyunturales del IEPS, desde hace años el mercado cambiario del peso mexicano se utiliza como un proxy de la percepción mundial de riesgo económico. Los especuladores juegan con el peso porque es una divisa muy líquida, que se intercambia a toda hora todos los días, y puede ser convertida en una suerte de termómetro. “Cubrirse contra el peso es como sacar un kleenex cuando sientes que vas a estornudar”.

Mientras no haya esa sensación de incertidumbre mundial, el mercado cambiario seguirá estable, pero apenas pasa algo (qué se yo, que Trump mande asesinar a un importante general iraní), hay una sacudida. Esto es independiente de lo que haga el gobierno mexicano.

Tampoco se puede presumir de austeridad nomás porque sí. Una cosa es evitar los excesos y dispendios, y otra es hacer recortes sin ningún análisis de costo-beneficio, mientras la asignación de recursos sigue siendo ineficiente.  

Las entregas de ayuda directa, estrictamente monetizada, tampoco son la mejor forma de optimizar el gasto social y combatir la desigualdad. Suelen significar un poco más de dinero en casa, pero tener que pagar por servicios que antes eran gratuitos. Estas entregas tienen el agregado de que no hay registros transparentes de beneficiarios, lo que las hace un obvio caldo de cultivo para el clientelismo político.

Los ataques a las entidades autónomas del Estado no son para presumir, tampoco. El país no se construye desde cero. Las instituciones que se crearon fueron las que, precisamente por ser autónomas, y no apéndices del gobierno, permitieron una sociedad más participativa y vigilante, un incremento en la transparencia, condiciones democráticas para la transmisión del poder con alternancia y una serie de conquistas relativas a la libertad individual y los derechos humanos.

De ningún modo se pueden presumir exhibiciones de intolerancia, incapaces de distinguir, de entrada, las críticas de buena fe de las maliciosas. Y menos, cuando esas exhibiciones se utilizan para generar división entre los mexicanos, donde la línea que define a los buenos es el acuerdo, que no puede ser sino total, con los dichos y decisiones del Señor Presidente.

No son para jactarse ni la política de contención (por usar un eufemismo) hacia los migrantes centroamericanos en el sur, ni el desprecio hacia las fuentes de energía renovable (el fetiche petrolero), ni las indecisiones (por decir una palabra amable) respecto a temas como la interrupción legal del embarazo, el matrimonio entre personas del mismo sexo o la legalización de algunas drogas.

Por supuesto, tampoco debería ser para ufanarse la combinación de elementos religiosos con asuntos morales, como si los segundos fueran propiedad exclusiva de las iglesias, ni lo son los intentos por hacer más delgada la línea que separa, saludablemente, a las organizaciones religiosas del Estado.

Todo esto significa que el gobierno no puede presumirse de izquierda, por mucho que acicatee verbalmente a los conservadores. Y menos en las condiciones del siglo XXI.

No hay una crítica de la política económica anterior que indique que existen las intenciones de cambiar las relaciones económicas, para modificar estructuralmente la distribución del ingreso. Mucho menos las hay para cambiar las relaciones de poder, en donde más bien hay una involución hacia viejas formas en las que el Presidente encarnaba toda la capacidad de decisión y todas las verdades.

Lo curioso de todo esto es que una parte no menor de los electores de Andrés Manuel López Obrador depositó su voto no solamente por hartazgo hacia la antigua elite, sino también en la esperanza de que las cosas iban a cambiar de fondo, en sentido progresista, y no que las transformaciones más importantes fueran sólo a través de nuevos gestos y símbolos.

Y, la verdad, está difícil presumir el gatopardismo.

lunes, diciembre 30, 2019

Los 10 deportistas mexicanos de la década 2010-2019


1. María del Rosario Espinoza
2. Aída Román
3. Germán Sánchez, Duva
4. Chicharito Hernández
5. Paola Longoria
6. Saúl Canelo Álvarez
7. Adrián González
8. Lupita González
9. Paola Espinosa
10. Rommel Pacheco

martes, diciembre 17, 2019

Los 10 deportistas mexicanos de 2019

1. Raúl Jiménez
2. Mariana Arceo
3. Saúl Canelo Álvarez
4. Rommel Pacheco
5. Paola Longoria 
6. Brandon Plaza
7. Carlos Sansores
8. María del Rosario Espinoza
9. Andy Ruiz
10. José Urquidy