Carl Lewis fue conocido como “El Hijo del Viento”. En cierto
modo era verdad. Su madre compitió en los 80 metros con vallas, en los Juegos
Olímpicos de Helsinki 1952 y tenía, junto con su padre un club deportivo, en el
que el niño Carl y su hermana Carol entrenaron desde pequeños. Creció en el
ambiente del atletismo, pero cambió la disciplina de una manera trascendente.
El joven Lewis destacó desde la preparatoria, cuando saltó
la distancia de 8.13 metros -increíble para un juvenil- y ya era un velocista
estrella. Entrando a la universidad ya tenía claras sus metas: “quiero dedicarme
al atletismo, ser millonario y nunca tener un trabajo de verdad”. Hay que decir
que las alcanzó, y fue incluso más allá.
A los 19 años, era parte del equipo estadunidense que
asistiría a los juegos de Moscú 1980, pero el boicot de Jimmy Carter lo
impidió. Dos años después, se acercó peligrosamente al récord mundial de Bob
Beamon –aquel inigualable salto en México-, cuando saltó 8.76. En el Mundial de
Atletismo de Helsinki 83, se llevó tres oros: salto de longitud (8.56 m.), 100
metros planos (9.93 s.) y relevo 4 x 100.
Su primera cita olímpica fue en Los Ángeles 1984, sin la
presencia de las naciones socialistas. Antes de los juegos declaró que quería
emular los logros de Jesse Owens, el atleta afroamericano que humilló a la
Alemania nazi al ganar cuatro medallas de oro en Berlín: longitud, 100, 200 y 4
x100. Ahora el propósito era distinto: obtener buenos contratos de publicidad
después de la hazaña. Lo hizo con cierta facilidad, estableciendo récord
olímpico en los 200 metros y mundial en el relevo.
Sin embargo, los grandes contratos no llegaron de inmediato.
¿Las razones? Por un lado, el estilo altanero de Lewis –que luego patentaron
los velocistas afroamericanos de EU-; por el otro, la impresión entre los
publicistas de que era demasiado fino, de que estaba demasiado acicalado. “Si
eres un atleta masculino, el público quiere que parezcas macho”, declaró un
representante de Nike.
El Hijo del Viento repitió sus tres oros en los Mundiales de
Roma de 1987. Enterró a su papá con la medalla de oro de 100 metros planos que
había ganado en Los Ángeles (“no te preocupes, conseguiré otra”, habría dicho)
y se lanzó a competir en los Juegos Olímpicos de Seúl 1988. Allí ganó con
facilidad el oro en salto de longitud y se enfrascó en una final histórica de
100 metros. La carrera fue ganada fácilmente por el canadiense Ben Johnson, con
un récord mundial impresionante: 9.76 s., pero Johnson fue descalificado por
uso de esteroides, y el oro terminó en manos de Lewis, quien también obtendría
plata en los 200 metros. El mal manejo de la estafeta dejó fuera del podio al
relevo 4 x 100 de Estados Unidos: la primera de muchas veces que esto
sucedería.
En los Mundiales de Tokio 1991, Lewis obtuvo oro en los 100
planos y en el relevo, y se tuvo que conformar con la plata en el salto largo,
el día en que tanto él como Mike Powell rompieron el récord mundial de Bob
Beamon: sólo que Lewis saltó 8.91 y Powell, 8.95. El Hijo del Viento, fiel a su
estilo, declaró que su rival había realizado “el mejor salto de su vida, y
nunca más lo volverá a hacer”. Powell volvió a superar la marca de 8.90 (aunque
ayudado por el viento); Lewis no lo hizo nunca más.
En Barcelona 1992, Lewis derrotó apretadamente a su
archirrival Powell en el salto de longitud y se llevó el oro en el relevo 4 x 100,
pero no pudo siquiera calificar como parte del equipo de EU en 100 y 200 metros
planos.
Pasaría otro Mundial (Stuttgart 1993), en que Lewis
alcanzaría apenas un bronce en los 200 metros, antes de la última cita olímpica
de este superestrella: Atlanta 1996. Allí ganó, por cuartos juegos
consecutivos, la medalla de oro en el salto de longitud. Era, además, su noveno
oro olímpico. Lewis insistió ante los medios que quería romper esa marca y
pedía que lo incluyeran en el relevo 4 x 100, al que no había calificado. Nadie
del equipo quiso ceder su lugar y dejar que El Hijo del Viento ocupará un lugar
en solitario en el Olímpo deportivo. Tal vez en pago a la actitud arrogante e
individualista que siempre lo acompañó.
Más allá de la simpatía o la personalidad, Carl Lewis fue el
más grande velocista del siglo XX y uno de los pocos que alcanzó la gloria
tanto en la pista como en el campo.
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